En las entrañas del hospital del cine: así se rescatan las grandes películas de la historia
La Cineteca de Bolonia, el prestigioso centro responsable de restaurar filmes de Chaplin, Keaton, Fellini o Varda, refuerza su labor de promoción, exhibición y enseñanza del séptimo arte con una nueva sede y la reapertura de una vieja sala
A veces, la paciente que ingresa es una estrella. Otras, no la conoce nadie. Pero a todas se las cuida y escucha, porque cada una tiene una historia que contar. Algunas tan solo sufren los achaques de la edad. Pero en el laboratorio se lidia también con casos más desesperados: fracturas, cortes, quemaduras, afonía, incluso trozos desaparecidos. Y, por supuesto, desmemoria. Al fin y al cabo, las enfermas más jóvenes suman 40 o 50 años. Y las hay incluso que superan el siglo de vida. “No sé si en alguna ocasión rozam...
A veces, la paciente que ingresa es una estrella. Otras, no la conoce nadie. Pero a todas se las cuida y escucha, porque cada una tiene una historia que contar. Algunas tan solo sufren los achaques de la edad. Pero en el laboratorio se lidia también con casos más desesperados: fracturas, cortes, quemaduras, afonía, incluso trozos desaparecidos. Y, por supuesto, desmemoria. Al fin y al cabo, las enfermas más jóvenes suman 40 o 50 años. Y las hay incluso que superan el siglo de vida. “No sé si en alguna ocasión rozamos la obstinación terapéutica. Les coges cariño a las películas”, sonríe Céline Stéphanie Pozzi, una de las principales responsables de velar por los filmes que la rodean. Aunque, si fuera un hospital geriátrico, la Cineteca de Bolonia rozaría más bien el milagro: se entra dolida, o hasta decrépita, se sale casi siempre esplendorosa. Y lista para volver a brillar. Cuando el cine ya no hace magia, acude a este gran sótano. Y encuentra decenas de hechiceros dispuestos a ayudar.
Tanto que la institución se ha convertido en una de las más relevantes a nivel mundial. Y todo un orgullo de la ciudad, con permiso de pórticos, ragú o mortadela. Restaura un centenar de obras al año, de Federico Fellini a Jean Renoir, pasando por Agnès Varda o Albert Samama-Chikli, el primer cineasta africano. Ha abierto delegaciones en París, Ámsterdam y Hong Kong, para estar cerca de sus muchos clientes asiáticos. Pero también enseña, promueve, exhibe, produce, vende séptimo arte. “Se mezclan salvaguarda y filología. Tenemos licenciados en Química y en Humanidades”, resume su portavoz, Andrea Ravagnan. A sus espaldas, un mapa en la pared desvela el próximo paso del proyecto: mudarse a una nueva sede que junte todo en un mismo espacio. Un colosal oasis del cine. Antes, este mismo año, pretenden inaugurar una flamante sala en pleno centro de Bolonia, antigua y modernísima a la vez. Como la propia Cineteca.
“La nuestra es una historia bonita”, presume su director, Gian Luca Farinelli. “En 1962, un grupo de intelectuales convenció al joven concejal de cultura Renato Zangheri [luego alcalde de la ciudad] para impulsarla. La idea era que esos organismos deben gobernarse con libertad, sin que los bloqueen la política o la burocracia”, continúa. Donde hubo celuloide ahora dominan las plataformas de streaming; refugio eterno de los universitarios, hoy Bolonia también se lame las heridas de la gentrificación; pero, mientras todo cambiaba, Farinelli cree que ese principio se mantuvo. Ante tanta indignación por la ineficiencia de las Administraciones y sus empeños en borrar toda huella del antecesor, he aquí una muestra de qué sucede cuando las cosas se hacen no ya de película sino, simplemente, bien.
“Todos los alcaldes de Bolonia han peleado por la Cineteca y para ayudarla a crecer, con diálogo, pero sin invadirnos”, asevera el director. Incluso el intruso Giorgio Guazzaloca, ya fallecido, único regidor no de izquierdas en una de las ciudades más rojas de Italia. Región y Estado central también han dado su apoyo. Y en 1993 el organismo obtuvo autonomía como institución, presidida desde entonces por un cineasta de prestigio: actualmente es Marco Bellocchio. Poco a poco, en definitiva, la Cineteca contó con el tiempo y los fondos para convertirse en lo que es hoy.
