Reportaje:

"Usted no tiene derecho a hablar porque no existe"

Ana Manía Moreyra, liberada el pasado 24 de diciembre, tres años y nueve meses después de su desaparición en Buenos Aires

"Te aconsejo que te rajes, no bien puedas, del país, porque nosotros no nos vamos a estar rompiendo el culo para que después un decreto de mierda los deje a todos en libertad. Vamos a limpiar el país de todos ustedes; los vamos a matar a todos". No bien enterada aún de su liberación, Ana María Moreyra volvía a escuchar el mismo tono de amenaza que le había perseguido durante su infierno en los últimos 45 meses. El que le hablaba vestía de civil. Era corpulento, de piel cetrina y estatura media, nariz torcida, bigote poblado, pelo muy corto al estilo cuartelero y pistola al cinto.Acompañada de ...

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"Te aconsejo que te rajes, no bien puedas, del país, porque nosotros no nos vamos a estar rompiendo el culo para que después un decreto de mierda los deje a todos en libertad. Vamos a limpiar el país de todos ustedes; los vamos a matar a todos". No bien enterada aún de su liberación, Ana María Moreyra volvía a escuchar el mismo tono de amenaza que le había perseguido durante su infierno en los últimos 45 meses. El que le hablaba vestía de civil. Era corpulento, de piel cetrina y estatura media, nariz torcida, bigote poblado, pelo muy corto al estilo cuartelero y pistola al cinto.Acompañada de un agente penitenciario caminó unos minutos, atravesó dos puertas custodiadas por centinelas armados y se encontró sola en la calle. El sol estaba cayendo. No tenía dinero ni documentos, ni sabía dónde estaba. Al cabo de un rato se dio cuenta de que se encontraba en un camino asfaltado. Un automovilista se ofreció a llevarla hasta un pueblo cercano, donde le ayudaron.

Supo que era la víspera de la Navidad de 1982 y que su última cárcel estaba en Eceiza, cerca de Buenos Aires. La habían detenido un lunes de la segunda semana de marzo de 1979 en un pequeño apartamento de Rosario, donde vivía con su hija Ana Elena, de cuatro años, que, por suerte, estaba en casa de familiares. Ana María era maestra. Tenía por aquel entonces 32 años.

Al atardecer golpearon la puerta y al abrirla entraron nueve civiles armados. Esposadas las manos a la espalda y con una capucha de lana en la cabeza, fue obligada a tumbarse en el suelo de un vehículo, posiblemente una furgoneta. Tres de los asaltantes se sentaron apoyando los pies en su cuerpo.

"Aqui traigo otro paquete"

Después de recorrer como máximo 40 minutos, a veces por calles céntricas, el vehículo se detuvo a una orden militar de "¡Alto!". Oyó que se levantaba una barrera y poco después otra. La introdujeron en un recinto donde el jefe del grupo dijo: "Aquí traigo otro paquete". Siempre encapuchada, fue ¿onducida a través de un pasillo de unos 30 pasos hasta una celda, donde esposaron una de sus manos a la cabecera del camastro. Más adelante podría comprobar que a ambos lados del corredor había 14 celdas con paredes abiertas por arriba.

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Al día siguiente entraron tres veces en su celda para preguntarle el nombre y su domicilio. Había decidido mantener su identidad falsa de Lidia Beatriz Cibanik, con la que había alquilado el piso, ya que su ficha debía estar en los archivos policiales, al haber permanecido encarcelada tres años durante la anterior dictadura militar.

Esa noche la introdujeron nuevamente en un vehículo, tumbada en el suelo y con tres pares de pies encima. Se detuvieron ante una puerta que corría sobre rieles. Recuerda que al caminar chocó contra varios coches, lo que le hace suponer que era un garaje. La metieron en una habitación, donde la desnudaron y le quitaron la capucha. En el lugar había una mesa con mandos eléctricos, un reflector, una radio, un magnetófono grande, tres camas elásticas y varios ganchos con cadenas en la pared.

Fue amarrada a una cama con los brazos y piernas abiertos. En las dos camas restantes reconoció a las hermanas Rosa y Ángela Melgarejo, de 17 y 22 años, que solían acudir a sus conferencias comunitarias. Dos hombres estaban de pie, esposados. Uno de ellos era el compañero de Ángela, Marío, trabajador del puerto. El otro era también del barrio. Se llamaba Horacio Lucero. El que la sujetaba le dijo: "A tu hermano Eduardo, los de jefatura le tiraron de la terraza por montonero".

