Tribuna:

La ceremonia del canje

La situación circunscribe el problema. Mientras la salud figuró entre los dones naturales, sanar era una reconquista. La salud es hoy un derecho al que se accede gracias a la justicia social. Los que se sienten enfermos reclaman este derecho, usan la enfermedad como credencial para penetrar en los recintos sagrados donde la ciencia médica tiene su aposento. Ha cambiado la situación, los problemas son, pues, otros. El enfermo sufre una carencia de salud y la salud es un bien de consumo que se regula mediante normas y decretos.A este derecho conciernen cuestiones de diferente calado. Los ...

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La situación circunscribe el problema. Mientras la salud figuró entre los dones naturales, sanar era una reconquista. La salud es hoy un derecho al que se accede gracias a la justicia social. Los que se sienten enfermos reclaman este derecho, usan la enfermedad como credencial para penetrar en los recintos sagrados donde la ciencia médica tiene su aposento. Ha cambiado la situación, los problemas son, pues, otros. El enfermo sufre una carencia de salud y la salud es un bien de consumo que se regula mediante normas y decretos.A este derecho conciernen cuestiones de diferente calado. Los problemas importantes, aquellos que hacen peligrar la supervivencia, se les denomina desafíos. Heilbroner, no hace mucho, suscribió una lista de los más perentorios. Si en España se hiciera lo propio habría que colocar en cabeza de los desafíos el misterioso mal que nos aflige, conmueve e irrita. A todos, incluido el señor ministro del ramo, nos concierne el desafío. El señor ministro confunde el reto de un contrincante político con el auténtico desafío que procede de la magnitud del problema, de la ausencia de progresos eficaces, de las muertes producidas, de las secuelas que habrá de acarrear esta enfermedad tan confusa. Todas estas cuestiones nos reclaman, desafían y nos hacen corresponsables.

Sorprende la respuesta que la Administración ha dado al desafio. Primero ha sacado la cuestión de su situación originaria, transformando un problema sanitario en policial, que luego habrá de convertirse en judicial. Una vez confirmados los responsables oficiales, se les adjudicará la pena que les corresponda. Los expertos en salud pública, los responsables de la bondad y condiciones adecuadas de los alimentos que el pueblo consume en verdad, no los etiquetados únicamente, como parece dar a entender la información oficial, saldrán del embrollo inmunes, sin que la realidad fáctica, que les apunta con el dedo, sirva para modificar un sistema de salud comprobadamente inadecuado para las circunstancias y las crisis en que la salud peligra verdaderamente.

Ritual

En un segundo movimiento mitificador ha recurrido a la fantasía imaginaria hablándonos de micoplasmas, de neumonías, de tratamientos ficticios, preparando la siembra de la superstición vigente por la cual el ciudadano de a pie se va viendo obligado a creer que en el aceite dichoso hay un duende satánico, un «gremlin» como el que provocaba las pérdidas inexplicables de los aviones aliados en la segunda guerra mundial.

Y a estos mitos, los correspondientes ritos. Importa conservar en buen estado el mito de la sanidad pública, la ficción de la prevención, la vacuna obligatoria, sin entrar a profundizar en la situación real del sistema que podría permitir una revisión, una enmienda, una adecuación a las demandas que se producen de hecho. Si desde cada provincia que, en su día, formará con otras las regiones autonómicas de la España democrática han de ser remitidos a los laboratorios centrales de Majadahonda las muestras, los aceites, los tejidos y los presuntos gérmenes, no es fácil entender la descentralización que se predica.

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Está en marcha el ritual, la ceremonia del canje de las vasijas. El personal entrega sometido, humillado, avergonzado, las garrafas diabólicas, los envases satánicos, para recibir a cambio otro recipiente purísimo y purificador, cuyo contenido se le supone analizado y desprovisto del «gremlin» iracundo y atroz. Esa misma confianza, con el acicate de la baratura, indujo a la clase modesta española a adquirir el producto que, en tanto carece de etiqueta, parece ser ajeno al afán y obligaciones de los bromatólogos que, al menos en el papel, disponen, hasta en provincias, de laboratorios y medios que es de presumir que sean suficientes, puesto que desde la tarima de estas instituciones se dictan cursos periodísticos de Bromatología y se conceden diplomas que acreditan como expertos a los alumnos asistentes.

No es precisamente necesario entrar en filigranas lingüísticas en torno a cuestiones periféricas y, a la sazón, triviales. Los causantes del tráfico del producto, de su comercialización, no son la causa de la enfermedad que todavía se ignora en sus manifestaciones clínicas rigurosas, a pesar de que desde un principio se divulgó a bombo y platillo la noticia de que la sanidad oficial contaba con el oportuno tratamiento específico.

Ni se conoce bien la clínica, ni la etiología, ni siquiera hay el menor indicio de que se quiera poner remedio a la situación que esta tragedia, que recae sobre el pueblo español, denuncia claramente. Servir a España, hacer posible una democracia estable, requiere, desde la perspectiva de la sanidad pública, que aquellos que toman las decisiones respondan a las preguntas, a las peticiones de explicación que formulen todos los que sufrimos las consecuencias. Parece, sin embargo, que el mundo de los expertos en materia de salud pública no tiene por qué dar explicaciones a nadie, ni siquiera ahora que el rigor de los impuestos eleva las exigencias del trabajo de aquellos que estén servidos, y al servicio también, del conjunto social.

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