No todo el mundo puede contemplar a las hadas
Un encuentro con las mágicas y misteriosas criaturas en su versión ‘premium’
“Hadas, venid a sacarme de este mundo aburrido”. Acudí con el verso de Yeats en la cabeza a una insólita sesión académica sobre esas criaturas maravillosas hace unos días en Barcelona, una tarde en la que ya era oscuro y la ciudad se encerraba en una atmósfera turbia de política y sequía. Hadas: ya sólo la palabra, con el sabor de un elixir vivificante, te traslada a una esfera distinta, a un espacio extraño en el que la magia y la belleza revolotean resplandecientes envueltas en un halo de ...
“Hadas, venid a sacarme de este mundo aburrido”. Acudí con el verso de Yeats en la cabeza a una insólita sesión académica sobre esas criaturas maravillosas hace unos días en Barcelona, una tarde en la que ya era oscuro y la ciudad se encerraba en una atmósfera turbia de política y sequía. Hadas: ya sólo la palabra, con el sabor de un elixir vivificante, te traslada a una esfera distinta, a un espacio extraño en el que la magia y la belleza revolotean resplandecientes envueltas en un halo de misterio y de peligro. Otoño es una estación de hadas: en el bosque, si escuchas con atención, puedes oír estos días su leve paso en el crepúsculo, crujiendo en las hojas muertas mientras el viento sopla alrededor con un gemido agreste y melancólico. Habrá quien al oír hablar de hadas piense en Campanilla o en las abueletas hadas madrinas de la Bella Durmiente, las de Walt Disney o los cuentos troquelados; yo pienso en las hadas premium, numinosas y realmente feéricas, cosa seria, como Viviana, Nimue, Morgana Le Fay, la Belphoebe de Edmund Spenser o La Belle Dame sans merci, cantada por Keats y pintada por Waterhouse: “I met a lady in the meads,/Full beautiful, a fairy’s child;/ Her hair was long, her foot was light,/ And her eyes were wild” (“encontré a una dama en los prados/ de belleza absoluta, una niña de las hadas; / su cabello era largo, sus pies ligeros,/ y su mirada salvaje”).
Casualmente —aunque con las hadas no hay casualidades— la convocatoria coincidía con que estaba leyendo Queens of the wild, de Ronald Hutton (Yale University Press, 2023), sobre la pervivencia de creencias y figuras paganas, especialmente femeninas, en la Europa cristiana y que habla mucho de las hadas, dedicando un capítulo entero a su reina (cuyas plasmaciones más conocidas son las shakespearianas Titania y Queen Mab, diminuta como Campanilla, a la que se describe en ese monólogo de Mercutio en Romeo y Julieta en el que parece que el bromista espadachín se haya tomado un ácido). Hutton, una autoridad en el paganismo antiguo y medieval, señala cómo se consolidó en la Europa del Medioevo, procedente del mundo celta, la idea de unos seres parecidos a los humanos, pero con poderes sobrenaturales y que en Inglaterra y Escocia fueron identificados con los antiguos elfos. Eran criaturas hermosas, seductoras y ambivalentes a las que había que propiciar y que podían brindar sus dones o ser peligrosas —intercambiaban a sus hijos con los tuyos, de forma que si el niño te salía guapo, pero pálido podías sospechar un cambiazo (o del vecino escandinavo)—. Escapaban a la convencional dicotomía cristiana de ángeles y demonios, se las asociaba con el color verde (aunque hay también damas blancas y damas negras) y vivían en un mundo paralelo al humano, desde el que accedían al nuestro a través de portales en lugares determinados de la naturaleza: lagos, fuentes, cavidades bajo los árboles o colinas. Se las podía ver bailar de noche en sitios salvajes (pero no era muy recomendable quedarte a espiarlas). Una tradición sostiene que el templo de las hadas estaba hecho con un nido de alción, de martín pescador.
En el curso del siglo XII, esta concepción de las hadas se mezcló en Francia con la nueva forma literaria deI romance, género producido para la aristocracia, y entonces esos seres cobraron glamour y pasaron a reflejar la imagen idealizada de las élites. Parecían princesas o grandes damas y se las conoció como fays, faes, fées o fairies, a partir quizá del latín fata, femenino vulgar de fatum, destino, hado, y de ahí nuestro término hada. Entre estas hadas de alto standing se cuentan las de los relatos artúricos como la citada Morgana y la Dama del Lago, y de ellas provienen las de nuestros cuentos (incluidas el hada madrina de La Cenicienta y el Hada Azul de Pinocho) e inesperados avatares como la Galadriel de Tolkien.
De todo esto, y de más cosas, se habló en la sesión Las hadas y Avalon en Cataluña (que ya es título sugerente), celebrada en la Sala de la Caritat de la Biblioteca de Catalunya. Cuatro acreditados especialistas, Anton Maria Espadaler, Meritxell Simó, Gloria Sabaté y Antonio Contreras nos llevaron de la mano al bosque mágico que evocaron bajo las bóvedas góticas con la ayuda de un powerpoint y la imaginación que convertía cada sombra de la sala en un dibujo de Arthur Rackham. Los asistentes éramos un abigarrado grupo compuesto de estudiantes, de curiosos y de soñadores, con aplastante mayoría de mujeres (incluida una dama que, con un vestido estampado con una suerte de escamas, parecía un avatar de Melusina). Antes de empezar alguien tarareaba por lo bajini el Avalon de Roxy Music (a ver quién se iba a atrever con el lamento de La reina de las hadas de Purcell).
