El peso simbólico de la camiseta de la selección
Juan Antonio Corbalán, Felipe Reyes y el jovencísimo Izan Almansa hablan sobre los valores que constituyen el ADN del equipo nacional de baloncesto
Hay una línea invisible que une el tapón de Fernando Romay a Michael Jordan en la final de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984 y el mate de Rudy Fernández sobre Dwight Howard en la final de los Juegos de Pekín 2008; un cordel inmaterial que liga las muñecas de todos los que alguna vez han saltado al parqué compitiendo con la camiseta de la selección española. Porque la identidad y los valores de ese equipo que en sus últimos y exitosos años ha dado en autodenominarse la Familia no es el resultado de juntar los talentos de cada integrante. No. El todo es mayor que la suma de las partes.
Está compuesto por las experiencias que desde los ochenta han ido nutriendo y haciendo crecer nuestro baloncesto, hasta situarlo en la cima (dos veces campeones del mundo, en 2006 y 2019), por todo ese bagaje que cada recién llegado hace automáticamente suyo. Ponerte la camiseta te emparenta con mitos como Pau Gasol o Juan Carlos Navarro, como Epi o Fernando Martín, pero también te obliga a una forma de actuar: con compromiso, exigiéndote lo máximo, con generosidad hacia el compañero. Que el relevo de los últimos en acariciar las mieles de la cumbre como Ricky Rubio o Marc Gasol sea feliz depende de no perder nunca esa esencia. Y eso lo cuentan los propios implicados que están compitiendo en este Eurobasket y que viajarán para los octavos de final a Berlín para disputarse un pase a los cuartos el sábado 10 contra Lituania.
¿Cómo se transmite? ¿Cómo se ha logrado que esa cadena no se rompa en ningún eslabón? Le preguntamos a leyendas de tres generaciones que se han ido pasando el testigo como Juan Antonio Corbalán (Madrid, 1954), Felipe Reyes (Córdoba, 1980) y el más joven de todos, el murciano de solo 17 años Izan Almansa, MVP del Mundial U17 y del Eurobasket U18, sobre cuyos hombros descansará la responsabilidad de que la Familia siga siendo la Familia en el futuro.
El verano de 1984 constituye uno de los momentos fundacionales de nuestro baloncesto. El equipo español había conectado con el público: competía de tú a tú con las grandes potencias, venía de disputar la final del Europeo de 1983, se televisaba en horario de máxima audiencia a un grupo que despertaba simpatía. Daba imagen de modernidad, con un entrenador, Antonio Díaz Miguel, que además era ingeniero y diseñador de moda o varios jugadores universitarios, como el propio Corbalán, que tras retirarse se dedicaría ni más ni menos que a la cardiología. A los españoles les gustaban aquellos tipos que con camiseta roja y pantalón corto azul les representaban a todos.
Aquel agosto España disputó el que tal vez sea el partido de baloncesto más importante del país hasta la gesta de los Juniors de Oro, que ganaron el mundial de su categoría frente a EE UU en Lisboa en 1999. En la semifinal se medían a una Yugoslavia que en la anterior cita olímpica se había proclamado campeona y que llegaba al cruce contra España invicta (6-0). Un equipo en el que ya empezaba a destacar un bisoño Drazen Petrovic.
En la primera mitad España no logró encontrar fluidez, pero gracias a la dirección de juego de Corbalán y José Luis Llorente, al acierto de cara al aro de Margall y a la defensa de Fernando Romay logró irse al descanso con solo cinco puntos de desventaja en el marcador: 35-40. Había buenas sensaciones para la segunda, con una leve mejoría podrían con los balcánicos… Y así fue: a falta de cinco minutos para el pitido del árbitro la brecha era de ocho puntos: 63-55 para España, momento en que se vivió un último atasco ofensivo. Algo dejó de carburar, la soñada final contra EE.UU. estaba muy cerca, pero faltaba un último empujón. La visión y el movimiento de pelota de Corbalán disiparon cualquier atisbo de duda. Con una última canasta, el pívot Fernando Romay colocó el definitivo 74-61.
Luego, la final se compitió —el propio Romay presumirá siempre de haber sido el único jugador español que colocó un tapón al tal vez mejor jugador de todos los tiempos Michael Jordan—, pero aún mediaba un abismo entre los estadounidenses y el resto que se tradujo en un 96-65 en el fórum de Inglewood, hogar de los Lakers; una distancia que cada vez se ha ido reduciendo —sin ir más lejos, desde la temporada 2018/19 los últimos galardones a mejor jugador de la NBA se los han llevado jugadores europeos, Giannis Antetokoumpo y Nikola Jokic—.
El refranero dice ‘bien está lo que bien acaba’. Yo siempre creí que los valores ennoblecían los logros humanosJuan Antonio Corbalán
“La canasta es un objetivo”, aduce Corbalán, algo que, en su opinión, “casa mal con los valores. De hecho, el refranero no se cansa de apuntarlo: bien está lo que bien acaba. Lo importante suele ser el qué, no el cómo”, reflexiona el histórico base. No obstante, él no está de acuerdo: “Yo sí creí siempre que los buenos valores ennoblecían los hechos, los logros humanos”. Según Corbalán, una de las vías mediante las cuales la selección ha ido consiguiendo transmitir de una generación a la siguiente sus virtudes ha sido, precisamente, confiar en los jóvenes, “quienes muchas veces han sido los que nos enseñaban caminos inexplorados a los veteranos”. “Yo destacaría la confianza en uno mismo y en los frutos del trabajo diario: la capacidad para sentirte protagonista cuando no apareces en el guion”.
