Vuelve a España la orquesta más deseada: la Filarmónica de Berlín
La formación alemana y su director titular, Kirill Petrenko, inician hoy una gira con la elección del templo de la Sagrada Familia de Barcelona como sede de su emblemático ‘Concierto Europa’
Desde 1991, dos años después de la caída del Muro de Berlín, la orquesta más famosa del mundo recuerda el día de su fundación, el 1 de mayo de 1882, con un concierto celebrado en alguna localidad europea revestida de una especial relevancia cultural. Con Claudio Abbado en el podio, Praga inauguró entonces una exclusiva lista de la que también forman parte, entre muchas otras, San Lorenzo de El Escorial, Florencia, Versalles, Cracovia, Atenas, Budapest, Nápoles, Pafos, Bayreuth o, el año pasado...
Desde 1991, dos años después de la caída del Muro de Berlín, la orquesta más famosa del mundo recuerda el día de su fundación, el 1 de mayo de 1882, con un concierto celebrado en alguna localidad europea revestida de una especial relevancia cultural. Con Claudio Abbado en el podio, Praga inauguró entonces una exclusiva lista de la que también forman parte, entre muchas otras, San Lorenzo de El Escorial, Florencia, Versalles, Cracovia, Atenas, Budapest, Nápoles, Pafos, Bayreuth o, el año pasado, Liepāja, en Letonia. El Teatro Real de Madrid acogió a la formación alemana —con su director titular de entonces, Simon Rattle, al frente— el 1 de mayo de 2011 y diez años después la elegida prevista era Barcelona, pero, al igual que en 2020, la orquesta hubo de quedarse en Berlín de resultas de las restricciones impuestas por la pandemia del coronavirus.
Hoy, a las once de la mañana, se recupera aquella cita frustrada con un concierto en el templo expiatorio de la Sagrada Familia, el gran proyecto postrero, y aún inconcluso, de Antoni Gaudí. El programa presenta dos bloques bien diferenciados: se abre con la dramática y turbulenta Sinfonía núm. 25, en Sol menor, de Mozart (un fogonazo de genio casi incomprensible en un compositor de tan solo 17 años), que irá seguida de la Plegaria por Ucrania, para coro a capela, de Valentín Silvéstrov, nacido en Kiev en 1937, y el Réquiem para orquesta de cuerda del japonés Tōru Takemitsu. La elección de las tres obras se explica por sí sola. Las tinieblas se disiparán con la luz que llegará de la mano de otras tres composiciones de Mozart: el himno eucarístico Ave verum corpus, el motete con soprano Exsultate, jubilate (estricto coetáneo de la Sinfonía núm. 25, pero de carácter antagónico) y la Misa “De la coronación”, en la radiante tonalidad de Do mayor. Es como si los Filarmónicos Berlineses (la traducción del auténtico nombre de un colectivo que se autogestiona, a la manera de una cooperativa) quisieran lanzar un mensaje de esperanza ante una realidad pertinazmente desalentadora que parece empujarnos justamente a lo contrario.
El coro que compartirá escenario con la formación alemana, tanto en este concierto como el día 3 en Madrid (aunque no el 4, ni el 5 en Zaragoza), el Orfeó Català, fue fundado en 1891, por lo que el hermanamiento de una y otro parece casi algo natural. Ambos comparten, además, el hecho de tener como hogares en Berlín y Barcelona edificios arquitectónicamente descollantes, porque la Philharmonie ha sido el espejo en que se han mirado muchas de las salas de concierto posteriores, mientras que el Palau de la Música Catalana —la sede de su segundo concierto barcelonés, esta vez sin coro— es un modelo estético universalmente admirado, pero inimitable. La única obra adicional que formará parte de los programas de la gira española es la Cuarta Sinfonía de Schumann en la versión revisada de 1851, una música que quizá nadie ha tocado jamás como la propia Filarmónica de Berlín, bajo la dirección de Wilhelm Furtwängler, en una interpretación memorable, arrebatadora, irrepetible, grabada el 14 de mayo de 1953 en la iglesia de Jesucristo de la capital alemana.
