El Atleti reivindica a Pessoa
Los rojiblancos soñaron con la conquista de Europa pero el fatalismo se impuso y ganaron los que ganan siempre, en la derrota más amarga y simbólica de los que siempre pierden
El mundo es de quien nace para conquistarlo y no de quien sueña que puede conquistarlo”. La cita es de Fernando Pessoa, el mejor poeta portugués del siglo XX y posiblemente de todos los tiempos, aunque tuvieran que pasar 40 años desde su muerte para que se conociera su obra. Los mismos 40 años que han tenido que pasar para que el Atlético volviera a soñar con conquistar Europa y se la arrebatara su máximo rival, en la derrota más cruel y amarga de su historia. Y justo en Lisboa, la ciudad que tiñó para siempre el poeta luso con su tristeza metafísica.
Solitario empedernido, tímido y célibe, Pessoa se inventó unos personajes —los heterónimos— a través de los cuales vivió otras vidas y escribió otras obras paralelas a la suya, sublimando su fracaso existencial, con amores y vivencias exultantes, prestados por su imaginación. Los rojiblancos, hasta la memorable noche lisboeta, también estaban condenados a recurrir a sus heterónimos para sentir la gloria.
La más recurrente de esas fantasías atléticas era del equipo de Luis Aragonés que perdió la final del 74 frente al Bayern, con aquel gol de Schwarzenbeck en el último minuto del descuento. Los colchoneros apelaban a aquel encuentro y a su fatalidad para reivindicar su parcela entre los grandes. Si Ramos no hubiera levantado el vuelo para marcar el empate en el fatídico minuto 93, el Atlético hubiera podido al fin prescindir de este y todos sus heterónimos. No los precisaría. Tendría una gesta real que relatar, la mayor que atlético alguno, nacido o por nacer, pudiera imaginar: alcanzar el trofeo de clubes más importante del mundo frente a su máximo rival.
Nos dicen que habrá otras ocasiones, que volveremos. No volveremos. No nos alcanza la fortuna. Ni la de los hados ni la de los euros
Pero Ramos marcó y el Real Madrid ganó la Décima. Y ganará la Undécima y la Duodécima… estén tranquilos sus seguidores. Tiene un equipazo y alforjas financieras para mejorarlo año a año. Ni un pero a su victoria. La mereció por juego y porque enfrente tenía a un equipo mucho peor por nombres y nómina. Y para colmo de la fatalidad, mermado en su punta de creación (Arda y Costa) y exhausto en el resto tras una temporada de leyenda. Y aún así, solo nos sobraron dos minutos.
Frente a los que le restan importancia y nos animan con una palmadita de pésame condescendiente, pienso que esta es la derrota más dura, la definitiva. El Atlético es altamente improbable que llegue a otra final de Champions en décadas. E imposible, porque las leyes de la probabilidad impiden que dos sucesos históricos se repliquen idénticamente, que de alcanzar otra final se encontrara de nuevo al Real Madrid y le ganara. Por eso el Atlético y sus seguidores deberán volver a recurrir a sus heterónimos y soñar con conquistas irrealizables para dar consistencia a sus colores.
Aunque no solo perdió el Atlético en la Lisboa revisitada que glosó Pessoa. Disculpen la intensidad de la metáfora. Y tal vez su inconsistencia sociológica. Pero soy de los miles que creen que el sábado perdieron también los que pierden siempre. La milagrosa victoria de los colchoneros hubiera sido un símbolo para ellos, un paréntesis de goce para los que sufren día a día el desengaño de comprobar lo irremisible de la máxima de que el que paga manda y de que, el dinero, salvo imprevistos de última hora, es el único requisito infalible para alcanzar las glorias mundanas.
Como atlético no comparto la consolación políticamente correcta de los que nos dicen que habrá otras ocasiones, que volveremos. No volveremos. No nos alcanza la fortuna. Ni la de los hados ni la de los euros. Y menos aún participo de la bravuconada a destiempo del Cholo (¡a quien le debemos todo, ojo!) de que la derrota de Lisboa no merecía una lágrima. Merecía todas las del mundo. Como las que yo vi de rabia en la grada sur del Estádio da Luz cuando Ronaldo celebró macarra, tableta al aire, su gol intrascendente. O las más anónimas de las riadas de atléticos que bajaban por la Avenida dos Combatentes y de Liberdade hasta la plaza del Comércio. Aunque mucho más amargas fueron las del convoy del metro que nos conducía a la Estación de Oriente para partir a Madrid. En medio de un silencio imponente, y pese al traqueteo del vagón, se escuchaban los sollozos y los quejidos de los atléticos más valientes, los que se atrevían a hacer pública la desolación que los demás escondíamos oculta tras nuestras bufandas o la cabeza gacha.
Frente a los que restan importancia a la derrota y nos animan con una palmadita condescendiente, pienso que esta es la derrota más dura
Viendo a aquellos hinchas llorar, y mal que les pese a quienes quieren hacernos creer que el fútbol nos iguala porque no es cuestión de ricos y pobres, volví a sentir que ser del Atleti es estar entre los que casi siempre pierden, es seguir a las huestes del esclavo Espartaco o del comunero Padilla, para acabar siendo aplastado. La otra imagen, la de los que ganaron, es la de Aznar abrazando a Florentino, y Rajoy y todo el poderío del empresariado cool palmeando detrás. Ganaron ellos. Los de siempre. Llámenlo demagogia. O pataleo. Pero estoy con los que lloraron en Lisboa. Con los que casi siempre pierden. Aunque no vayan vestidos de rojiblancos ni les guste el fútbol.
Sentenció Pessoa: “Si después de yo morir quisieran escribir mi biografía, no hay nada más sencillo. Tiene solo dos fechas, la de mi nacimiento y la de mi muerte. Entre una y otra todos los días son míos”. Si alguien quiere escribir mi biografía atlética puede hacerlo igual de cabalmente. Solo tiene dos fechas. La de mi primer grito celebrando un gol del Ratón Ayala en el Bernabéu, en mi bautizo futbolero, siendo crío. Y la de la amarga noche de Lisboa. Entre ambas, el sufrimiento y el goce son míos. Aquí me bajo, amigos. Suerte. Y, ¡aúpa Atleti!
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