Las vidas virtuales

El capítulo #19 de ‘El mundo entonces’ trata sobre los grandes cambios de la virtualidad. En tiempos del selfie, las personas pasaban más tiempo en sus “móviles” que en sus lugares físicos. El mundo virtual cambió las vidas, las formas de vivirlas

Congresistas utilizan sus 'smartphones' durante una feria tecnológica en Barcelona, en enero de 2023.Albert Garcia

Aquel año una novedad absoluta sacudió el cyberespacio. Los medios de comunicación no le hicieron mucho caso: si acaso constataban que TikTok, una “aplicación” que reproducía imagen y sonido en trozos cortos, había sido la más frecuentada por el público. Decían que en 2022 había superado en visitantes a Google y en permanencia a Youtube, y que había llegado a los 1.000 millones de usuarios en cinco años, la mitad de lo que había tardado Facebook.

TikTok era un sistema de ...

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Aquel año una novedad absoluta sacudió el cyberespacio. Los medios de comunicación no le hicieron mucho caso: si acaso constataban que TikTok, una “aplicación” que reproducía imagen y sonido en trozos cortos, había sido la más frecuentada por el público. Decían que en 2022 había superado en visitantes a Google y en permanencia a Youtube, y que había llegado a los 1.000 millones de usuarios en cinco años, la mitad de lo que había tardado Facebook.

TikTok era un sistema de reproducción de “vídeos” con pequeñas historias, bailes, chistes, intimidades públicas, noticias incluso. Para verlos no había que armar listas o buscar amigos: tras unos pocos usos, la propia aplicación decidía qué le gustaría a cada quien —y dicen que no solía equivocarse. Suponemos que sus algoritmos eran los mejores para extraer y analizar la información de sus usuarios. O que quizás esos usuarios gustaban de adaptarse a la imagen de ellos mismos que les presentaba el algoritmo.

Pero nada de esto habría sido tan significativo si no fuera por un dato: TikTok era china. O sea que, por primera vez desde la invención de la inter-net, una aplicación “extranjera” quebraba el monopolio de las norteamericanas. También en ese espacio virtual la escalada oriental se confirmaba. TikTok era, de varias maneras, una gran metáfora de ese momento de la historia.

Un grupo de jóvenes graba un TikTok delante del Estadio Olímpico Universitario de México DF, en agosto de 2022.Hector Vivas (Getty Images)


Porque el “cyberespacio” seguía siendo el lugar. Las grandes corporaciones digitales (ver cap.18) tenían sitios y canales para casi todos los sectores del mundo, y casi todos los sectores del mundo los usaban. En cada momento la mitad de los habitantes del planeta estaba conectado a sus servicios. Y los “sistemas operativos” de los ordenadores móviles de bolsillo eran un buen ejemplo de ese copamiento del mercado: solo dos empresas lo controlaban por completo. Apple, la elegante, manejaba el 16 por ciento con su “iOS”; Google, la popular, controlaba todo el resto con su “Android”.

En solo cinco años, entre 2017 y 2022, la circulación de información en las redes se había multiplicado por ocho, y casi todo el aumento venía de la transmisión de imágenes animadas. El 71 por ciento del consumo de la inter-net consistía en mirar “vídeos” —sobre todo en TikTok, Youtube y Netflix—: a esos efectos, la red se había transformado en una gran televisión a la carta. Pero, además, cada minuto de esos días se mandaban unos 70 millones de mensajes llamados “whatsapp”, se realizaban tres millones de “búsquedas” en Google, se incluían 575.000 frases sañudas en Twitter, 65.000 “foto-grafías” —imágenes fijas— en Instagram, 240.000 en Facebook y así de seguido. Otros usos eran muy impresionantes: en un período en que tantos anunciaban el final de la cultura escrita, cada día se mandaban 300.000 millones de “mails”. La mitad era “spam”, porquerías automáticas, pero la otra mitad no: cada día los 4.000 millones de usuarios del correo electrónico se asestaban 150.000 millones de mails que habían escrito. Sí: 150.000 millones de correos cada día. Esa gente, se ve, tenía tanto que decirse.



