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El fútbol es política

Todo empezó con Sarkozy, que se apresuró a escarmentar a los compatriotas que osaban abuchear ‘La Marsellesa’

Seguidores del Barcelona con esteladas en el Camp Nou.Foto: atlas | Vídeo: LLUÍS GENÉ (AFP)

El fútbol —el deporte— es una manera como cualquier otra de hacer política. Conviene recordarlo porque este domingo va a producirse el tradicional abucheo del himno español y porque la pretensión de impedir el acceso de las esteladas, frustrada in extremis por el buen criterio de un juez, identificaban una coacción a la libertad de expresión provista de una evidente intencionalidad política.

Se trataba de oponer el patriotismo al nacionalismo, aunque las razones pedagógicas que esgrimió el Gobierno en la manipulación oficial del debate sobrentienden que los estadios deben preservarse de la contienda ideológica, transformarse en praderas adánicas, bonificarse en ella los valores del amor y de la concordia.

Es una demostración bastante obscena del paternalismo de Estado, aunque el aspecto más llamativo de esta catarsis sociológica no radica tanto en los esfuerzos educativos como en el robustecimiento del Código Penal, hasta el extremo de considerarse delito la pitada del himno y cualquier injuria al Rey o a los símbolos de la patria.

La culpa la tuvo Nicolas Sarkozy, sobre todo porque el expresidente francés se apresuró a escarmentar y arrestar a los compatriotas que osaban a abuchear La Marsellesa. Un himno bastante mejor que el nuestro, admitámoslo, pero saboteado sistemáticamente en la banlieue de Saint Denis —allí yergue el Stade de France— como respuesta al desarraigo de los franceses de origen magrebí.

Impuso entonces Sarkozy el delito de vilipendio a la patria. Una decisión que confundía el síntoma con el problema. Y que permitió al jefe de Estado inculcar el patriotismo no desde la devoción, sino desde las contraproducentes medidas coercitivas.

Los estadios son lugares privilegiados para observar los humores de una sociedad

Parecía la contrafigura al hermanamiento que sobrevino con la victoria mundialista del 98. La euforia indujo el espejismo de una sociedad integrada. La Francia del musulmán (Zidane) y del negro (Desailly). La Francia del armenio (Djorkaeff) y del rubio (Petit). La Francia de ultramar (Henry) y del mestizaje vasco (Lizarazu).

El fútbol desempeñó entonces un valor positivo, pero no menos político de cuanto pueda suceder esta tarde en la pugna iconoclasta del Calderón. Porque los estadios no son únicamente realidades sociológicas en ebullición, sino lugares privilegiados para observar los humores de una sociedad. Allí se anticipan, aun exagerados, sus inquietudes y sus instintos. Y es mejor verlos, prevenirlos, que encubrirlos.

Hubiera sido la mejor manera de anticiparse a la guerra de Bosnia. De percibir que los tigres de Arkan habían formalizado una guerrilla panserbia en las gradas del Estrella Roja de Belgrado. Y que Franjo Tudjman había financiado a los ultras del Dínamo de Zagreb para acunar el embrión en la escalada de la batalla identitaria.

Se explica así la deriva nacionalista que ha emprendido el Barcelona. Y se entienden —o no se entienden— las contradicciones de un club que compagina la universalidad y el cosmopolitismo con los resabiados cavernícolas del ensimismamiento identitario.

Es la razón que explica la proliferación de esteladas, pero la manera de prevenir o de moderar el soberanismo no podía consistir en cachear a los aficionados del Barça. Menos aún cuando hacerlo fomenta hasta el hartazgo el relato victimista.

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