Editorial:

La guerra del campo

EL CAMPO no ha estallado. Las jornadas de protesta campesina que han conocido recientemente las provincias andaluzas no han supuesto un conflicto radical, pero no por eso han dejado de constituir un síntoma inquietante, una primera voz de alarma sobre la situación social en la agricultura española. No ha habido ocupa ciones de tierras, o al menos no han pasado de ser operaciones aisladas, simbólicas y no excesivamente radicales. Pero el malestar existe, los problemas continúan y se agravan cada día que pasa. El campo no ha estallado pero la posibilidad de un estallido sigue en pie.Resulta verd...

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EL CAMPO no ha estallado. Las jornadas de protesta campesina que han conocido recientemente las provincias andaluzas no han supuesto un conflicto radical, pero no por eso han dejado de constituir un síntoma inquietante, una primera voz de alarma sobre la situación social en la agricultura española. No ha habido ocupa ciones de tierras, o al menos no han pasado de ser operaciones aisladas, simbólicas y no excesivamente radicales. Pero el malestar existe, los problemas continúan y se agravan cada día que pasa. El campo no ha estallado pero la posibilidad de un estallido sigue en pie.Resulta verdaderamente irrisorio escuchar a estas alturas de boca de algunas autoridades que hay que hacer la reforma agraria. Más de siglo y medio después de que Colmeiro la reclamara en las Cortes de Cádiz de 1812 estas dos palabras constituyen el eslogan político más vacío de sentido, a lo largo de todas las épocas y todos los regímenes, y al mismo tiempo una flagrante acusación. La situación del campo en España es angustiosa, su problemática social verdaderamente dramática, y las únicas variaciones que se han registrado a lo largo de este siglo y medio han surgido por fenómenos exteriores al sector agrario: las transformaciones sociológicas del país, con la emigración del campo a la ciudad y la emigración al extranjero de los lustros pasados, el boom del turismo y la industrialización de España. Estos tres factores, ajenos en principio a la problemática campesina, son, los que han reformado, en tanto en cuanto ha habido reforma, que ése es otro cantar, la agricultura española.

La clásica imagen de la contrata diaria de jornaleros en el verano andaluz ya no representa la realidad española, desde luego. España, ya no es eso: pero todavía esa imagen tópica forma cruelmente parte de nuestra realidad. Cien mil jornaleros en paro en las ocho provincias andaluzas constituyen un fenómeno dramático y explosivo, y que muestra a las claras que la crisis económica que atraviesa el país entero- donde ya rozamos el millón de-parados, superando la media europea- se ha agudizado precisamente en el sector más olvidado de nuestra economía. Y hay que tener en cuenta que este centenar de miles de parados carece de seguro de desempleo,dada la especial regulación de su seguridad social. Todavía no están en pie de guerra, pero está latente el riesgo de que se llegue a una explosión. Pues a los problemas económicos y de subsistencia se suman los sociológicos, el tradicional abandono de la vida campesina por parte del Estado y los de coyuntura: los sectores que tradicionalmente absorbían la mano de obra excedente -como han sido la construcción y la hostelería- también se hallan en difícil situación y resultan incapaces de recibir más trabajadores.

Los 6.000 millones de pesetas dedicados por el Gobierno para el llamado empleo comunitario no constituyen una auténtica solución. En muchos casos son subvenciones a título personal y casi a fondo perdido, dádivas otorgadas sin la más mínima rentabilidad, que no repercuten sobre la economía de las regiones en las que se aplica y que en el fondo no son más que una manera de acallar las protestas y evitar el planteamiento de graves problemas de orden público. Se trata de una medida, pues, ineficaz y cara, que financia el mantenimiento del orden público. Lo peores que al margen de esta medida la imaginación gubernamental parece haberse secado.

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La agricultura española sólo sobrevivirá con una auténtica reforma en profundidad, con una verdadera política agraria, que es algo que ha brillado por su ausencia a lo largo de la historia española. Hay que industrializar las regiones, reordenar los cultivos, establecer un sistema de formación de precios agrarios justo y realista y buscar nuevos mercados para los productos del campo. Y al mismo tiempo proteger la cultura campesina, facilitar el acceso de las regiones y comarcas más retrasadas a los servicios normales de la sociedad española, a los bienes de la sociedad de consumo. Y, desde luego, reglamentar de una vez la seguridad social agraria, extender y controlar el seguro de desempleo, dentro del régimen general de la Seguridad Social española al cual los campesinos, los jornaleros, ciudadanos como los demás, tienen legítimo derecho. Los partidos de izquierda y los sindicatos democráticos, por el momento, parecen controlar en gran medida la situación; pero, al mismo tiempo, y ello es perfectamente natural, la capitalizan en provecho propio, sobre todo con fines electoralistas cara a las municipales. Tal vez un gran sobresalto municipal sea necesario para que el Gobierno y la España democrática se decidan de una vez a plantearse la urgencia de una política agraria global y eficaz.

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