(Aquel mundo rebosaba de imágenes que nadie miraría. Un documento de época aseguraba que en 2020 la humanidad hacía en un minuto más fotos que todas las que se habían hecho en todo el siglo XIX. Ya en 1990 se hacían muchas, pero la invención del digital y los ordenadores móviles de bolsillo dispararon las cifras: alguien calculó que en 2020 se habían gatillado más de un millón de millones de fotos —de las cuales cada vez más eran “selfies”, imágenes que ponían en primer plano a su autor. El selfie —¿la selfie?— triunfaba: la sociedad del yo aburrido los o las favorecía mucho. Si alguien no sabía qué decir ni qué mostrar era fácil dirigir su cámara-teléfono a sí mismo, mirarla, componer la sonrisa, apretar, “compartirlo” en las redes y ofrecer un momento de sociabilidad basada en lo que más importaba: la imagen, la apariencia, yo. Para lo cual se fue armando un protocolo simple pero eficaz: había que mirar a la cámara, torcer un poco la cabeza y sonreír. Nunca en la historia tantas personas sonrieron tanto; nunca en la historia las sonrisas signficaron tan poco —salvo el privilegio de clase de exhibir unos dientes refulgentes.

Como predecía entonces un autor afilado: las personas se habían pasado milenios sin preocuparse demasiado por su apariencia porque, para empezar, no la veían y, para seguir, nadie podía registrarla. Y que en esos días, tras la explosión de las imágenes, volverían a despreocuparse porque estaban hartos de verse y todos registraban todo todo el tiempo.)

Adolescentes se hacen un 'selfie' en medio de la inundación en Bekasi (Indonesia), en febrero de 2023.NurPhoto (Getty Images)


Esas redes, las más vastas que el mundo había conocido hasta entonces, ofrecían a cada quien la posibilidad de mirar escuchar leer lo que quisiera: les proponían tantas posibilidades —”un poquito de todo todo el tiempo”— que era imposible concentrarse en ninguna. Uno de los rasgos más fuertes de la época fue la dispersión, la imposibilidad de mantener la atención, el devaneo. Alguien entonces se quejaba de que “la Red me crea un hambre que no puede saciarse, que me obliga a saltar de platillo en platillo”. Era, decían, como vivir en un tapeo incesante, picoteo que nunca se completa, mordisqueos que solo sirven para darte más hambre.

Y así, en esos saltitos sin freno, cada quien se armaba su mundo. Allí también la paradoja: tanta información compartida y disponible permitía que cada uno se recluyera en un espacio hiperindividual, organizado por él mismo a su medida. Nunca las personas habían estado tan numerosamente comunicadas; nunca estuvieron más encerradas en sí mismas.



Y empezaron a producirse cambios que todavía nos sacuden. En aquellos tiempos primitivos de las redes, nada había cambiado tanto como eso que podríamos llamar la “deslocalización de las relaciones personales”: tras milenios en que los encuentros se producían cuando dos o más personas coincidían en un mismo lugar, aquellas máquinas inauguraron la era en que eso dejó de ser central y las personas empezaron a relacionarse más allá de su localización. Podían encontrarse desde lugares muy lejanos: circulaba la sensación de que la distancia ya no era lo que había sido. O, para decirlo más preciso: fue entonces cuando el mundo material dejó de ser el sitio donde sucedían las relaciones humanas. La virtualidad los hizo ubicuos: alguien podía “estar” en varios sitios al mismo tiempo, interactuar en tiempo real con personas ubicadas en los espacios más diversos. Empezó a imponerse la evidencia de que estar en un lugar no significaba estar solo en ese lugar, y los hombres y mujeres se sintieron liberados de uno de los yugos más persistentes, más aparentemente férreos de su historia: el tiempo siguió condicionándolos, el espacio mucho menos. La noción misma de la “unidad de tiempo y espacio” se agrietaba.

(El mundo en red había inaugurado una forma rara de coexistencia y simultaneidad globales. Para empezar, se relacionaban personas en momentos diferentes: no era raro que en una reunión virtual unos acabaran de levantarse y otros tuvieran prisa por cenar. Y todo pasaba en un tiempo unificado: hasta entonces lo que le sucedía a una persona, cuando estaba lejos, sucedía sin que los suyos lo supieran y era, por un lapso variable, como si no hubiera sucedido; entonces ya no.)



