Así nació en Argentina el movimiento que está cambiando la música
Viajamos al lugar donde empezó la explosión urbana que triunfa en las plataformas y en los conciertos con artistas como Bizarrap, Nicki Nicole, Wos, Nathy Peluso o Duki. Este último actúa en Madrid este fin de semana con dos llenos en el WiZink Center
El número 247 de la calle Antezana, una casona de dos pisos, como la mayoría de las que pueblan los barrios de clase media de Buenos Aires, es la vivienda en la que Alejandro Farache vivió en su infancia. Para miles de adolescentes que pasan a diario y dejan pintadas en su fachada, que se reúnen en la puerta para tomarse fotos a cualquier hora, es la meca del movimiento musical de sus vidas. El trap argentino estalló tan rápido que ya tiene hasta un monumento. En cinco años pasó de un grupo de chicos que se juntaban a improvisar hip hop en una plaza a los oídos de toda una generación de habla ...
El número 247 de la calle Antezana, una casona de dos pisos, como la mayoría de las que pueblan los barrios de clase media de Buenos Aires, es la vivienda en la que Alejandro Farache vivió en su infancia. Para miles de adolescentes que pasan a diario y dejan pintadas en su fachada, que se reúnen en la puerta para tomarse fotos a cualquier hora, es la meca del movimiento musical de sus vidas. El trap argentino estalló tan rápido que ya tiene hasta un monumento. En cinco años pasó de un grupo de chicos que se juntaban a improvisar hip hop en una plaza a los oídos de toda una generación de habla hispana. Farache, comerciante de 51 años, cuenta que sus padres compraron la casa a mediados de los setenta, que se mudaron ahí cuando él tenía cinco años y que, tras la muerte de su madre, se puso en alquiler.
Primero se mudó allí una familia. Después, a mediados de 2017, la alquilaron un grupo de veinteañeros. Eran algunos de los fundadores de El Quinto Escalón, la competición de hip hop improvisado que comenzó en las escalinatas de un parque, unas calles al sur de la casa, y que terminó llenando galpones con miles de adolescentes. Alejo Nahuel Costa (conocido como Ysy A), uno de sus creadores, y Mauro Ezequiel Lombardo (conocido como Duki), su gran campeón, se mudaron a Antezana 247 mientras la competición anunciaba su fin. “Pensé que eran youtubers: no tenía idea de lo que era el trap”, recuerda Farache, que volvió a vivir a la casa con su familia para descubrir que su puerta era un museo. “Ahora soy el fanático número uno, pero me acuerdo que el representante de los chicos me hablaba de su futuro, del de Duki más que nada. Decía que iba a ser el Luis Miguel del trap. Entonces me parecía una exageración”.
Duki (Buenos Aires, 26 años) terminó demostrando lo contrario. Y lo hizo como un rayo: ganó El Quinto Escalón en agosto de 2016 y en noviembre de ese año publicó su primer sencillo, que llegó a dos millones de reproducciones en YouTube en dos semanas. Cuatro discos y más de un centenar de canciones después, ahora desembarca en España para sus dos presentaciones de este fin de semana en Madrid (este viernes y el sábado en el WiZink Center), con todas las entradas ya agotadas. Para los siguientes, en Barcelona (3 y 4 de marzo en el Palau Saint Jordi), quedan solo unas cuantas. Entre octubre y noviembre del año pasado llenó cuatro veces el estadio José Amalfitani de Buenos Aires y se convirtió en el artista argentino más rápido en agotar entradas: los 180.000 tiques volaron en horas.
“Me acabo de dar cuenta de dónde estoy parado y no lo puedo creer. Que escuchen mi música cambió mi vida”, recordó al borde del llanto en el primero de esos conciertos, el 6 de octubre. Acababa de cantar apenas tres canciones y el estadio ya se estaba viniendo abajo. Apagado el procesador de voz autotune del micrófono, mientras el sudor le brillaba entre los tatuajes de la cara, arengó a la gente de las plateas más alejadas, las más baratas. “¿Cómo están los pibes del fondo? Ese sector es muy especial para mí”, recordó. El primer concierto que vio en vivo fue desde ahí, cuando tenía 10 años. Lo contó sobre el escenario: fue en 2009, una noche de lluvia torrencial. Tocaba una leyenda del rock nacional, Charly García.
