Viaje al origen de la fotografía, cuando se puso al servicio de la ciencia
El Museo Universidad de Navarra expone dibujos y grabados de la expedición de Napoleón a Egipto, de las primeras exploraciones botánicas y las imágenes de los pioneros que retrataron Oriente y la España que fue musulmana
“Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan”. Es célebre la arenga que Napoleón Bonaparte dirigió a sus soldados antes de derrotar a las tropas otomanas en la batalla de las Pirámides, en julio de 1798. Unas palabras que a buen seguro escuchó también el grupo de 167 “sabios” que acompañaba al general francés, ingenieros, arquitectos, científicos y artistas, que se encargaban de elevar construcciones e investigar y que con sus notas y dibujos levantaron a...
“Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan”. Es célebre la arenga que Napoleón Bonaparte dirigió a sus soldados antes de derrotar a las tropas otomanas en la batalla de las Pirámides, en julio de 1798. Unas palabras que a buen seguro escuchó también el grupo de 167 “sabios” que acompañaba al general francés, ingenieros, arquitectos, científicos y artistas, que se encargaban de elevar construcciones e investigar y que con sus notas y dibujos levantaron acta de lo que veían: de las pirámides a plantas desconocidas, de los nativos y sus oficios a los cocodrilos del Nilo. Esa radiografía del territorio conquistado se plasmó unos años después en París, con la ayuda de pintores y grabadores, en fantásticos álbumes para que la flor y nata del país supiera lo que había al otro lado del Mediterráneo. La edición original de esa ingente obra, titulada La descripción de Egipto, se expone en el Museo Universidad de Navarra (MUN), en Pamplona, en la muestra Una tierra prometida. Del siglo de las luces al nacimiento de la fotografía.
Los directores artísticos del museo y comisarios de la exposición, Rafael Levenfeld y Valentín Vallhonrat, explican en la hoja de sala que el título de la exposición se refiere al viaje que los primeros fotógrafos, calotipistas, emprendieron a Oriente Próximo (Alepo, Damasco, Alejandría…), estimulados por lo que se había visto y contado de la expedición militar de Napoleón por tierras egipcias y más al este. Estos pioneros de la imagen hicieron el recorrido inverso porque acabaron su periplo en el territorio más musulmán de Europa: Andalucía, con la Alhambra, la Mezquita de Córdoba y el Alcázar de Sevilla. Para ellos fue la búsqueda de lo exótico, de esa tierra prometida.
De vuelta a Napoleón, poder contemplar “ese escaneado decimonónico de la cultura egipcia”, señala Vallhonrat en el recorrido con ambos comisarios, ha sido posible gracias a que el dueño de estos álbumes los ha donado al MUN, el coleccionista Ernesto Fernández Holmann. No solo son grabados de las pirámides, de la Esfinge o del alzado en perspectiva de la Puerta sur de Tebas, también está lo que se denominó “Historia natural”, la zoología, como el dibujo de un pulpo (que es el cartel de la exposición) con los tentáculos desplegados como si flotara ante nuestras narices. Está entero y también diseccionado con gran detalle.
Fue un proyecto en el que se comenzó a trabajar en 1802 (llevó siete años publicar el primer volumen), auspiciado por el emperador galo y que se pudo plasmar gracias a la documentación que había llegado a París salvada de lo que se incautaron los ingleses cuando capitularon las tropas francesas en Egipto (no así la piedra Rosetta). La megalomanía de Bonaparte le llevó a representarse en el frontispicio de la obra como Apolo “derrotando a sus enemigos y flanqueado por musas, toda una operación de marketing”, apunta Levenfeld.
Es fácil imaginar la impresión que tuvo que producir a los europeos que vieron aquellos cromos gigantes de las maravillas egipcias. Fueron 10 volúmenes de texto y 13 de láminas (dos de estos superiores a un metro de altura), que por cierto van a ser restaurados en el MUN. Todo aquello originó, además, la momiamanía (hay en la parte de fotografía de la exposición una de un vendedor de estos cadáveres desecados que posa con dos de ellas como si fueran unos amiguetes).
Sin embargo, quedarse en esta joya bibliográfica sería injusto en una propuesta que se despliega en las dos plantas del museo y permanecerá abierta hasta el 18 de agosto de 2024. Son casi 900 piezas entre dibujos, grabados y fotografías procedentes de los vastos fondos del MUN. Han sido más de tres años de preparación.
