El mayor diablo de la F-1
Gilles Villeneuve, el piloto que da nombre al circuito de Montreal, sigue siendo considerado uno de los mayores genios de la historia del certamen
El parón de dos semanas ha permitido que las distintas escuderías que compiten en el Mundial de fórmula 1 se rearmen para afrontar un tramo decisivo del campeonato, justo antes del receso veraniego. Las estructuras llegaron hace días a Montreal, donde les aguarda el circuito Gilles Villeneuve (Saint-Jean- sur-Richelieu, Canadá, 1950), uno de los escenarios más espectaculares del calendario, una pista que hace honor al nombre que lleva. Villeneuve fue un deportista de aquellos que tienen duende. En su irrupción causó un estruendo comparable al de Ayrton Senna. Su descubridor no fue otro que James Hunt, que le acercó a McLaren, equipo con el que debutó en 1977, aunque finalmente le descartara a final de curso. Enzo Ferrari no pasó por alto los elogios de Hunt y le recuperó para sustituir a Niki Lauda. Pocos pilotos llegaron a entablar una relación tan sincera con Il Commendatore. Nadie se dirigía al jefe en los términos en que lo hacía el canadiense. “El coche es una mierda, estoy perdiendo el tiempo, pero lo pilotaré todo el día, haré trompos, lo estamparé contra las vallas, haré lo que usted quiera porque es mi trabajo. Simplemente le digo que no somos competitivos”, llegó a decirle al fundador de la Scuderia, que le adoptó como si fuera un hijo. De hecho, en el despacho que Ferrari tenía en Fiorano y que ahora se ha convertido en un museo, la foto que figura al lado del teléfono del escritorio es la de Gilles.
Pocos corredores han tenido el impacto de Villeneuve en tan poco tiempo. Desde su debut en aquel Gran Premio de Gran Bretaña de 1977 subido a un McLaren (terminó el undécimo), hasta el día de su muerte, en Zolder, el ocho de mayo de 1982, durante los entrenamientos del Gran Premio de Bélgica, Villeneuve tomó parte en 67 pruebas, logrando seis victorias, 13 podios, dos poles y ocho vueltas rápidas, y con la segunda plaza de la general de puntos que ocupó en 1979, ya como integrante de los bólidos rojos, como mejor clasificación. “Es el mayor diablo con el que nunca me he encontrado”, dijo de él Lauda. Ese calificativo lo suscribiría el propio Ferrari, que nunca vio a nadie estampar tantos de sus coches en su afán de encontrar los límites de una mecánica que en aquella época dejaba bastante que desear. “¿Cómo vamos a saber los límites de un coche si no tratamos de sobrepasarlos?”, se justificaba el canadiense. “Si sientes que todo está bajo control es que no vas suficientemente rápido”, fue otra de sus míticas frases.
Villeneuve era eso que hoy en día se tipificaría como un romántico, “un tipo de los que llegaba a los circuitos con su propia autocaravana, conduciendo él mismo y con toda la familia dentro”, recuerda José Mari Rubio, uno de los periodistas que le conocieron y que aún sigue el Mundial. Probablemente sea el piloto sin corona que más trascendencia ha tenido en la historia del certamen. Y lo fue por maniobras como las que realizó en las dos últimas vueltas del Gran Premio de Francia de 1979, mientras se medía por la segunda posición, en Dijon, con René Arnoux (Renault), consideradas aún a día de hoy como los dos mejores giros de la historia de la F-1. “Aquél duelo con Villeneuve es algo que nunca olvidaré. Ese fue el mejor suvenir que me llevo de la F-1. Es verdad que me ganó y que lo hizo en mi casa, pero no me importó porque en aquel momento me di cuente de que me había ganado el mejor del mundo”, reconoció después el francés. “De alguna manera podemos decir que está loco, pero está claro que es un fenómeno. Es capaz de hacer cosas que nadie más puede conseguir”, le describió Nelson Piquet. “Sé que ningún ser humano puede hacer milagros, pero Gilles te lo hacía creer”, añade Jacques Lafitte. Todos ellos tuvieron la suerte de disfrutar y sufrir el talento y la personalidad de este Robin Hood de las carreras.
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