La referencia no fue casual. En 2018, antes de que el trap argentino rompiera fronteras, de los millones de visualizaciones en YouTube y de las giras mundiales, un Duki de 22 años que todavía no había lanzado un disco fue invitado a cantar en los Premios Gardel, los galardones de la música nacional. Era una elección exótica, y él la aprovechó a su estilo: además del procesador de voz, lo acompañó la Orquesta Sinfónica Nacional. “Hay que prohibir el autotune”, ironizó Charly García (Buenos Aires, 71 años) esa noche, que recibió el premio más importante, el Gardel de Oro, tras la presentación del trapero. La industria se alineó con uno de sus mayores héroes y las críticas llovieron por semanas. “Lo amo”, soltó Duki un mes más tarde, en una entrevista para la portada de la edición argentina de Rolling Stone. “Charly me puede decir que soy un hijo de mil putas y va a estar todo bien”, añadió.
El tiempo, otra vez, terminó dándole la razón. Duki todavía no ha ganado ningún premio Gardel, pero desde su presentación hasta hoy, la música urbana de la que fue punta de lanza ha copado los galardones. El año pasado, Wos (Valentín Oliva, otro campeón de El Quinto Escalón) se convirtió en el primer rapero en levantar el Gardel de Oro. En el podio lo acompañaron su compañero de batallas, Trueno, con el premio a mejor álbum en vivo; Nicki Nicole, con mejor disco de música urbana, y el éxito reguetonero de María Becerra y Tini Stoessel, Miénteme, como canción del año.
La música urbana ha vivido un estallido en Argentina. El país, orgulloso de su rock nacional y cuya identidad popular siempre estuvo vinculada a la cumbia, nunca le había hecho un lugar al hip hop en su industria. La piedra fundacional la puso esta generación, que se hizo popular con las batallas callejeras de improvisación o freestyle. “Todo empieza ahí, esa es la particularidad que tiene Argentina sobre otros países. Buena parte de los cantantes de música urbana actual nacen en las batallas”, analiza Sebastián Muñoz, doctor en Antropología que estudió la incursión del hip hop en el país desde la década del ochenta. Y explica: “La gente que hacía rap, fundamentalmente desde los noventa, no se identificaba con los sectores populares, al contrario de lo que pasó en Chile, en España, tal vez en México. En Argentina existían figuras como Ilya Kuryaki & the Valderramas o el Sindicato Argentino del Hip Hop, pero no eran muy cercanas. El rap no fue popular porque no se identificaba con la gente. Se le criticaba como algo gringo”.
Para Muñoz, la música urbana estuvo “en el ojo de la tormenta” de un proceso de cambio en las industrias culturales hacia la digitalización. Hacer hip hop era más fácil que formar una banda: con un ordenador en casa, un cantante podía experimentar y grabarse. “Desde 2015 en adelante, a nivel mundial, toda esa música que se hacía de forma autogestionada colisionó con el reordenamiento que produjo el streaming y la posibilidad de que la industria, los grandes sellos, vea ahí un negocio”, dice. “El crecimiento fue autónomo respecto al mercado, no tenía nada que ver con la industria. La red underground generó su propio mercado y, por los números que tiene, empezó a ser rentable para los sellos. Spotify empezaba a ser superimportante. Los músicos también se dan cuenta de que pueden empezar a monetizar sus canciones a partir de ahí. Es una música apropiada para el ritmo de producción de un algoritmo: uno puede producir y publicar constantemente”.
