La muerte de Hans Magnus Enzensberger y el cisma que deja en la literatura alemana

El enfrentamiento entre los autores alemanes sigue pareciendo motivado, en última instancia, por la confrontación entre las realidades de un mundo ambiguo y multipolar

Hans Magnus Enzensberger, en Italia en julio de 2012.Leonardo Cendamo (Getty Images)

No tenía ningún interés en dirigir “un puesto de salchichas asadas”, dijo Deniz Yücel al renunciar a la presidencia del Centro PEN de Alemania (la asociación nacional de escritores integrada en el Pen Club Internacional) en mayo pasado; el malestar venía de algunos meses atrás, cuando este periodista alemán de origen turco de 49 años de edad apoyó públicamente la intervención de la OTAN y el cierre del espacio aéreo europeo tras la invasión rusa de Ucrania pes...

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No tenía ningún interés en dirigir “un puesto de salchichas asadas”, dijo Deniz Yücel al renunciar a la presidencia del Centro PEN de Alemania (la asociación nacional de escritores integrada en el Pen Club Internacional) en mayo pasado; el malestar venía de algunos meses atrás, cuando este periodista alemán de origen turco de 49 años de edad apoyó públicamente la intervención de la OTAN y el cierre del espacio aéreo europeo tras la invasión rusa de Ucrania pese a que los miembros del Centro abogaban por la neutralidad: para Yücel solo eran “unos ególatras deseosos de protagonismo” para quienes “los autores perseguidos son algo accesorio”, y su lugar fue ocupado de inmediato, interinamente, por el escritor austriaco Josef Haslinger, de 67 años.

Una diferencia de edad relevante puede hacer que ciertas cosas se vean de manera distinta: entre los actores principales del drama del “puesto de salchichas asadas” hay 18 años de distancia, de modo que el malestar en el Centro PEN alemán puede ser visto, en primer lugar, como resultado de un conflicto entre generaciones, algo que este mes admitió tácitamente la escritora austriaca Eva Menasse cuando declaró a la prensa que el nuevo PEN Berlín —una escisión del anterior entre cuyos quinientos miembros está Yücel— es “más joven, más femenino y más inmigrante”; en los hechos, sin embargo, pese a que el nuevo gremio tiene entre sus miembros a una considerable cantidad de escritores y escritoras de origen inmigrante y es posible que cuente con un mayor número de mujeres en sus filas que su contraparte, el enfrentamiento entre los autores alemanes sigue pareciendo motivado, en última instancia, por la confrontación entre las realidades de un mundo ambiguo y multipolar que demanda de los intelectuales cierto relativismo moral y una extraordinaria flexibilidad y las de un mundo más ordenado, que se aleja en el horizonte con la desaparición de sus principales actores.

La muerte de Hans Magnus Enzensberger a finales del mes pasado —que se sumó a las, algo menos recientes, de Friedrich Christian Delius, Klaus Wagenbach, Wilhelm Genazino, Peter Härtling, Ilse Aichinger, Siegfried Lenz, Joachim Kaiser y otros― es la manifestación más evidente del cambio de guardia; con él desapareció un protagonista fundamental de los vínculos entre literatura y política en los últimos setenta años de vida intelectual en Alemania. La biografía del autor de El diablo de los números es, en ese sentido, ejemplar: participó del Gruppe 47, el think tank que dio forma a una literatura alemana de posguerra e hizo su principal tema la revisión del periodo nacionalsocialista —o de lo que quienes participaron en él deseaban recordar, un asunto especialmente espinoso que acaparó portadas cuando Günter Grass mencionó al final de su vida, en una entrevista promocional de su autobiografía Pelando la cebolla, que con 17 años había pertenecido a las Waffen-SS—; pero también fue parte del movimiento juvenil en torno al Mayo francés, que en Alemania se manifestó como una oposición extraparlamentaria —de la que salieron, por cierto, tendencias y organizaciones políticas por completo distintas, como la Fracción del Ejército Rojo y los Verdes—, se acomodó al papel otorgado al mercado como fuerza hegemónica en asuntos literarios, publicó varios best sellers y su autoridad moral se volvió incuestionable, en especial —por comparación— tras las defecciones de Peter Handke, el rechazo producido por ciertos posicionamientos de Jürgen Habermas y la publicación de Lo que hay que decir, el poema con el que Grass denunció en 2012 que “Israel, potencia nuclear, pone en peligro / una paz mundial ya de por sí quebradiza”, algo que, pese a no dirigirse ni contra los judíos ni contra su cultura, le valió acusaciones de antisemitismo. El desencanto lúcido de Enzensberger, la sofisticación de Alexander Kluge y el, relativamente, bajo perfil de otros escritores de su promoción como Peter Bichsel, Michael Krüger, Botho Strauss, Rolf Schneider, Martin Walser y Jürgen Becker los protegió —y continúa haciéndolo— de una sociedad cada vez más fragmentada.

