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Juegos Olímpicos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los Ángeles 84: abuelo, cuéntame otra vez

Éramos un grupo grupo talentoso, competitivo, polémico y sobre todo disfrutón que la fortuna juntó para vivir, junto al aliento de un país, un verano inolvidable

Juegos Olimpicos Los Angeles 84
Díaz-Miguel y varios jugadores, a su llegada a Barajas.

Pero que sea la última. Érase una vez, allá por la década de los 80, que el deporte español vivía época de penurias. El fútbol, monopolizador de casi todo (o sea, como ahora) había fracasado sonoramente en el Mundial 82, el de Naranjito. No le iba mejor a otras especialidades, y nuestros referentes como Perico Delgado o Seve Ballesteros surgían más por generación espontánea que como resultado de planificación o ayuda. Lo que no dejaba de ser un reflejo de la situación del país, que intentaba poco a poco quitarse los kilos de caspa y complejos que se habían acumulado en décadas de dictadura.

Así estaban las cosas cuando un grupo de chavales muy altos empezamos a llamar la atención. El primer aviso vino con un inesperado triunfo ante EE UU en el Mundial de Cali 82. Sí, sí, a EE UU, los puñeteros amos del baloncesto. El segundo, al año siguiente, tuvo más épica si cabe, pues valió una medalla de plata. Esta vez la víctima fue la URSS. Sí, sí, la casi invencible URSS de Sabonis y Tatchenko, el gigante bigotudo y bonachón. Pero nosotros teníamos a Súper Epi, uno de los primeros superhéroes españoles, que metió la canasta definitiva.

Esto estaba muy bien, pero claro, unos Juegos Olímpicos eran palabras mayores. ¡Y en Los Ángeles! ¡Y en el Forum donde jugaban Magic y Kareem!. A pesar de ser los subcampeones europeos, el primer día que entramos en ese mítico pabellón se nos puso cara de Pepe Isbert en Bienvenido Mr. Marshall. Pero incluso con la boca abierta, formábamos un gran grupo, con mucho talento y años compitiendo juntos. Sin un plan específico de objetivos, fuimos despachando a Canadá, Uruguay, Francia y China (¡cómo pegaban!). A EE UU le perdonamos la vida perdiendo por 33 puntos pero mereció la pena por ver de cerca a un chavalín que apuntaba maneras. Un tal Michael Jordan, que cada vez que cogía el balón provocaba un escalofrío que recorría la grada.

Pasado el huracán MJ, volvimos a lo nuestro, que era, como decía nuestro líder Corbalán, ir al tran tran, lo que ahora se conoce como ir partido a partido. Fundimos a Australia en cuartos y a Yugoslavia en semifinales, el día en el que las capas de Supermanes las llevaron Matraco Margall, Llorente, Romay y una zona que resultó clave. La medalla de plata estaba asegurada pero tampoco te creas que nos volvimos locos en el vestuario. Así de sobrados (o inconscientes) éramos.

El golpe de realidad llegó justo antes de la final, cuando recibimos unos sacos llenos de miles de telegramas (no, no había Internet todavía) llegados desde España, lo que indicaba que la que se estaba liando era muy gorda. Resulta que cada madrugada de partido millones de personas se estaban reuniendo para vernos y animarnos a distancia, creando un recuerdo colectivo que hoy en día, pasados cuarenta años permanece muy vivo en sus memorias. En casa, en un bar, en una discoteca, con familia, amigos, amores, todo valía para disfrutar de un equipo que de alguna forma representaba una España mucho más moderna, ambiciosa y preparada para competir sin complejos.

De la final poco hay que decir. Mejoramos prestaciones (solo perdimos por 31), pasamos el trago de la mejor forma posible y Romay le puso dos tapones a Jordan que la mayoría de compañeros pensamos que fueron sin querer. Volvimos como héroes a España, recibimos mil y un homenajes, el baloncesto sufrió un boom sin precedentes, llegaron los recursos a muchas especialidades con motivo de los Juegos de Barcelona 92 y ya nada fue igual en el deporte español.

En cuanto a nuestro grupo, perdimos pronto a Fernando Martín, que antes de su desgraciado fallecimiento derribó la puerta de la NBA demostrando que todo era posible. También han caído en el camino Antonio Díaz-Miguel, pieza clave de esta historia, el Pitu Lluis, complemento necesario de Antonio, Jorge Guillén, el doctor más guapo de la historia, y el gran Manolo Padilla, delegado para todo, sobre todo para aguantar las neuras de Antonio.

Los demás nos seguimos viendo con cierta regularidad, y cuando lo hacemos, recuperamos durante unas horas los roles de hace cuatro décadas (salvo Matraco Margall, que ahora habla). Y volvemos a ser aquel grupo talentoso, competitivo, complementario, variopinto, descreído, irónico, polémico y sobre todo disfrutón que la fortuna juntó para vivir, junto al aliento de un país, un verano inolvidable.

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