En paralelo, el hecho de tener todo el saber de la humanidad archivado en circuitos —inmediatamente— accesibles hizo que la duda se volviera un lujo, algo superfluo que nadie se permitía ejercer: fue ahí cuando empezó la costumbre de que cualquier interrogante se consultara y despejara de inmediato —lo cual, como sabemos, tuvo consecuencias decisivas sobre nuestras maneras de pensar. Las personas empezaban a descubrir que tenían acceso directo a la memoria mundial y que no valía la pena tratar de recordar cosas que sus máquinas recordarían mucho mejor. Empezaba esa externalizacion de la memoria que hoy nos parece tan normal; lo que nos cuesta imaginar ahora es la increíble cantidad de datos que un cerebro común debía —y podía— recordar en esos tiempos. Y, curiosamente, se discutía si toda esa capacidad cerebral humana que se liberaría sería usada por cada hombre o mujer para algún fin interesante o si se perdería por falta de uso —lo cual, como sabemos, también tuvo consecuencias decisivas sobre nuestras conductas. “¿Para qué nos sirve hoy la cabeza? Antes sirvió para memorizar. En la modernidad sirvió para ordenar. Hoy se le exige escuchar, mutar e inventar”, dijo un filósofo —optimista— de esos días.



Aquella era, todavía, una comunicación mediatizada e imperfecta —las máquinas seguían interponiéndose— pero fue el primer paso de lo que vendría. Quizás una de sus mayores anticipaciones fue que esas redes consiguieron sentar la sensación de que las cosas importantes pasaban allí: que el mundo material —comer, dormir, tocar, trabajar, esas cosas— era el soporte necesario para que las personas pudieran adentrarse en el mundo importante, el espacio virtual. Lo cual se veía a cada momento, en cada lugar. En cuanto cumplían con su necesidad —en cuanto se sentaban en el asiento del autobús o de su sala o de su baño— las mayorías se encerraban en su red. El tiempo de uso medio por persona podía ir desde las 10 horas diarias en Filipinas o Brasil o Tailandia hasta las cinco en Australia, Austria, Corea —para una media mundial de poco menos de siete horas por día. Muchas personas pasaban más tiempo “conectadas” —como solía decirse, en un nuevo uso revelador de una vieja palabra— que durmiendo.

Y muchas, también, pasaban tanto tiempo intentando recordar quiénes eran. La identidad simple del nombre y el documento estatal había sido suplantada por una miríada de identidades: todos los alias —“usuarios”— y claves —“contraseñas”— que cada quien tenía que manejar para acceder a sus espacios favoritos. No era fácil —comentan textos de la época— tener que recordar que uno era tantos. Había pro-gramas que lo hacían, pero muchas personas no confiaban en ellos: la sustracción o la pérdida de una de esas identidades podía producir diversos daños. Así que cada cual tenía que recordar quién era según dónde estaba: esa falsa multiplicidad se podría interpretar, ahora, como una especie de signo precursor.

Un fan del equipo de fútbol de Croacia hace una videollamada con su familia desde un estadio del mundial de fútbol de Qatar, en Doha, noviembre de 2022.Adam Davy - PA Images (Getty Images)


Otros cambios eran físicos, veloces. Un ejemplo de la influencia de lo virtual en lo real fueron las grandes mutaciones urbanas que produjo un pequeño pro-grama de alquiler de pisos y habitaciones llamado Airbnb. Diseñado primero para que particulares alquilaran por pocos días sus propias viviendas, rápidamente fue copado por empresas que compraron docenas de apartamentos para arrendarlos. Los llamaron “pisos turísticos” y cambiaron radicalmente, en muy poco tiempo, los centros de las ciudades más “bonitas” —más visitadas— de Europa (ver cap.14). Viejas capitales como París, Roma, Barcelona, Amsterdam vieron cómo sus barrios más tradicionales se quedaban sin sus vecinos, que no podían pagar lo que un piso recaudaba cuando lo alquilaban a los visitantes —y, así, esas calles se vaciaron y transformaron en grandes escenografías huecas, caricaturas de sí mismas.