Los torturadores eran ocho. A Ana María Moreyra le aplicaron la picana eléctrica por todo el cuerpo. A pesar de que las descargas eran de poca intensidad casi perdió el conocimiento. Para silenciar los gritos pusieron música a todo volumen. "Sigan gritando, que no se les oye", decían. Luego subieron el voltaje hasta hacer arquearse el cuerpo. Finalmente, las violaron varias veces. Recuerda vagamente que fue trasladada de nuevo a su celda, con ropa que no era la suya.

Al día siguiente (llevaba ya más de 48 horas sin comer ni beber) fue llevada de nuevo a la sala de tortura. Sólo estaba Ángela. Uno de los custodios comentó: "A Rosita, que estaba muy buena, la regalamos al batallón de infantería". En esa ocasión, sólo le aplicaron la picana y le colocaron sobre los oídos unos auriculares que transmitían un zumbido muy agudo. Por primera vez trataron de averiguar nombres de dirigentes sindicales, pero sin especial insistencia.

Después de esta segunda sesión, ya en su celda, le dieron alimentos por primera vez: una jarra de mate y pan viejo. También la condujeron al retrete. Más adelante le darían un guiso de arroz con menudillos de gallina. Varios equipos de carceleros se turnaban en su custodia. Unos la dejaban ir al baño, otros le quitaban la capucha y alguno aprovechaba para manosearla. A veces podía ver la olla del rancho a través de la ventana. Variaba de tamaño según el número de detenidos. Fue más grande al comienzo y al final de su cautiverio.

Ana María cree que estuvo en ese lugar hasta mediados de 1980; en cualquier caso, hasta después del verano, que en el hemisferio austral termina en marzo. Sacó esta conclusión porque hubo una época de muchos mosquitos. Los carceleros a los que pudo ver vestían ropa militar de faena. Por los edificios que asomaban a su ventana, está convencida de que el lugar era el Regimiento 121 de Rosario.

En una ocasión la interrogaron en una habitación diferente. Estaba sin capucha, con la cara contra la pared; pero, en un momento, volteó la cabeza y creyó reconocer en su interrogador al general Jáuregui por las fotos que había visto en los diarios. Era el comandante del Segundo Cuerpo de Ejército, con sede en Rosario. "Usted es Jáuregui", le dijo. El militar respondió: "Usted no tiene derecho a hablar si no se le pregunta, porque no existe".

Repetidas veces la llevaron a la sala de tortura. Coincidió a menudo con Ángela Melgarejo y dos muchachas a las que no conocía. En una ocasión vio que aplicaban la picana a una mujer con un embarazo muy avanzado. Un individuo con estetoscopio al cuello examinaba de vez en cuando a la mujer. Otro hombre, esposado y sujeto por dos custodios, era obligado a contemplar la sesión.

"No vas a salir viva de acá"

La mujer sufrió una hemorragia vaginal. El presunto médico la examinó e hizo señas de que podían continuar. Poco después tuvo un espasmo y se quedó rígida. El del estetoscopio se acercó a ella y comentó: "Parece que se les fue la mano". Entonces el prisionero se lanzó sobre la cama. Uno de sus vigilantes le disparó a la nuca. Ana María se desmayó. Cuando recobró el conocimiento la pareja ya había sido retirada. Uno de los torturadores le dijo: "Mírame; total, aunque me reconozcas no vas a salir viva de acá".

En este período de detención fue sacada al patio varias veces junto con otros prisioneros. Todos ellos eran colocados de espaldas a la pared, frente a cuatro o cinco militares que disparaban contra ellos. Uno de los detenidos, que sufría espasmos epilépticos, fue alcanzado por una bala. Desconoce lo que ocurrió luego, porque la llevaron a su celda.

A mediados de 1980 fue trasladada a otro centro de reclusión, que a su juicio era la fábrica de armas de Rosario. Directamente fue introducida en una habitación que tenía un instrumental similar a la sala de tortura que ya había conocido. Aquí había, además, una pila de agua. En la sala, tres hombres se llamaban entre sí teniente Machado, teniente coronel Kremer y Pardo Bazán. Nombres con toda seguridad falsos. Ana María cree poder reconocerlos. En esa ocasión no la torturaron; se limitaron a mostrarle a tres prisioneros a los que el teniente Machado se ufané de haber castrado con una navaja.

