Papas, cardenales y unos espaguetis a la carbonara
Miguel había sido enviado a Roma para escribir la crónica de la beatificación del fundador del Opus Dei
El 17 de mayo de 1992, Juan Pablo II beatificó en la plaza de San Pedro a José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Era un domingo de primavera y después de la ceremonia Miguel estaba sentado en una terraza en el Campo di Fiori a la sombra de un toldo que cernía una luz dorada sobre el plato de espaguetis a la carbonara. Enfrente se levantaba la estatua de ...
El 17 de mayo de 1992, Juan Pablo II beatificó en la plaza de San Pedro a José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Era un domingo de primavera y después de la ceremonia Miguel estaba sentado en una terraza en el Campo di Fiori a la sombra de un toldo que cernía una luz dorada sobre el plato de espaguetis a la carbonara. Enfrente se levantaba la estatua de Giordano Bruno y a un lado de la plaza podía ver la fachada de una de las mansiones que habitaron los Borgia, pero después de pasear el pensamiento por toda la historia Miguel siempre volvía al plato de pasta.
Giordano Bruno había sido condenado a la hoguera por atreverse a decir que la Tierra ya estaba en el cielo, puesto que daba vueltas por el espacio alrededor del Sol. Fue el papa Clemente VIII quien, ante su negativa a retractarse, le impuso la pena de muerte con el añadido de que le cosieran la boca con hilo de bramante para que no pudiera blasfemar mientras ardía. Había sucedido allí mismo a pocos metros de distancia, pese a lo cual a Miguel le sentaron muy bien los espaguetis y durante la digestión recordó que del Campo di Fiori había partido el cortejo de mulas con cargamentos de oro que llevó a Rodrigo de Borja hasta el Vaticano para convertirse en Alejandro VI. Puede que fuera un facineroso, pero a este papa se debe La piedad de Miguel Ángel y que Leonardo da Vinci le diseñara los cañones a su hijo César Borgia. Por su parte, montaba fiestas voluptuosas en las que arrojaba un puñado de avellanas por el suelo de la logia y obligaba a las princesas romanas a recogerlas con la boca a cuatro patas. El fraile Savonarola no cesaba de incriminarlo hasta que Alejandro VI se lo quitó de encima. Primero lo condenó a la horca por hereje y después mandó que quemaran su cadáver en medio de la plaza de la Signoria de Florencia. Miguel pidió a un camarero un capuchino y con el sabor de la crema y del café en los labios recordó lo que dijo el valenciano Joan Fuster: “En aquel tiempo todos los príncipes y papas eran unos criminales, pero los nuestros fueron los más profesionales”.
Miguel había sido enviado a Roma para escribir la crónica de la beatificación del fundador del Opus. Los carabineros habían aconsejado a los romanos que se fueran ese domingo a la playa puesto que la ciudad había sido cedida a los españoles, que habían llegado a riadas, la mayoría con aspecto de ser de clase media alta, muy educados y sus mujeres e hijas muy perfumadas. Todas habían pasado el día anterior por las tiendas de vía Condotti y luego se las veía cantando canciones alegres, de colores se visten los campos en primavera, por la vía del Corso llevando en la mano bolsas de grandes marcas.
A las diez de la mañana había comenzado la ceremonia y Miguel, con los compañeros de la prensa, podía contemplar desde lo alto de la columnata una extensión de cardenales y prelados en rojo y morado, como un estofado de primera calidad, que llenaba la plaza de San Pedro. El sol de Roma extraía una fundición de los pedernales y dentro de ella cualquiera hubiera podido freír un par de huevos sobre las sandalias de mármol de algún gigante evangelista que coronaba la crestería. Entonces, se abrió la puerta principal de la basílica y se produjo un impacto faraónico. Apareció una comitiva formada por acólitos con la cruz y los candelabros y dos hileras de jerarquías que iban aumentando en esplendor y tamaño para dar paso al faraón. Con el báculo en la mano, acompasadamente, el papa Juan Pablo II entró en escena y no creo que Amenofis, ni Jerjes ni Ciro tuvieran las tablas de este polaco. La ceremonia estaba dedicada al hijo de un vendedor de paños de Barbastro llamado Escrivá, una de cuyas reliquias, en este caso, una muela, fue exhibida urbi et orbi en una bandeja de plata mientras sonaba un hosanna a cuatro voces de Palestrina.
En realidad, la beatificación de Escrivá de Balaguer era una coartada que le había servido a Miguel para ir a Roma con otro propósito. Por fin después de tantos viajes esta vez pudo encontrarse a solas en una pequeña sala del palacio Doria-Pamphili ante el retrato de Inocencio X, pintado por Velázquez. Todos los críticos de arte aluden a los ojos terribles de este personaje; en cambio, a Miguel le pareció que era un pirata berberisco aterrorizado ante la mirada devastadora de ese maldito pintor que le estaba sacando el alma. Velázquez sabía que esa boca carnosa del papa se debía a mil asados y mil mujeres que había devorado; su nariz tumefacta era producto de la enorme cantidad de vino que había bebido y su ceño adusto indicaba que ni siquiera creía en Dios. Miguel escribió la crónica de este viaje a Roma bajo un sol de primavera, del que hoy solo recuerda como lo más consistente y perdurable, no la gloria de los pontífices, sino el sabor de aquellos espaguetis a la carbonara.