El Atleti disfruta el miedo escénico en el Wanda Metropolitano
Intimidatorio e imponente, el nuevo estadio se inaugura entre el caos, la euforia y las cenizas del costumbrismo
Ir no íbamos al Manzanares ni al tampoco al estadio Vicente Calderón, pero la apertura de las puertas del metro en la estación Metropolitano -una sauna de aficionados cohibidos y desconcertados- predispuso que los hinchas prorrumpieran en la evocación del himno. Que se ha quedado incongruente. Y que servía de oración supersticiosa para escalar hasta el promontorio donde pretende arraigarse el nuevo templo. Alzaban los atléticos los móviles al cielo con la sincronía de un batallón norcoreano. Y se sobrexcitaban con los selfies para oponer euforia y autosugestión a la experiencia del desangeladísimo escenario.
Puede que el Wanda Metropolitano sea en un futuro el estadio del Atleti, pero de momento representa un enigma. Jugaremos en casa y fuera de casa a la vez. Y aprenderemos a relacionarnos con un estadio que no está en Madrid ni fuera de Madrid. Un erial donde el Wanda Metropolitano más bien parece una molicie carcelaria o una horrenda fortaleza de cemento.
La recompensa consiste en el imponente anfiteatro interior y el campo en sí mismo. Tan verde y mullido como la hierba de St Andrews e idéntico a las dimensiones del antiguo Calderón. Hubiera tenido sentido replantar el antiguo césped como símbolo fundacional de la tierra prometida. Y no lo tiene, en cambio, la sobrexposición del estadio a las corrientes. Las había en la M30 por inevitables razones urbanísticas, pero se han reproducido en el Wanda porque el nuevo campo no está cerrado. Y no sería de extrañar que proliferaran las antológicas pulmonías.
Era el día de observar estas cosas, de recorrer los vomitorios y las galerías, de reconocer la nueva casa, de palpar los materiales a semejanza de un piso piloto. Y de observar desde las atalayas del estadio no ya la afluencia masiva de aficionados en peregrinación al tótem, sino los atascos bíblicos . Porque no están terminados los accesos. Y porque la presencia de Felipe VI, hincha atlético en la intimidad, añadió complicaciones logísticas.
Es la razón por la que el presidente Cerezo ejercitó a la vez la demagogia y la campechanía desplazándose en metro. Una manera de mezclarse con la grey rojiblanca y de hacer apostolado del transporte público. Y de subestimar la antipatía de algunos aficionados. Llegaron a llamarlo "delincuente" y le reprocharon la profanación que supone haber demolido el Calderón.
Profanación la ha habido. Se ha producido una expropiación sentimental. Y se ha fomentado un acto de desarraigo. Puede justificarse el éxodo a la tierra baldía desde presupuestos asépticos y conceptuales -un estadio moderno, un salto cualitativo al fútbol del siglo XXI, una sumisión inevitable a la falocracia de los magnates-, pero el traslado implica motivos de contradicción y de desasosiego. Los tuvo el malogrado Chanquete cuando pretendieron cambiarle su barco de madera por un piso moderno en la periferia. Y nos sucede un poco lo mismo a los atléticos nostálgicos y costumbristas. Está bien el adosado. Y la cocina de inducción. Y la parcela, pero se nos han despojado de todas las referencias urbanas, lúdicas y sentimentales. Se nos ha extirpado a un lugar irreconocible. Y se nos ha obligado a transigir con la denominación vanidosa de Wanda, un grupo industrial chino cuyo principal accionista, Wang Jianlin no pudo acudir a la inauguración de su propio estadio porque no está claro si le han requisado el pasaporte en Beijing, al parecer por haber incurrido en comportamientos financieros anómalos.
No se le echaba de menos en esta inaguración de olor a cemento y marihuana. Los honores correspondieron a las viejas glorias -Gárate hizo el saque de honor- y a los aficionados mismos, protagonistas del éxtasis liberatorio que proporcionó el gol bautismal de Griezmann cuando la ansiedad empezaba a malograr el festejo. Vino a descubrirse la amenaza del miedo escénico. No para sufrirlo, sino para ejercerlo. El nuevo Metropolitano tiene la virtud de intimidar y de ensordecer. Acompleja. Y responde a los requisitos de un estadio feroz. Que se lo digan a Míchel. La noticia de su nombre en megafonía suscitó una iracundia incalculable en decibelios y blasfemias.
Quedó pobretón, exiguo, el ceremonial. Una mezcla de patriotismo y de fervor castrense que delegó el protagonismo (¿?) al Ejército del Aire, tanto por el vuelo rasante de la patrulla acrobática, dejando tras de sí la estela de la bandera de España, como por la irrupción de un paracaidista celestial que llevaba en su regazo el balón que hacer rodar y rodar una nueva época.
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