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La inter-net cambió demasiadas cosas, y no podemos ser exhaustivos. Pero entre ellas destacaban, por ejemplo, los rituales de cortejo. Aparecieron en esos años unos pro-gramas de citas —Tinder, hetero, y Grindr, homo, sobre todo— que producían un millón de encuentros por semana entre sus 60 millones de inscriptos en base a calificaciones y —en el sentido más estricto de la palabra— discriminaciones: su tesoro eran los algoritmos que iban clasificando cada nuevo inscripto en categorías definidas por edad, poder adquisitivo, intereses varios y, sobre todo, el supuesto atractivo físico definido por normas que suenan a parodia: musculatura en los hombres, curvas en las mujeres, ojos más claros que oscuros, caras angulosas, dientes blancos en sonrisas opas. Así el pro-grama armaba grupos diferenciados que les servían para juntar a —digamos— parecidos. Sus dueños y operadores decían que así ofrecían más posibilidades de que el rejunte funcionara; también es cierto que era una manera de pre-juzgar sobre las condiciones del amor o de un buen polvo. Ayudaban a mantener un orden, las viejas diferencias: se aseguraban de que los ricos y bonitos se encontraran entre ellos y que a una chica despampanada y pretenciosa no le tocara un guardia chaparrito. Gracias a tanta precisión, en el MundoRico estos pro-gramas se convirtieron en la forma más habitual de conocer parejas —de baile, de cama, de vida— para los jóvenes y no tan jóvenes. Autores de esos días suponen que su desarrollo se aceleró por la difusión de esas convenciones que consideraban agresivo, inapropiado, que una persona se acercara a otra en un bar o un transporte o en la calle o incluso en ciertas fiestas —las formas en que desconocidos solían conocerse antes (ver cap.5). Y entonces los pro-gramas de citas sirvieron para llenar ese vacío.

Es posible, aunque no podamos demostrarlo. En cualquier caso, conocer a alguien apropiado siempre había sido un azar: justo esa noche estaba ahí, justo ese amigo era amigo de ese chico, justo a esa chica se le cayó el bolsito. Es cierto que era un azar habitualmente limitado por los sectores, los ambientes, la circulación que cada cual mantenía —pero tenía sus excepciones. Con estos pro-gramas cualquier azar era reemplazado por una cuidadosa estratificación y calificación: los lindos con los lindos, los ricos con los ricos, las feas con los horribles. En cualquier caso, el negocio de estos servicios era, también, la enorme cantidad de datos —más y más íntimos— que podían sacar a sus usuarios y vendérselos a las compañías que los usaban para dirigir sus ofertas y sus publicidades (ver cap.18).

Un cartel de la aplicación Grindr en el edificio de la Bolsa de Nueva York, en noviembre de 2022.Spencer Platt (Getty Images)

Pero estos lugares de citas no estaban, por supuesto, ni cerca de la cantidad de visitas que tenían los diversos espacios de pornografía. Algunos cálculos aseguraban que, aunque solo el 4 por ciento de los sitios web ofrecían esos materiales —registros visuales de hombres y mujeres entremezclando cuerpos excesivos—, alrededor del 20 por ciento de las búsquedas preguntaban por ellos. En los Estados Unidos los habían medido: el 87 de sus hombres lo miraba por lo menos una vez por semana; sus mujeres, tres veces menos. En cualquier caso, la carne entreverada era una de las grandes ofertas de la inter-net: por momentos parecía extraordinario que tanta invención, tanto trabajo, desembocaran en algo tan arcaico.

Pero el quinto lugar más visitado de la red —por delante del primer porno, un tal Youporn, de nombre inclusivo— era una especie de milagro. Wikipedia era un espacio-enciclopedia construido en colaboración por millones de usuarios que escribían, corregían y completaban cada artículo y, con esa labor colectiva, los mejoraban constantemente. Fue un cambio radical en la concepción del saber: ya no dependía de una supuesta autoridad, como en los viejos diccionarios y otras enciclopedias, sino de la colaboración de muchos. Wikipedia se revolvía contra el poder de los sapientes, y era democrática en el mejor sentido de la palabra (ver cap.10): no se basaba en la cantidad, en la mera acumulación, sino en las interacciones de esos millones de usuarios que conformaban un saber colectivo como nunca —hasta entonces— había podido cristalizar en un espacio común. Hubo, por supuesto, quienes intentaron la traslación de este modelo a la política. Ya sabemos lo que sucedió.

***

Curiosamente, en ese momento las redes todavía ofrecían la ilusión de la “libertad de expresión para todos”. Era cierto que todos los que quisieran podían expresar sus opiniones; también lo era que se las exponían a sus próximos y, más en general, a aquellos que las compartían. Una de las características de casi todas estas redes era que ponían en contacto a los que tenían intereses e ideas comunes: creaban comunidades de hecho que se ilusionaban pensando que todos creían lo que ellos creían —porque se encerraban en esos retiros o retretes. El viejo sistema de las tribus urbanas se reproducía con nuevos medios técnicos.