El propio Farinelli se formó en las proyecciones gratuitas de cine mudo que el organismo ofrecía en los institutos boloñeses en los setenta. Hubo cursos de alfabetización cinematográfica, se abrió una sala, en los ochenta hasta nació un peculiar festival, Il Cinema Ritrovato. Un evento de nicho, a priori. ¿A quién podría interesar ver las obras que las filmotecas del mundo conservan y protegen? Responde, desde las paredes de la Cineteca, una foto del verano de 2022: en la gran pantalla, Granujas a todo ritmo; alrededor, la plaza Mayor de Bolonia rebosante de asistentes. Y, entre ellos, el mismísimo John Landis, director del filme. La 37ª edición del evento, por cierto, arranca el próximo 24 de junio.
“El certamen se hizo importante. Nos dimos cuenta de que había un vacío enorme en la restauración de películas. Y empezamos por las mudas. Luego vino el laboratorio, la escuela…”, insiste Farinelli. Hay nombres que sirven para ampliar su respuesta: por sus camillas pasó la obra completa de Charlie Chaplin o de Buster Keaton; una vez al año, el director visita a Martin Scorsese, que asesora algunos de sus rescates. Y puede que llame al timbre Wes Anderson, deseoso de ver un filme imposible de encontrar en otros lares. Pero otra clave completa la explicación: “Lanzarse ya desde 2006 de forma muy consciente a la reparación digital. Se trata de aprovechar sus posibilidades enormes, pero, a la vez, forzarla a acercarse lo más posible al material físico original”.
Los números también ayudan a explicar el fenómeno: la sociedad de restauración, L’Immagine Ritrovata, ha pasado de 20 a 80 empleados. La institución acaba de adquirir un centro holandés de vanguardia para mejorar el tratamiento físico y químico del celuloide; y su presupuesto, incluyendo las salas de exhibición y todas sus distintas facetas, toca los 16 millones anuales. Un tercio procede de dinero público. El resto, además de patrocinadores y donantes, la Cineteca lo genera con su propia actividad. Empezando por el laboratorio.
Creadores, empresas, hasta gobiernos. El que quiera salvar una película la envía a estos pasillos bajo tierra, metáfora involuntaria del descenso a los infiernos del propio filme. Y, también, del búnker de resistencia frente a la tormenta de pesimismo que azota al séptimo arte. Aquí se pasea entre gigantescas maquinarias de otra época, el presente aún se mide en 16 o 32 milímetros y la labor del proyector se concibe como la del célebre Alfredo de Cinema Paradiso. “Película” también se entiende en su sentido más literal. “Se conserva. Abres el cajón y enseguida ves la imagen, mientras que formatos y soportes digitales van cambiando”, reivindica Céline Stéphanie Pozzi. Y eso que Kodak se ha quedado como la única productora a nivel global. Junto con nostálgicos como Christopher Nolan o Quentin Tarantino, la Cineteca es uno de sus principales clientes: su trabajo empieza y termina con el celuloide, aunque por el camino también abraza las últimas resoluciones en 4K.
“Arrancamos con la inspección del material desde el punto de vista físico y químico”, agrega la responsable del laboratorio. En las mesas de varios trabajadores hay cintas adhesivas, bisturíes y hasta un pegamento que ellos mismos han inventado. Y por ahí desfilan los primeros problemas de un filme: manchas, rupturas, humedad, fragmentos ausentes. O huecos más abstractos, que requieren buscar otras copias, si existen, o a los dueños de los derechos. Como mucho, se ocupan de cinco o seis filmes al mismo tiempo. En una estantería, El evangelio según Mateo, de Pasolini, aguarda a que llegue su turno de cuidados. En otra esquina, espera desde hace meses el wéstern Il rintocco dei morti, de 1915. El tiempo ha vuelto delicadísimos a sus vaqueros. “Si lo coges, se desmorona”, relata Pozzi.