Retrato del escritor Günter Grass, en su casa de la isla danesa de Mon, el 8 de septiembre de 2006.Bernardo Pérez

“En un lado”, recordó Enzensberger en Tumulto, sus memorias de la década de 1960, “la tibia República Federal; en el otro, la ‘zona’, sobre la cual abrigaba yo pocas ilusiones, vacunado como estaba por mi propia inspección del terreno y por lecturas tempranas tales como Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt, Homenaje a Cataluña de Orwell y El pensamiento cautivo de Czesław Miłosz”. Hasta la caída de cierto muro en Berlín, sólo se necesitaba escoger un bando; después, simplemente, adherir al consenso en torno a asuntos como la libertad de expresión, la solidaridad, el pacifismo, la democracia, la autonomía de la obra de arte, el libre mercado: de pronto, el liberalismo económico y el conservadurismo político eran parte de un “sentido común” sin alternativa que, sin embargo, sería puesto en cuestión pocas décadas después por las estéticas poscoloniales, los feminismos, la irrupción de una concepción “posautónoma” del arte en cuyo marco quienes lo practican son —en primer y, a menudo, excluyente lugar— activistas, las políticas de la identidad, el secuestro de la libertad de expresión y la visibilidad cada vez mayor de los efectos disruptivos sobre el medio ambiente y la sociedad de un capitalismo tardío incapaz de generar riqueza y en absoluto deseoso de distribuirla.

Estos y otros cambios acontecidos en la sociedad en las últimas décadas, y las diferentes interpretaciones que suscitan, están detrás de la escisión entre los escritores alemanes en igual o mayor medida que el conflicto intergeneracional y unos rasgos de carácter que parecen ser irreprimibles. (Yücel aprovechó el primer congreso del PEN berlinés para denunciar que, al hablar de “diversidad”, muchos solo estaban hablando de sí mismos.) Antes incluso de que el colectivo pudiese celebrar su primer encuentro ya habían renunciado tres de sus miembros, y otros estaban considerando dar ese paso, según la prensa, debido a las “tendencias peligrosas” de algunos. Pocas veces la desaparición de una generación de escritores coincidió tan claramente con un cambio de paradigma como el que se produce en Alemania en estos momentos; sin embargo, el cambio no sólo tiene lugar en ese país, y ya explica algunas discusiones que tienen lugar en la sociedad literaria española, la que es y la que quiere ser: los malentendidos que resultan a menudo de los intentos de distinguir entre estéticas “de derecha” y “de izquierda”, la frivolización de las formas actuales de censura solo porque estas no son producidas por el Estado, el restablecimiento del vínculo entre literatura y ejemplaridad y entre la simpatía que despiertan ciertos autores y la valoración de su obra, la incomprensión del hecho manifiesto de que un filme, un libro, un artículo, un chiste no están jamás dirigidos contra un sujeto individual y sólo en raras ocasiones contra un colectivo...

Qué sucederá con la literatura en alemán en los próximos años depende en buena medida, al parecer, del modo en que los autores de la generación “intermedia” —Uwe Tellkamp, Herta Müller, Marlene Streeruwitz, Durs Grünbein, Ilija Trojanow, Andreas Maier, Clemens Meyer, Christian Kracht, Feridun Zaimoglu, Terézia Mora, David Wagner, Martin Mosebach, Sibylle Lewitscharoff, la propia Menasse, siete de ellos ya parte del nuevo PEN Berlín— se las arreglen para navegar las demandas contradictorias de dos generaciones, la suya y la siguiente, así como del modo en que respondan a la pregunta de si la libertad de expresión continúa siendo un derecho fundamental de las personas —de absolutamente todas ellas— o no. Mientras tanto, y pese a todo, el PEN de Berlín ya puede presumir de dos logros importantes: el reconocimiento a Ursula Krechel por su trabajo como escritora, en el que la continuidad del fascismo en la sociedad alemana de posguerra ocupa un lugar central, y la llegada al país de la escritora kurda Meral Şimşek, perseguida por las autoridades turcas desde junio de 2021.

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