Las redes también ofrecían la ilusión de que todos tenían el mismo derecho a expresarse, que un empleado sin estudios podía debatir con un analista famoso o una política con poder o el cantante de moda. Y era cierto que el derecho existía, y que el debate podía eventualmente suceder en esas “redes”, pero, en la realidad, los poderes habituales —grandes compañías, jefes políticos, famosos varios, influencers— lo tenían tanto más grande.



(Se había constituido una especie de “sociedad declarativa”: muchas personas que querían intervenir de algún modo en la cosa pública lo hacían “participando” en disputas en Twitter, Facebook y otras redes. Su intervención, entonces, ya no necesitaba desplazamientos o encuentros u otras molestias; consistía en arrojar una frase, una imagen o lo que entonces se llamaba un “like” —un corazoncito que indicaba que el que lo ofrecía estaba de acuerdo con lo que se decía. Y se daban por más o menos satisfechos, más o menos activos: habían dejado sentada su posición —sin dejar de estar sentados.)



En las redes las jerarquías estaban obscenamente claras: se medían en cantidad de “seguidores”. Pocas veces el “poder” —o capacidad de difusión y de influencia— de algo o alguien había estado tan perfectamente cuantificado. Y se ponía a prueba constantemente: cada foto, cada video, cada “posteo” necesitaba renovar la aprobación con aquellos corazoncitos que significaban que el emisor había conseguido la atención —siempre la atención— de sus receptores, supuestos pares pero receptores. La lucha por la atención no era solo de las empresas. Los particulares también participaban, a su manera, de esa búsqueda y esa economía.

En esos días la lista de los “twitteros” más seguidos del mundo era casi puramente norteamericana: la encabezaba uno de sus ex presidentes —aquel que había ganado un premio Nobel por ser negro—, con 130 millones de seguidores, lo seguía de cerca el dueño odioso de la red y entre los ocho siguientes había otro ex presidente rubio de Estados Unidos, cuatro mujeres cantantes, un hombre cantante —y un jugador de fútbol portugués y un premier indio, los únicos extranjeros. En Instagram, en cambio, que se suponía más “juvenil”, los seguidores eran mucho más numerosos: los 10 primeros de la lista tenían más de 300 millones cada uno pero no había políticos, medios de prensa, millonarios ni nada que no fuera espectáculo puro: futbolistas, cantantes, actores e “influencers”, esa raza tan propia de aquella circulación.

(China tenía sus propias redes, porque bloqueaba todas las demás. Weibo, por ejemplo, era semejante a Twitter, y así de seguido. En otra muestra de su fuerza, aquellas redes solo chinas tenían cantidades de usuarios parecidas a las de sus equivalentes del resto del mundo.)

Una persona sujeta su teléfono móvil con un tuit de Elon Musk en la pantalla, en Londres, diciembre de 2022.Yui Mok - PA Images (Getty Images)


Los influencers —o influidores— eran un efecto y un síntoma de la falta de autoridades, en el sentido de “personas legitimadas para opinar sobre determinadas cosas”. Muchos jóvenes preferían creerle a alguien parecido, a un semejante, que a uno que pretendiera que, gracias a sus conocimientos y experiencias, podía explicarles cómo eran esas cosas. Habiendo engañado a tantos tantas veces, ese tipo de personaje no encontraba confianza.

Así que los influencers eran jóvenes que no solían tener una habilidad especial más allá de sus morisquetas para tratar de convencer a millones con sus recomendaciones sobre distintas formas de consumo: ropa, sobre todo, pero también cremas, champús, músicas, comidas, viajes, los calzados, maneras varias de “pasarla bien” y convencerlos, de paso, de las ventajas del sistema —o de alguna de sus vertientes principales. Al principio supieron ser personas que triunfaban en alguna actividad abierta a todos: deportistas, cantantes, actores varios. Y después aparecieron dos sectores nuevos: los empresarios, glorificados como chicos —nunca chicas— superinteligentes que habían inventado algo en un garaje y, sobre todo, los famosos por ser famosos. Eran, en general, personas de algún modo atractivas que se habían hecho conocer por circuitos de televisión o inter-net y ejercían su autoridad: mostraban a millones lo buenas que eran sus vidas y, al mostrarlo, les decían que quizá las suyas podrían ser igualmente buenas si las copiaban de algún modo, hacían algo un poco extraordinario o, más modestos, consumían tal o cual producto —que, por supuesto, les pagaba por ello. Eran la forma más reciente de una de las formas más antiguas del relato: la publicidad (ver cap.18).