Otro de los pacientes más problemáticos sufre justo lo contrario: de tanto pegarse a sí misma, la película se parece a un caracol. Cuando por fin se desenrede, acabará digitalizada, como el filme alemán de los años veinte que está mudando a este formato una joven empleada. Y como todas las obras que mima la Cineteca. Porque aquí empieza la segunda fase de la restauración: fotografía, colores o sonido se reconstruyen desde la pantalla. Con la técnica que la institución ha ido perfeccionando. Con el conocimiento, por ejemplo, de que un largo de los años treinta no puede “sonar plano”, dice Pozzi. Y con la ayuda, a veces, de artículos de la época, gente que colaboró en la creación original o célebres artistas como asesores. No se puede, eso sí, saberlo todo. Si algún empleado hubiera hablado chino, por ejemplo, se habría dado cuenta enseguida aquella vez que montaron al revés un diálogo en ese idioma.
En general, la restauración puede durar de una semana a varios meses, con excepciones que ocupan años. La casuística variada también impide estimar un coste medio: el más frecuente oscila entre 50.000 y 100.000 euros, pero en muy contadas ocasiones se ha disparado más allá del millón. Una vez terminado, en todo caso, el filme pasa también a engrosar el archivo de 100.000 obras que la Cineteca mantiene durante años. Y que, pronto, se mudará a su nueva sede, junto con las oficinas. El laboratorio lo seguirá en un par de años.
La futura ubicación también cuenta una historia de cine. Algo así como una tragicomedia de Monicelli con tintes surrealistas de Fellini. Porque Italia acogió en 1990 el Mundial de Fútbol y tres partidos recayeron en Bolonia. Así que algún político decidió que la ciudad necesitaba un enorme parking para la ocasión. Lo que nunca se explicó fue por qué se edificó a seis kilómetros del estadio. Ni, sobre todo, qué enorme colapso de coches debían suponer los enfrentamientos que había tocado en la ciudad, entre Yugoslavia, Colombia y Emiratos Árabes Unidos. El caso es que el Ayuntamiento ha logrado ahora una ayuda del Estado para transformar el abandonado exparcheggio Giuriolo en un paraíso de pasión fílmica, entre verde y quietud.
Y mucho más céntrica, en plena via Rizzoli, surgirá la nueva sala de exhibición de la Cineteca, que supone otro rescate: el cine Modernissimo ya acogió proyecciones en los años veinte, antes de cerrar, pero nunca como ahora. “La sala debe ser un espacio que no puede copiarse en casa, con características irrepetibles”, tercia Farinelli. La suya será vintage, pero futurista, con opciones para proyectar tanto en celuloide como en digital, y hasta un hueco para acoger una orquesta. El director espera recuperar en el público un sentimiento que él mismo adoró en su infancia: cuando sus padres anunciaban que la familia se iba al Smeraldo los niños se entusiasmaban por el simple hecho de acudir al cine. No sabían ni qué película verían.
De ahí que el responsable de la Cineteca esparza optimismo. Se lo dice la experiencia, de quien ya ha escuchado dar por muerto el séptimo arte y se ha sentido demasiadas veces el último de los mohicanos; y también lo sugiere la respuesta que los espectadores siempre han dado a sus actividades. Tanto que expresa una certeza granítica: de aquí a 10 años, tal vez los móviles hayan evolucionado hacia otra cosa, pero las salas ahí seguirán: “La verdadera revolución de nuestra época es que disponemos por primera vez de imágenes fijas, y luego en movimiento, de un siglo antes. Si las hubieran tenido mis abuelos en 1905, cuando emigraron, habrían podido ver la revolución francesa o a Napoleón entrevistado en un documental. El cine de alguna manera ha ganado. Y es el arte de la modernidad, así que a nadie debería asustarle su futuro”. No hay filme más incierto. Pero, a la vez, apasionante. Así que tal vez convenga aferrarse a ese arcaico placer. Mejor sentarse en la butaca. Esperar a que se apaguen las luces. Y disfrutar.