Cuando Meritxell Simó, profesora de filología románica y directora del Instituto de Investigación en Culturas Medievales de la Universidad de Barcelona (UB) anunció que se iba a centrar en una clase de hada, “el hada amante” (¡y que les den a las hadas madrinas!), se oyó un suspiro colectivo en la ya entregada audiencia (que no había ido a oír hablar precisamente del hada de Schrek 2). Simó repasó la amalgama de rasgos y figuras que componen el elusivo personaje y desplegó el relato arquetípico de esta hada que se une a un mortal, y su evolución. Recalcó que la relación es asimétrica: el poder lo tiene el hada, hada seductora y abductora, que es capaz incluso de someter a hombres de tanto carácter como el rey Arturo y Lanzarote (no digamos a los demás de nosotros), y hasta a Merlín. Se te llevan estas hadas a un lugar arcádico donde se te da todo lo que anhelas (empezando por ellas).
Explicó el caso que cuenta Marie de France en su lais (poema narrativo) Lanval. El hada, bellísima y riquísima, se enamora de un joven caballero de Arturo (afortunado mortal) y lo colma de dones, pero él rompe el tabú (siempre hay uno) y la menciona en la corte para además sostener que es más bella que Ginebra, por lo que lo encarcelan. Pero entonces el hada aparece a caballo, lo rescata y se lo lleva a Avalon, donde aún deben seguir, felices.
Sin embargo, la idea de las hadas cambió; pasó a predominar su lado peligroso e inquietante y se convirtieron en una de las pruebas que debía superar el caballero: había que vencerlas y rescatar a los que tenían presos. El siguiente paso fue ya la demonización de las hadas por la Iglesia: empiezan a desprender olor a azufre y mostrar rasgos de animales. Son ilusiones diabólicas y súcubos. Se las confunde muchas veces con lamias y sirenas, y muestran escamas, lo que las relaciona con los peces, pero también con las serpientes, y una naturaleza húmeda. Su atracción ya no recae en su sabiduría; sino en una lujuria que resulta letal. Diabolizada o convertida en una criatura en pena que busca redención (y más tarde infantilizada), el hada no obstante encuentra caminos para volver a aparecer en toda su dimensión fulgurante, aunque sea como anima junguiana.
Si parecía que Simó había exprimido la magia de la charla, Espadaler nos embarcó a todos en el lomo de una ballena rumbo a Avalon, de la mano del poeta mallorquín del siglo XIV Guillem de Torroella y su poema La faula, y guiados por un papagayo. No está mal para un miércoles por la tarde. En la isla encontramos al rey Arturo junto a dos mujeres de negro y la espada Excalibur, qué menos. El mallorquín se pone a disposición del monarca, que está deprimido, aunque una vez al año le visita el Grial. A todas estas, algunos oyentes ya no sabíamos de que nos estaba hablando el estudioso y qué demonios tenía que ver con las hadas, pero la historia —con conexiones dinásticas mallorquinas— resultaba de lo más interesante.
Gloria Sabaté intervino para llevarnos en un salto temporal al mundo de las hadas modernistas y de la recolección del patrimonio folclórico catalán del XIX, tarea en la que fueron decisivas, nos ilustró, mujeres como Merce Ventosa y Sara Llorens. Sabaté llenó la sala de hadas catalanas —donas d’aigua, encantades, gojes y paitides— y nos habló de la ópera La fada (1897), de Enric Morera y Jaume Massó, con colaboración de Rusiñol y de Alexandre de Riquer, todos gravemente afectados de prerrafaelismo (esa deliciosa enfermedad), wagnerismo y folclorismo local. El caso es que estos artistas y estudiosos nos vuelven a llenar los bosques de hadas, no haditas delicuescentes y de estar por casa como las de Cottingley (las de las fotos trucadas de las niñas de Conan Doyle, Elsie Wright y Frances Griffiths), sino hadas poderosas, de hermosura indescriptible, hadas que están pidiendo que te hundas en sus ojos o en sus pozos. “No todo el mundo puede contemplar un hada”, nos puntualizó Sabaté. “Son ellas las que deciden si eres el escogido, si reúnes las condiciones para verla”. Y advirtió: “Cuidado, las hadas son tentación y peligro, no dejan de ser criaturas de la naturaleza”.
Y así pasó el tiempo. Y de repente, sin casi saber cómo, en un estado de ensoñación todavía, me encontré en la calle, buscando entre la multitud oscura hadas. Y que vivan la tentación y el peligro. Hadas, llevadme, “quiero cabalgar el viento con vosotras, / correr en la cresta de las despeinadas olas, /y danzar como una llama en la montaña”.