La resurrección que inspiró San Mamés
Tras sufrir un daño cerebral en 2018, y cuando no sabía si volvería a andar, Miriam Martinez se agarró a una esperanza: pisar el césped del estadio que veía desde la ventana del hospital donde ingresó. Un sueño que cumplió tres años más tarde con una medalla olímpica colgada del cuello
La vida que a los 28 años estrenaba la ingeniera Miriam Martínez se esfumó de golpe en noviembre de 2018. Poco después de mudarse de Alicante a Bilbao y dar un importante salto profesional para trabajar en una constructora, empezó a sentir unos extraños hormigueos que un día, repentinamente, se convirtieron en una parálisis en la pierna y el brazo izquierdos y en el rostro. Alarmada, acudió a la clínica IMQ Zorrotzaurre antes de perder el conocimiento y despertar, horas más tarde, en la UCI con dificultades para hablar y respirar. Los 23 días que pasó allí tras sufrir un grave daño cerebral fueron, asegura, como volver a nacer. En un sentido literal, porque tendría que aprender de nuevo a masticar o atarse los cordones, y en un sentido más profundo, porque mirando por la ventana de esa habitación encontró la forma de reconstruir su destino roto. “Cada noche veía cómo se encendían las luces de San Mamés. Era un momento mágico, una pequeña fiesta. Me imaginaba a los futbolistas y me obsesioné con que un día yo correría sobre ese césped”, rememora. En solo tres años, pasaría de tener medio cuerpo inmovilizado a levantar una medalla de plata en los Juegos Paralímpicos de Tokio, una resurrección por la que sería homenajeada en el campo del Athletic Club.
Miri, como la conocen sus íntimos, siempre fue una gran deportista. Antes de quedarse postrada en una cama había practicado escalada, atletismo y, sobre todo, fútbol. De pequeña, recuerda regresar a casa llena de moretones en las rodillas y haber roto varias macetas de un balonazo, para disgusto de su madre. En Ibi, una ciudad de unos 20.000 habitantes a media hora de Alicante, jugó rodeada de chicos hasta los 14. “Me dijeron que debía buscarme un equipo femenino. El problema es que no tenía ninguno cerca”, explica.
Decidió pasarse entonces al fútbol sala e ingresó en el Santa Rosa de Alcoi, donde no tardó demasiado en llegar a la primera plantilla femenina y en disputar una promoción de ascenso a División de Honor, la máxima categoría nacional. Pero al no ver un horizonte profesional en ese mundo, como tantas otras compañeras, se fue volcando cada vez más en su otra carrera, la de ingeniera de edificaciones. Al menos hasta el fatídico “accidente” que invirtió súbitamente sus prioridades y le hizo volver a abrazar el deporte como un “camino hacia la salvación”.
Los doctores le diagnosticaron “una enfermedad autoinmune neurodegenerativa rara”, causante del daño cerebral sufrido, y le llegaron a decir que si volvía a andar podría darse por satisfecha. Aun así, ella seguía pensando en correr. Sus padres la apoyaron desde el primer instante. La madre, a la que nunca le gustó demasiado el fútbol, le trajo al salir de la UCI una camiseta de Aduriz, “que no me quitaba nunca”, cuenta, y la acompañó en los seis meses de sesiones de rehabilitación que tardó en volver a andar sin caerse. El padre, que había sido mediofondista aficionado, empezó a prepararle entrenamientos en la playa y en la montaña cuando la tuvo de vuelta a casa. Se ataba una cuerda que unía su cintura con la de su hija y corría, tratando de hacer que las piernas de ella respondieran. En una de esas tardes, sentados al atardecer en la arena viendo el sol caer, Miri le planteó un sueño: “¿Te imaginas que un día voy a unos Juegos Olímpicos?”. Él, con lágrimas en los ojos, le prometió: “Si tú quieres, llegaremos”.
Con asesoramiento paterno, la alicantina buscó una disciplina en la que su movilidad reducida en la pierna izquierda y sus dificultades para sostener objetos con la mano izquierda no fueran un gran escollo. Eligieron el lanzamiento de peso y, a poco que se puso en manos de Ainhoa Martínez, destacada lanzadora y entonces directora de un centro de atletismo en Gandia, su progresión fue meteórica. Tras poco más de un año de práctica, en mayo de 2021, se impuso a todas sus contrincantes en su debut en el Europeo paralímpico de Bydgoszcz, en Polonia. Y ese mismo verano, para asombro suyo y de los que más la querían, regresó de los Juegos Paralímpicos de Tokio con una medalla de plata colgada al cuello.
Miriam Martínez conquistó la medalla de plata en los Juegos Paralímpicos de Tokio, en el verano de 2021. Lo hizo después de hacer volar la bola de tres kilos de acero hasta los 9,62 metros de distancia, su mejor marca personal hasta la fecha, y tras superar uno de los peores brotes de la enfermedad autoinmune que sufre.
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A seis días de la final, su participación parecía inviable. “Me caí al suelo y de repente no podía respirar. Fue como volver a empezar de cero. Tuve que subir a la azotea del hotel e intentar volver a andar sin caerme. Era muy duro pensar que habiendo llegado hasta ahí tuviera que renunciar. Le puse todo mi amor y pasión”, revela.
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De esos momentos de dificultad no dijo nada a sus allegados y ellos, cuando la vieron aparecer para lanzar en televisión, no notaron nada raro. Miri dice que casi no podía caminar, pero que sacó fuerza de no sabe dónde y al ver su registro en el marcador del estadio se dijo: “No sé cómo lo hemos hecho, pero lo hemos hecho”.
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Por culpa del esfuerzo, cuando regresó de los Juegos tuvo que pasarse varios días en una silla de ruedas. Sus padres, que descubrieron el sufrimiento que pasó en soledad, reaccionaron al verla con una mezcla de angustia y orgullo infinito por la valentía de su hija. “La cara de mi padre no se me va a olvidar nunca”, apunta.
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A la gesta en Japón le sucedieron entrevistas en medios de comunicación, un homenaje en su ciudad natal y una propuesta muy especial que le sirvió, simbólicamente, para cerrar esa nueva etapa que comenzó en Bilbao. El Athletic Club, que ya la había felicitado por su éxito a través de Twitter, la invitó a visitar ese templo que fue su esperanza en la UCI. “Entrar en San Mamés me hizo sentir más fuerte que nunca. Saber que hace nada estaba al otro lado de la ría, en el hospital, con dificultades para hablar o respirar, fue una forma de darme cuenta lo que había sido capaz de superar”, relata sobre un sentimiento athleticzale que le hizo abandonar una infancia azulgrana para abrazar “los valores y el pundonor” del club vasco.
Hoy, sin embargo, Miri está sufriendo las consecuencias negativas de sus éxitos deportivos. El sobresfuerzo que hizo para llegar a los Juegos le pasó factura y en el último ha año ha estado largas temporadas, de nuevo, en el hospital. Hace poco un brote de su enfermedad le causó una meningitis y desde el día que se colgó la plata casi no ha podido volver a entrenar el lanzamiento sobre la pista. Pese a todo, ella mira adelante, como siempre, con ilusión, y ya piensa en empezar a preparar la próxima cita olímpica, París 2024. Mientras tanto, encuentra consuelo en lo de siempre: el fútbol. Ahora que vive en Madrid, en vez de fijar la vista en el estadio de San Mamés, se baja a los campos de fútbol del barrio de Canal, donde se juegan partidos entre aficionados todas las noches, y sentada en un banquito, pone en marcha toda esa maquinaria soñadora que le hizo caer y levantarse mil y una veces. “Ver un partido siempre es un momento de inspiración”.
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