Fue conducida luego a un patio cuadrangular. La sala de tortura a la que conocían como la cueva daba a uno de sus lados. Los otros tres estaban ocupados por celdas enrejadas. En el centro había cuatro postes con una argolla cada uno. No había retrete, de forma que los presos tenían que defecar en su celda. De cuando en cuando, la regaban con una manguera.

A los cuatro días fue llevada de nuevo a la cueva; le aplicaron la picana nuevamente. Kremer solía hacerlo en los genitales, "para que se acuerden de mí". Ordenó que trajeran a la mujer que estaba atada al poste del patio. Creyó reconocer en ella a Liliana Montanaro, que había coincidido con ella en la prisión de Villa Devoto entre 1971 y 1973. Le faltaba un ojo. Mientras la obligaban a presenciar la tortura evacué involuntariamente. Machado dijo: "Llévense a esta porquería y tírenla de la torre". Al regresar a "Usted ni tiene derecho a hablar porque no existe" su celda vio unos restos humanos sanguinolentos que pennanecieron en el patio por dos días.

Decenas de veces pasó por la cueva. En una ocasión insultó a Machado, tras lo cual éste le aplicó corriente eléctrica simultáneamente en la vagina y los ojos. Recuperó el conocimiento cuando estaba atada, desnuda, a uno de los postes del patio. Allí permaneció una semana. Otro día, Kremer, que era un obseso de la limpieza, se indignó porque no pudo retener sus heces. Le salvó de la torre el que en ese momento entrase un guardia que le dijo: "El pendejo ya nació", a lo que contestó el otro: "Que se lleven a la calle Rioja y que devuelvan a la mujer adonde la trajeron".

Esta alusión a la calle Rioja parece relacionada con una clínica que funcionó en ese lugar de Rosario, bajo la supervisión directa del general Jáuregui. Al parecer, este centro traficaba con niños recién nacidos.

En una de las sesiones de tortura, Ana María pudo ver cómo uno de los guardianes, al que llamaban Caballo loco, recortó con una hoja de afeitar la piel de un prisionero atado. Primero, un brazo; luego, el pecho, y finalmente, el otro brazo. Un día que regresaba a su celda vio esposada al poste a Noemí Arias, que la conocía por ser hermana de una antigua compañera suya de prisión. Al pasar junto a ella musitó: "Ana".

Afecciones en ovarios, hígado y riñones

Al día siguiente, Kremer estaba furioso: "Creíste que nos ibas a engañar", gritaba. Habían descubierto su verdadera identidad después de tomar sus huellas dactilares, cosa que no habían hecho hasta entonces, por increíble que parezca. Durante semanas la golpearon, le introdujeron la cabeza en la pila de agua hasta la asfixia y le conectaron cables por todo el cuerpo. Calcula que hacia el verano de 1982, Kremer le comunicó que había sido condenada a 25 años de prisión en consejo de guerra y que la iban a trasladar.

Para esa época, Ana María ya no podía sostenerse en pie. La trasladaron a una celda con olor a cera. Comenzó a vomitar todo lo que comió. Estaba en un estado de semiinconsciencia. Un médico determinó que padecía hepatitis, por lo que la llevaron al hospital penitenciario de Villa Devoto, que ella ya conocía. Con la ayuda de unas inyecciones empezó a recuperarse lentamente, aunque levantarse de la cama le costaba toda la mañana. Estaba en un pabellón de unas 15 camas. Reconoció en su vecina a una muchacha que había estado también en la fábrica de armas. Finalmente, la trasladaron a una especie de casa de campo militar, donde cambió radicalmente su régimen de vida. Le dieron ropa, comía fruta y las camas tenían sábanas. Aquí fue donde, el 24 de diciembre del año pasado, le comunicaron su libertad.

Un mes más tarde obtuvo pasaporte y se trasladó primero a Brasil y luego a México, donde vive desde el 6 de mayo. Tres años y nueve meses de prisión le han dejado como secuela afecciones en ovarios, hígado y riñones; dolores permanentes en la columna vertebral, problemas circulatorios y varias alergias crónicas. Pero, al final, ella consiguió salir del infierno. Su terrible testimonio obra en poder de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y del grupo de Naciones Unidas que estudia el caso de los desaparecidos políticos. Cuando ella fue liberada en Eceiza aún había prisioneros con vida.

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