La publicidad siempre había sido una forma de instalar arquetipos y dirigir deseos: relacionar un determinado producto con una situación o un personaje que resultaran envidiables para sus posibles consumidores. Los “influencers” suponían, en muchos casos, un sinceramiento: publicidad pura, puro producto sin la coartada de una historia o una opinión al lado; lo hacían de una forma tan desembozada, tan artificialmente natural, que descollaba en esos días de confusión extrema.


La 'influencer' e 'instagrammer' Alessandra Sironi posa durante una sesión de fotos en Madrid, en 2021.Europa Press Entertainment (Getty Images)

(También había influencers que no vendían más que su propia banalidad, sus propios problemitas: jóvenes “comunes” que hablaban de sus vidas “comunes” a millones de seguidores más “comunes” todavía. Aunque, por más cantantes, futbolistas, influencers y presidentes que lo intentaran, nadie tenía en esas redes primitivas más circulación que los gatitos y perritos y otros animales de ocasión, que provocaban ternura, risas, identificación. Analistas buscaban, sin gran éxito, causas y explicaciones; lo cierto es que nada convocaba tanto interés como ver a un cuadrúpedo haciendo cosas medio humanas, que era como ver una humanidad inocente, sin malicia, puro amor —o eso se suponía. Aquellos animalitos eran otra forma de manifestar el desagrado y la decepción culposa de la mayoría de los humanos consigo mismos: una ilusión “buensalvajista” según la cual habríamos sido buenos —como esos gatitos— antes de que la sociedad nos pervirtiera. No por nada los movimientos “animalistas” estaban entre los más exitosos del momento.)



Los ordenadores móviles de bolsillo, razón y soporte de todos estos movimientos, estaban llegando en esos días a su punto álgido: parecía que no podían crecer más. En esos días se vendían unos mil millones cada año, y habían saturado su mercado. Por un lado, la mitad de la humanidad que estaba en condiciones de comprarlos ya los tenía y no necesitaba renovarlos tanto como la industria habría necesitado. Por otro, aparatos de comunicación más sofisticados, más portátiles, más integrados a su usuario empezaban a aparecer en el horizonte tecnológico —y terminarían por reemplazarlos totalmente.

Vistas desde ahora —pero quién sabe si tiene sentido pensar las cosas desde ahora— aquellas máquinas eran muy inferiores a lo que el estado de la ciencia en esos días podía permitir. Eran una infrautilización flagrante de los recursos intelectuales de la época: una adecuación de esos recursos a las necesidades económicas del pequeño grupo que controlaba ese mercado enorme. Empezaban, en esos días, los experimentos exitosos con aquello que entonces llamaban “ordenadores cuánticos” —la prehistoria de los que conocimos—, que cambiarían todo el sistema. Esos ordenadores, suponían entonces, dejarían a los primitivos a la altura de un ábaco. Y ya se veía que los chinos estaban más avanzados que los demás países: habían registrado más patentes en ese dominio que todos los demás sumados. El retraso de Occidente se consolidaba, y aparecían aquí y allá voces que denunciaban que su avance podría ser mucho más rápido si no lo trabaran las grandes compañías que pretendían seguir explotando sus tecnologías anteriores.



Aquellos “móviles” eran, como su nombre lo indicaba, independientes del lugar donde estuvieran: u-tópicos por excelencia, ubicuos. Pero también las casas, el lugar más tópico, empezaban a quedar bajo el control de ordenadores o computadores o computadoras que, poco a poco —primero, por supuesto, en los lugares de los ricos—, empezaban a manejar muchos de sus aparatos y funciones: ya en esos días las máquinas operaban las alarmas, las luces y la música, la provisión de comidas y bebidas, las temperaturas ambientales, el funcionamiento de cocinas, heladeras, lavadoras. Y, en muchos casos, las operaban de viva voz: fue otro de esos momentos en que la voz humana volvía a ser el instrumento básico para ordenar los movimientos. Tras un largo ciclo de teclas y botones —que consiguió que los dedos cobraran una importancia desacostumbrada dentro de los cuerpos—, los comandos volvían a darse a gritos, como el amo ordenando a su esclavo.