Con la generación de los nacidos en 1980, Felipe Reyes, Pau Gasol, Juan Carlos Navarro, Berni Rodríguez, estalló la revolución. España pasaría de ser una de las potencias siempre candidata al podio, el lugar en el que la establecieron Corbalán y compañía, a convertirse en la gran referencia mundial, obviando a la siempre sobresaliente EE UU. El grupo de juniors venía de ganar el Europeo de 1998 y, en Lisboa, en 1999, dio la gran campanada al imponerse vigorosamente a los estadounidenses. Desde entonces, el foco nunca se apartó de ellos y, con su talento y humildad, fueron integrándose en la selección absoluta, a la que ayudaron a vivir su edad dorada, con un reguero de medallas casi inalcanzable.
También para esa arcadia hubo un momento decisivo. Lo señala uno de sus protagonistas, Felipe Reyes: “Tengo muy presentes en mi memoria los instantes finales de la semifinal contra Argentina. Pau Gasol se había lesionado y todo el mundo encontró una motivación extra para superar a un grandísimo rival. Es imposible olvidar momentos así”, recuerda Reyes, quien sería luego uno de los jugadores más destacados de la final contra Grecia. Esos, justamente, son los instantes que forjan un carácter indeleble, los valores de los que se empapan los jugadores que se van incorporando al equipo, aunque no los hayan vivido en carne propia. Así se construye el ADN de un conjunto como la selección. En 2006, en Japón, España se proclamó por primera vez campeona del mundo, título que repetiría contra pronóstico en 2019. En medio, seis medallas en la máxima competición europea, tres de ellas de oro.
Reyes tuvo muy cerca un referente, un inspirador: “tengo grabadas muchas imágenes de mi hermano Alfonso con la selección, sobre todo del partido de semifinales en 1999 en el que derrotamos a Francia”. Y tiene muy claro qué canasta enseñaría a los que vayan llegando a la Familia, una muy simbólica, por su poder para evocar cómo la fuerza de un grupo unido puede acercarte a cotas imposibles: “El mate de Rudy ante Dwight Howard”. Dice Reyes que “los más veteranos de la selección siempre nos encargábamos de abrirles las puertas de par en par a los jóvenes, de ayudarles en todo lo que necesitaban y aconsejarles y explicarles cómo debían actuar en beneficio del grupo. Es muy importante acoger de la mejor manera a los chavales que van llegando y nosotros tratábamos de integrarles en las partidas de cartas, que eran perfectas para hacer piña”. ¿El mejor aliado de nuestro básquet? La pocha.
Los que deben tomar el testigo de los esforzados jugadores del seleccionador Sergio Scariolo, que buscarán volver a pelear por las medallas desde este sábado, están preparados para el mayúsculo reto. Lo han demostrado en un verano, este de 2022, que también amenaza con erigirse en un hito y pasar a la historia: nuestras categorías de formación alcanzaron todas las finales a las que aspiraban. Una de las mayores promesas que asoma en ese horizonte es el ala-pívot murciano Izan Almansa, mejor jugador del Mundial en el que España cayó ante EE UU en una competidísima final y de un campeonato europeo en el que, ahí sí, se trajo colgado el oro. Almansa recuerda el instante exacto en el que comenzó a bullir en él el deseo de vestir la camiseta de la selección, de dedicarse a este deporte: “fue tras un mate en contraataque de Pau Gasol al final de la prórroga contra Francia en el Eurobasket de 2015. Fue un partido que vi con mucha emoción, rodeado de mi familia. Ahí me di cuenta de cuánto me gustaba el baloncesto”.
Tanto Almansa como sus compañeros se saben herederos de las expectativas, logros, ejemplaridad y valores de sus antecesores, y dice el ala-pívot murciano, cuyo talento se cuece en Atlanta, en la Overtime Elite Academy, que ya lo viven como tal: “lo veo reflejado por ejemplo en la reacción del equipo ante el triple que metió Rafa Villar para ponernos ocho puntos arriba contra Turquía”. España, en Esmirna, se jugaba ante la anfitriona proclamarse campeona europea. Marcador final 61-68 y explosión de júbilo. “Sueño con anotar la canasta que sirva para ganar otro mundial para España”, fantasea Almansa.
La energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma
Con esa misma idea de que “la identidad es una cualidad que se construye con esfuerzo y ganas de llegar a lo más alto, y que pasa de generación a generación” (así lo dicta Sergio Llull, ni más ni menos), Endesa, uno de los principales apoyos del baloncesto español durante décadas, lanzó la campaña Somos la misma energía, una demostración muy visual de la certeza de cómo los logros de la canasta conquistados en el pasado modulan y siguen presentes en los jugadores del futuro. Un futuro que, si no se pierden los valores, se las promete muy brillante.