El sucesor de Furtwängler, Herbert von Karajan, marcó una época que proyectó con igual fuerza su egolatría y el prestigio internacional de la orquesta, encumbrada como la mejor del planeta y envuelta a partir de los años setenta en una gran aureola mediática y tecnológica. Claudio Abbado supo tomar el testigo del austriaco, que no era fácil, y arrumbó los personalismos, mientras que Simon Rattle abrió la orquesta a nuevos repertorios, modernizó sus estructuras y alentó el nacimiento del pionero Digital Concert Hall, que ponía todos los conciertos de la orquesta, en tiempo real, a disposición de cualquier persona en cualquier lugar del mundo por medio del entonces aún incipiente streaming. Ante el cisma abierto en 2015 entre los músicos partidarios de Christian Thielemann (la tradición) y Andris Nelsons (el talento), triunfó la tercera vía de Kirill Petrenko, elegido el sucesor de Rattle en medio del asombro universal: no solo se había prodigado muy poco en el repertorio puramente orquestal, sino que era y es una persona retraída, alérgica a las entrevistas o los micrófonos y sin el carisma y la capacidad de seducción innata de sus tres antecesores. Pero el ruso, forjado fundamentalmente en los teatros de ópera y despedido con flores lanzadas del foso por sus músicos de la Bayerische Staatsoper, va dejando poco a poco su impronta en una orquesta cada vez menos puramente alemana y sumida en una internacionalización galopante: sus tres concertinos son un japonés, un estadounidense y una letona (Vineta Sareika, que acaba de incorporarse desde el Cuarteto Artemis); un israelí y un chino son los solistas de viola; cuatro franceses lideran las secciones de violonchelo, flauta y trompeta; un australiano y un finlandés están al frente de los contrabajos; y, con la recentísima incorporación de la vallisoletana Roxana Wisniewska, ya hay un trío de españoles que forman parte de la orquesta: los tres, además, instrumentistas de cuerda, no de viento, que eran los que solíamos exportar tradicionalmente.
Un excelente termómetro del estado actual de la agrupación, y de su comunión con Kirill Petrenko, es la publicación en CD y Blu-ray, el pasado mes de febrero, en el propio sello de la orquesta, de tres Sinfonías de Dmitri Shostakóvich grabadas en los otoños de 2020 y 2021: sin público (Octava), con unas pocas decenas de personas (Novena) o con la sala llena (si bien todos con las aún preceptivas mascarillas). La ejecución de las tres obras —exigentísimas técnica y conceptualmente— confirma que una de las grandes virtudes de los Filarmónicos Berlineses es cómo se escuchan unos a otros. Petrenko —quizás en exceso controlador— se mueve mejor en la introspección y el recogimiento que en el desafuero o en la rabia, y esta música requiere en igual medida de todo ello. Georg Solti (Octava, con Chicago), Leonard Bernstein (Novena, con Viena) o el propio Herbert von Karajan (Décima, con Berlín) han ido interpretativamente más lejos, han afilado más sus cuchillos hermenéuticos, han mostrado a un Shostakóvich más complejo, más angustiado, han tensado la cuerda hasta el borde mismo de romperse, pero pocos peros cabe poner a la respuesta puramente orquestal que consigue Petrenko de sus músicos, siempre plenamente conscientes de que, juntos, encarnan un símbolo cultural centenario que no admite fallas, grietas ni descuidos.
Shostakóvich compuso su Octava Sinfonía durante el brutal asedio de Leningrado (su ciudad natal, aunque él fue enviado por el régimen al refugio seguro de Ivánovo, al noreste de Moscú) y la Novena se estrenó pocos meses después de terminada la guerra, mientras que la Décima, tras un largo silencio sinfónico, vio la luz el año de la muerte de Iósif Stalin, cuya sombra llevaba acechándolo durante años. Cada sinfonía posee una personalidad propia, ya presagiada de alguna manera en sus respectivas tonalidades: Do menor, Mi bemol mayor, Mi menor. Ninguna de las tres alcanzó el enorme éxito popular de la Séptima y sólo quienes juzgaban sin prejuicios (Iván Sollertinski, Sviatoslav Ríjter, Mstislav Rostropóvich) supieron percibir la carga de profundidad de la Octava, aceptando y comprendiendo su tono inequívocamente trágico. La Novena no canta la victoria rusa en la guerra, ni se dirige triunfalmente a las masas, ni hace suyos los postulados del realismo socialista, sino que parece escaparse por la tangente con una partitura breve, esquiva, irónica, grotesca incluso. La Décima, por su parte, de hechuras profundamente clásicas, tras franquear el malhadado número 9, opta a partir del tercer movimiento por una autoafirmación sin ambages a través del emblema musical del compositor (las notas Re-Mi bemol-Do-Si, remachadas una y otra vez, que se corresponden con las iniciales de su nombre y apellido). Shostakóvich tenía motivos sobrados para este alarde de subjetividad: el “artista del pueblo y enemigo del Estado”, el cuasioxímoron con que lo define Bernd Feuchtner, había logrado sobrevivir finalmente al brutal e inmisericorde Padrecito.