Estos engendros seguían una tendencia más amplia: un palo se parecía a un brazo, un anteojo a unos ojos, pero las grandes máquinas de la primera revolución industrial no se parecieron en nada a una tejedora. Fue entonces cuando el parecido dejó de estar en la forma para pasar a la función, y así siguió: una bola cuya forma no recordaba la de ningún humano posible hablaba como cualquiera de ellos, contestaba preguntas, recordaba las compras, pedía comidas, organizaba programas de entretenimientos.

Era uno de los ejemplos más difundidos de lo que entonces empezaba a llamarse “el inter-net de las cosas”, un nombre ambiguo para designar la comunicación directa de máquinas como esa con centrales a las que enviaba información. La fórmula se había instalado en el MundoRico pero muy pocos sabían realmente lo que era y menos aún la practicaban o utilizaban. Los usos más básicos se daban en las casas donde máquinas manejaban las provisiones o la temperatura o la energía, o en los cuerpos de personas enfermas implantadas con aparatos que los monitoreaban; los más potentes permitían la gestión automatizada de stocks comerciales e industriales, el control de la producción y la mano de obra, el manejo de plantaciones según datos del suelo y el clima, la obtención y proceso de informaciones militares y tantas otras posibilidades. Todas ellas eran, en cualquier caso, maneras de prescindir de la intermediación humana.



Eran las primeras experiencias prácticas de “inteligencia artificial”, un concepto que empezaba a emerger desde la bruma de la ciencia ficción para instalarse por fin en las vidas de algunos. Y que se iba convirtiendo en la gran amenaza: aquello que muchos amaban temer.

Se llamaba “inteligencia artificial” —IA— a la capacidad de las máquinas de pensar como si fueran —o mejor que si fueran— seres humanos. En esos días, la aparición del ChatGPS fue una bomba mediática (ver cap.18); también se había hablado mucho de la máquina que le ganó a un gran campeón un partido de go, porque el go era un juego que —se decía— no necesitaba, como sí el ajedrez, un manejo de millones de datos sino un tipo de astucia, de repentización, que solía considerarse muy humano. Un escalofrío de miedo empezaba a recorrer aquellas sociedades: entre sus numerosos temores ganaba espacio la amenaza de aquello que, entonces, llamaban “la singularidad”.



La singularidad se produciría, según aquellas definiciones, en ese momento en que las máquinas, cada vez más inteligentes, fueran capaces de crecer solas: que aprendieran a aprender de sí mismas y sus procedimientos y que pudieran, así, mejorarse, rediseñarse, hasta que esos incrementos, graduales al principio, produjeran una aceleración geométrica, una “explosión de inteligencia” que las convirtiera en mentes mucho más complejas y eficientes que la humana, diferentes de la humana —y se despegaran por completo de sus creadores e intentaran controlar el mundo. Los relatos serios nunca definieron cómo se produciría ese golpe de estado más o menos global. En 1993, por ejemplo, Vincent Vinge, un autor norteamericano muy leído, había ofrecido sus certezas: “Dentro de treinta años vamos a disponer de los medios tecnológicos para crear inteligencia sobrehumana. Poco después, la era humana se terminará”. Ahora sabemos que en 2023 nada de eso había sucedido. Otro gurú del momento especificaba, ya en pleno siglo XXI, que “la Singularidad nos permitirá trascender esas limitaciones de nuestros cuerpos y cerebros biológicos; tras ella no habrá diferencias entre hombres y máquinas”. La historiadora, a veces, tiene sus ventajas: ahora, en 2122, nos alcanza con mirar hacia atrás para saber qué sucedió con esas predicciones.

Pero entonces, todavía, algún guaso se sorprendía de que hubiera “tanta gente que trabaja sobre la inteligencia artificial y tan poca sobre la estupidez natural, tanto más numerosa”.

Próxima entrega 20. Los trabajos del ocio

Una revolución que tardó en asumirse fue la del tiempo libre. Por primera vez las personas lo tenían a raudales —y lo usaban sobre todo para mirar y escuchar. Pero no solo, por supuesto.

El mundo entonces

Una historia del presente

MARTÍN CAPARRÓS

'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.

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