La primera parte del recorrido está dedicada a otra colección de álbumes, los de expediciones científicas, sobre todo de botánica, que proliferaron en el siglo XVIII, el de las Luces y la Ilustración, el momento en que la ciencia quiere reflejar la fauna, la flora, los tipos humanos o los monumentos tal y como son, sin relatos distorsionados o idealizados por explicaciones mitológicas, religiosas o artísticas. Y ahí la fotografía, gracias a su exactitud y veracidad, será una herramienta clave al servicio del saber científico, que ansía la mayor precisión posible, y más adelante del arte. La invención de Niépce y Daguerre se había presentado en París en 1839. Había nacido una nueva forma de ver el mundo.
En esa sobrevenida construcción de la realidad descolló la publicación de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert (1751-1772). De esa homérica tarea, que aspiraba a explicar todo el saber humano, se pueden ver planchas de los volúmenes correspondientes a L’Anatomie: se reproducen esqueletos o las piernas de un ser humano, en un ejercicio de virtuosismo de venas, arterias, músculos… El catolicismo se agitó con esta publicación hasta el punto que el papa Clemente XIII la condenó y prohibió en 1759.
Le siguen láminas de botánica de diferentes autores que reprodujeron en algunos casos, con una exactitud “probablemente no superada”, según Lavenfeld, flores y plantas de la época: preciosas magnolias o frutas cortadas para enseñar sus colores y texturas.
España atrajo a artistas como Alexandre de Laborde, que reprodujo un auto de fe en Valladolid o la Puerta Árabe de Segovia, entre otras escenas incluidas en su obra Viaje pintoresco e histórico por España, de 1806. Su hijo Léon fue quien documentó con sus grabados la ciudad de Petra por primera vez para el mundo occidental.
Este afán por reproducir lo que les rodeaba llegó hasta América. De una figura como el naturalista Alexander von Humboldt está su álbum de vistas de cordilleras (como el Chimborazo nevado) y monumentos de los pueblos indígenas, sobre todo de Nuevo México, de 1810. Mientras que el inglés James Bateman, terrateniente y horticultor apasionado por las orquídeas, publicó bellísimas ilustraciones de estas plantas halladas en México y Guatemala. Bateman financió expediciones para traerlas hasta el jardín de su mansión. Luego buscó un dibujante y un grabador para reproducirlas en papel.
Uno de los apartados que, reconoce Lavenfeld, más está gustando a los visitantes —se nota en el merchandising de la tienda del museo— es la galería de dibujos con distintas especies de loros, con sus llamativos colores, pertenecientes a la historia general que sobre estas aves publicó el científico francés Francois Le Vaillant en 1801.
No podía faltar el padre de la egiptología, quien descifró la piedra Rosetta, Jean-Francois Champollion, con sus álbumes sobre Egipto y Nubia, ilustrados con jeroglíficos y monumentos. Y hubo también españoles que elaboraron grabados de la España artística y monumental, como Jenaro Pérez Villaamil, a mediados del XIX.
Las últimas salas de Una tierra prometida son un viaje a la fotografía más primitiva, a través de unas 500 piezas. Son sobre todo de Oriente Próximo y Egipto, aunque también hay de España. En paralelo, se trata de un recorrido por los primeros procesos técnicos que se ensayaron para perfeccionar el nuevo medio: calotipos (negativo directo sobre el papel, que daba una textura de grano, un sistema inventado por William Henry Fox Talbot), cianotipos (con su bello tono azulado), daguerrotipos o el colodión húmedo, que lograba una definición extraordinaria. De Fox Talbot hay dos piezas en las que recogió algo tan sorprendente para la época como una escoba y su sombra proyectada sobre una puerta y una pila de heno. “Es la irrupción en el arte de los objetos sin historia”, destaca Vallhonrat.
Asimismo, podemos ver una imagen que tomó el egiptólogo y fotógrafo estadounidense John Beasley Greene del templo de Debod en 1854 en su emplazamiento original, más de un siglo antes de que fuera trasladado a Madrid para salvarlo de las aguas de la presa de Asuán. Hay calotipos de Egipto, Nubia, Palestina y Siria tomados por Maxime du Camp, los de Auguste Salzmann de Jerusalén...
Por eso fueron numerosos los fotógrafos europeos que se instalaron en esos países para ganarse la vida gracias a un nuevo fenómeno: el turismo. No solo tiran de perspectiva para fotografiar con gran belleza la carretera que lleva a las Pirámides. También interesan las escenas populares de El Cairo: una familia en burro, un barbero pelando a un niño, un aguador…
A ese gran tour por Oriente se suman las tomas que hicieron en España fotógrafos franceses e ingleses a mediados del siglo XIX y más adelante, construyendo un relato estereotipado de bandoleros, majas, flamencos y toreros. Como las personas disfrazadas de tipos de Alphonse de Launay, que no en vano trabajó para Próspero Mérimée. Era como veían a los españoles y además como decían que tenían que verse a sí mismos.