Pero el movimiento es algo más que sencillos cada semana en Spotify. La gran sensación de finales de 2022 no fue uno de los cientos de canciones de la constelación de artistas nacidos al calor de El Quinto Escalón, sino un álbum conceptual producido por uno de sus parias. Post Mortem, de Dillom, agotó teatros en minutos en todo el país y terminó siendo uno de los platos fuertes del Lollapalooza Argentina del año pasado, donde alternó escenario con Wos y Duki frente a 30.000 personas. Tenía una intención por narrar un mundo concreto: el éxito inesperado y las tragedias de su infancia, los dibujos animados y lecturas de Herman Hesse, la adicción a las pastillas y el azote de la economía en Argentina... Mientras las batallas improvisadas ya se cocían en el barrio de al lado, Dylan León Masa (nombre real de Dillom, Balvanera, Argentina, 22 años) producía sus propios eventos. “Comencé a armarlos a los 15 años. Antes del bum de todo esto nadie te quería dar lugar para un evento de rap”, cuenta a EL PAÍS. “Ahora todos están desesperados por armarlos porque mueven mucha gente, pero en ese momento éramos 10 gatos locos”. El pasado fin de semana, Dillom fue uno de los artistas más esperados del Cosquín Rock, uno de los festivales más puristas del rock argentino.
Amigo de Andrés Calamaro y alabado por Fito Páez, Dillom admite que en su casa se escuchaba mucho rock nacional, pero que él “no le veía el valor”. “Ahora puedo entender la grandeza de esas figuras y es un honor”, señala sobre el cariño que recibe de los padres de la industria nacional, pero no los deja en el pedestal: “Ese aval es pesado y a mí me sirve muchísimo porque su público es muy crítico de mi generación, pero creo que tenemos un intercambio mutuo. También hay mucha gente que me escucha a mí, que no crecieron con ellos, y ahora se interesa en su música. No necesitan mi validación, obvio, pero es una forma de mostrarles respeto”.
Esta generación de músicos argentinos rompió esa barrera con el rock y eliminó el prejuicio de que el hip hop era música “para gringos”. Y lo hizo abrazado al artista más popular de su infancia: Eminem. La película 8 millas, donde el rapero cuenta su éxito a través de las batallas callejeras, es una referencia constante entre los primeros traperos. Esa falta de prejuicios convergió con una digitalización acelerada, en la que el Gobierno también jugó su papel: artistas como Neo Pistea, otro residente ilustre de Antezana 247, o el rapero L-Gante, uno de los exponentes de la nueva cumbia argentina, produjeron sus primeras canciones en los portátiles del programa Conectar Igualdad, que entre 2010 y 2015 repartió casi cinco millones de ordenadores a niños de escuelas públicas en todo el país.
Tal vez el mejor ejemplo de cómo la curiosidad y el acceso a la tecnología lanzaron a esta generación al estrellato está en Gonzalo Julián Conde, Bizarrap para el mundo. Antes de ser el productor musical más cotizado del momento, que lo mismo lleva a Nathy Peluso, Residente o Shakira a su estudio casero, Bizarrap, hoy de 24 años, fue casi un cronista de las batallas callejeras. El mundo conoce a Bizarrap por sus más de 50 sesiones de estudio con la crema de la música urbana, pero los adolescentes en Argentina todavía recuerdan su primer canal de YouTube, hoy cerrado, donde preparaba los Combos Locos: resúmenes editados con las mejores batallas, ediciones con chistes sobre otras no tan buenas y algunas de sus primeras canciones.
“Gracias a vos muchos estamos donde estamos. Sos el número uno”, le dedicó Bizarrap a Duki en el cierre de uno de sus conciertos en Buenos Aires en octubre pasado. Fue uno de los momentos más emotivos de la noche: el más popular de la clase y el chico que miraba todo desde lejos, consagrados casi cinco años después. Detrás de esos dos jóvenes de clase media bonaerense se ha cimentado gran parte de la industria musical argentina: ahora, uno de los trovadores insignia de la lucha contra la dictadura de los setenta, Víctor Heredia, canta junto al rapero Trueno; Gustavo Santaolalla, productor insignia del rock latinoamericano de los noventa, colabora en los discos de Ysy A; Fito Páez anunció que quiere reeditar su disco cumbre, El amor después del amor, con artistas contemporáneos. Incluso figuras pop, como la chica Disney Tini Stoessel o Emilia Mernes, que encabezó un momento fugaz de la nueva cumbia con su grupo Rombai, han virado hacia la música urbana. Argentina tiene un tesoro musical.
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