Del pueblo de 200 vecinos a LaLiga
En LaLiga Santander hay al menos ocho futbolistas que crecieron en municipios de menos de 2.000 habitantes. Dos de ellos, Pere Pons (Deportivo Alavés) y David Juncà (RC Celta), relatan su llegada a la élite desde dos pueblos de Girona en los que no había chavales ni para formar un equipo
Nueve años atrás, la rutina del lateral izquierdo del RC Celta David Juncà discurría entre dos mundos: una granja de vacas y un estadio de 13.500 espectadores. Por la mañana, se calzaba las botas para entrenar con el primer equipo del Girona FC y, por la tarde, se ponía un chándal viejo para echar una mano en el negocio familiar en Riumors, una localidad de cerca de 250 habitantes del Alto Ampurdán. Dos realidades separadas por más de dos horas en tren y autobús en largas jornadas que empezaban al alba, cuando su madre le dejaba en la estación. En el día a día, no había esfuerzo que fuera comprable a la ilusión de un chico de 17 años por salir del pueblo y dar el salto definitivo al fútbol profesional. “He trabajado muy duro y siempre me acuerdo de dónde vengo”, asegura ahora el jugador catalán.
La doble vida de Juncà refleja la realidad de los profesionales nacidos en municipios de menos de 2.000 habitantes, que crecieron con poco o nada para desarrollar su talento. Porque en los inicios de la carrera de Pere Pons (Deportivo Alavés), Diego López (RCD Espanyol de Barcelona), Joan Jordán (Sevilla FC), Jon Moncayola y Adrián López (CA Osasuna), Óscar De Marcos (Athletic Club) y Alfonso Pedraza (Real Betis) se esconden dificultades tan imprevistas como la de organizar un simple partidillo. No tanto por la habitual ausencia de una cancha en condiciones, sino más bien por la escasez de efectivos.
En Riumors, donde hoy un centro cívico ocupa el espacio de la única pista con porterías que había en el municipio, no lograban reunir ni un equipo de fútbol sala. “Éramos cuatro niños. Yo, mi hermano y dos chicos más”, explica el jugador celeste. En Sant Martí Vell, otro municipio de Girona con poco más de 200 vecinos que también ha alumbrado otro jugador de LaLiga Santander, llegaban a siete. "Nos juntábamos en la plaza del pueblo a chutar contra la pared. Cada uno era de una edad diferente”, cuenta Pere Pons, que empezó jugando al balonmano, el deporte más popular en el pueblo de al lado, hasta que fue a ver a un partido de su mejor amigo y se cambió al balompié a los ocho años.
Para Pons y Juncà, que recuerda una infancia algo “salvaje” donde las salidas en bici, las cabañas secretas y alguna gamberrada sustituyeron a la PlayStation, el esférico se impone pronto como la principal ocupación después de las clases. Los dos se apuntan a equipos cerca de donde viven e inauguran una época de pelar las rodillas en esos campos de tierra que todavía sobrevivían y de jugar para pasarlo bien con los amigos. Pero se acaba pronto. Apenas empiezan a despuntar, ambos se embarcan, entre los diez y los trece años, respectivamente, en la aventura de entrar en la esfera de un club grande. Un cambio radical para dos niños de pueblo.
Juncà pasó de desbordar los límites de su localidad natal y encontrar verde a poco que caminaba a verse perdido en un océano gris de asfalto y multitudes. “De repente te encuentras en un sitio con gente por todos los lados y pasas mucho tiempo solo. Para mí, que era muy tímido, fue difícil”, confiesa el gerundense, que había alcanzado su sueño de niño al incorporarse al FC Barcelona, aunque supusiera marcharse a vivir a dos horas de casa. Instalado primero en La Masia y luego en un piso tutelado cerca del Camp Nou, se atrevió a los 13 años con un paso que los jóvenes españoles no puedan dar de media hasta entrada la treintena. “No sé si dejaría que mi hija hiciera lo mismo que yo”, reflexiona ahora.
El salto de Pons le pilló más cerca de casa al recibir una oferta del Girona FC. Una oportunidad que no estuvo exenta de sacrificios para él y los suyos. “Mis padres se combinaban con los de otro compañero para llevarnos tres o cuatro veces por semana. No solo es la hora para ir y volver, también es esperarse casi hora y media más a que acabe el entrenamiento. Un esfuerzo al que hay que sumar los gastos de gasolina o de cuotas…”, relata el mediocentro. A cambio de los revueltos en sus idas y venidas por carreteras comarcales, Pons pudo conservar su pandilla de amigos y seguir yendo al mismo colegio. La rutina que Juncà echaba tanto de menos y que no recuperó hasta los 16 años. Tras dos años en la cantera azulgrana y una etapa fugaz en el cadete del RCD Mallorca, el zurdo regresó a su pueblo en un mar de dudas. “No sé si me quiero volver a enredar en esto”, dice que llegó a pensar.
A través de caminos diferentes, los dos jugadores llegaron al punto culminante de su trayectoria casi a la par. Juncà consiguió reengancharse en el juvenil del Girona FC y debutar en el primer equipo en 2011, cuando combinaba el fútbol y la granja. Detrás de él venía Pons, que un año más tarde peleaba por hacerse un hueco en la misma plantilla mientras acudía a los entrenamientos con una furgoneta prestada y se arremangaba para ayudar a su padre como jardinero. Un punto de partida común para el despegue de los dos canteranos y un final feliz a una odisea futbolística que hoy ninguno olvida.
“Soy muy feliz, pero también consciente que vengo de una familia trabajadora. A veces he escuchado lo de ‘hoy me da pereza entrenar’. Pero si mi padre se sigue levantando a las seis de la mañana, ¿cómo voy a pensar eso?”, argumenta el lateral, que en 2015 salió hacia la SD Eibar para empezar una trayectoria en LaLiga Santander que ahora prolonga en el RC Celta. “Hay que evitar esa burbuja donde te puede colocar el fútbol. Yo sigo con los mismos amigos que tenía en la escuela. Muchos se parten la espalda durante diez horas para ganar no mucho más de 1.000 euros”, añade Pons, que a la postre fue uno de los protagonistas en 2017 del ascenso a la máxima categoría del equipo en el que ingresó a los 10 años y que este verano ha firmado por el Deportivo Alavés.
Convertidos en pequeñas celebridades ante los poco más de 200 vecinos que les vieron crecer, ambos comparten ese deseo de vivir su éxito con los pies en la tierra. Pons, el hijo predilecto de Sant Martí Vell, experimenta por primera vez lo que es estar lejos de los suyos y no poder asomarse por las tardes al bar para tomarse un café con un colega. Dice sentirse muy feliz y querer cumplir los tres años de contrato con el club babazorro, pero en su mente ya baraja la idea del regreso el día que cuelgue las botas. “Nunca se sabe, pero hoy por hoy te diría que me gustaría vivir en el pueblo. Hay tranquilidad, conoces a todo el mundo, puedes ir a andar por la montaña. Me gusta este estilo de vida”.