Las grabaciones de Petrenko y los Filarmónicos Berlineses se publican ahora en plena guerra de Ucrania, que el director ruso condenó con dureza desde el primer momento, aun a sabiendas de que eso le cerraba las puertas de su país y le granjeaba un sinfín de enemistades. Se unen simbólicamente, por tanto, en este álbum interpretaciones realizadas durante la pandemia, pero que ven la luz in tempore belli, lo que refuerza más aún, si cabe, su polisemia. En un texto del propio Petrenko que abre el libreto que acompaña a los discos, el director afirma que “todo aquello a lo que Shostakóvich dio una expresión tan gráficamente explícita, y que creíamos ya superado, estamos volviendo a vivirlo ahora de una manera terrible. Especialmente en un momento como el actual, su música proporciona confianza y fuerza para creer en los ideales de la libertad y la democracia”.
Mañana se celebrará en el Teatro Real la última representación de Nixon en China y es imposible no establecer un paralelismo entre esos grandes archivadores —en cuanto contenedores de la historia— que conforman gran parte de la escenografía de la ópera y las hileras de cajas de seguridad cerradas con llave que se han elegido como cubierta y contracubierta de esta edición discográfica, diseñada por el artista y fotógrafo Thomas Demand, en la que brilla una vez más el buen gusto y la extrema calidad de las publicaciones del sello de los Berliner Philharmoniker. La uniformidad y los secretos que esconden esas cajas de seguridad contrastan con fuerza con las fotografías multicolores de muy diversas variedades de flores realizadas en el parque Gorki de Moscú. También cabe ver aquí una metáfora de lo que es la naturaleza última de una gran formación sinfónica, en la que se requiere, por supuesto, homogeneidad y disciplina, pero también individualidades, creatividad, floración, colores diferentes. Una orquesta es mucho más que la suma de sus partes, por supuesto, pero cuando escuchamos —por ejemplo, en la Octava Sinfonía— los solos que escribió Shostakóvich para corno inglés, flautín, trompeta, trompa, fagot, clarinete bajo, violín o violonchelo tocados con tal nivel de excelencia, comprendemos que, sin mimbres así, es imposible asaltar los cielos.
Lo que es indudable es que la otrora “Orquesta del Reich”, como se titula el magnífico documental de Enrique Pérez Lansch sobre una formación que el régimen nazi convirtió en su embajadora, es hoy probablemente la orquesta más democrática y fácilmente accesible del planeta. A España vino por primera vez en 1901 con el legendario Arthur Nikisch y entre 1941 y 1944, en plena contienda mundial, los dirigentes nacionalsocialistas la enviaron a la España de Franco comandada por directores ideológicamente afines como Arthur Rother, Karl Böhm, Hans Knappertsbusch y Clemens Krauss. La histórica visita con Herbert von Karajan se produjo en 1968 y de justo medio siglo después databa su última estancia, con Simon Rattle. Ahora estará de nuevo unos días entre nosotros con salas no vacías, como en la berlinesa Octava de Shostakóvich, sino a rebosar, porque ha sido y sigue siendo la orquesta más deseada, y con todos sus posibles pecados de otro tiempo ya purgados cuando sus músicos toquen esta mañana, para Barcelona y para el resto del mundo, en el imponente templo expiatorio de la Sagrada Familia.