Las vidas largas
La sexta entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, cuenta cómo las vidas se alargaron gracias a los avances y qué pasó con la nueva vejez
Se pueden discutir muchas cosas sobre el comienzo del siglo XXI, pero una es indudable: las personas vivían tanto más que antes. Lo mostraba una cifra que entonces se imponía: la llamaban “esperanza” o, más claro, “esperanza de vida”.
Pese a su nombre espléndido, la esperanza de vida era un cálculo estadístico: técnicos y programas promediaban la edad a la que morían las personas en un determinado espacio geográfico y así pronosticaban cuántos años podrían durar los que nacían allí en ese momen...
Se pueden discutir muchas cosas sobre el comienzo del siglo XXI, pero una es indudable: las personas vivían tanto más que antes. Lo mostraba una cifra que entonces se imponía: la llamaban “esperanza” o, más claro, “esperanza de vida”.
Pese a su nombre espléndido, la esperanza de vida era un cálculo estadístico: técnicos y programas promediaban la edad a la que morían las personas en un determinado espacio geográfico y así pronosticaban cuántos años podrían durar los que nacían allí en ese momento. La esperanza de vida era una cifra básica que decía lo más básico: vivir o no vivir. Esperanza de vida significaba retrasar por más tiempo la muerte —que seguía siendo ineludible.
Durante siglos la esperanza de vida se había mantenido más o menos constante. Hasta mediados del XVIII era raro que superara los 35 años; era cierto que en esa cuenta pesaba mucho la gran cantidad de chicos que morían: dos de cada cinco no llegaban a la edad adulta. La esperanza de vida era un promedio: un intento de describir un conjunto limando sus particularidades. Pero, aún así, era un promedio brutalmente elocuente —aunque, como todos los números, se usaba para cualquier engaño. Era fácil decir, por ejemplo, que en 1950 “la esperanza de vida de la humanidad” eran 46 años y en 2020 eran 73. Era fácil y, aunque ahora la cifra nos pueda parecer menor, representaba un avance extraordinario. Pero decirla suponía no decir, por ejemplo, que en 2020 se calculaba que los nacidos en Norteamérica debían vivir —en promedio— hasta los 79 años y los nacidos en África hasta los 59. No decir que entre un norteamericano y un africano la famosa desigualdad se medía así de fácil, así de despiadada: que uno tenía muchas posibilidades de vivir 20 años más, un tercio de vida más que el otro.
Para eso, las diferencias económicas eran centrales, pero también actuaban otras: estilos de vida, clima, presiones, cataclismos varios y demás sobresaltos. En esos días los cinco países con mayores esperanzas eran, en ese orden, Japón, Suiza, España, Singapur y Francia, que superaban los 83 años; los cinco con menores eran Suazilandia, Lesotho, Sierra Leona, Chad y Costa de Marfil, que andaban por los 50: más de 30 años menos.
(El ser humano promedio —decían entonces, aunque sabían que el ser humano promedio no existía— tenía 31 años, y el africano promedio —que tampoco existía— tenía menos de 20, y el italiano o español promedio tenía más de 45. Era otra forma de decir lo mismo.)
Y si las diferencias entre países eran dramáticas, las internas eran casi más feroces: en los Estados Unidos, en 2020, por ejemplo, un varón blanco esperaba vivir siete años más que un varón negro —porque entonces los negros tenían menos plata para curarse y cuidarse y alimentarse bien, y más chances de morir violentamente. En Rusia, por ejemplo, un hombre esperaba vivir 10 años menos que una mujer —porque entonces ellos seguían bebiendo y fumando y empachándose mucho más que ellas. En Francia, por ejemplo, tan égalité fraternité, los señores del 5% más rico, que ganaban más de 6.000 euros, esperaban vivir 13 años más que el 5% más pobre, que ganaban 500. Y así de seguido. La esperanza de vida era un indicador imprudente: hablaba, cantaba, gritaba tantas cosas —pero no es cierto que esa haya sido la razón para dejar de usarlo. Y, más allá de esas desigualdades, la mayoría de las personas vivían mucho más que antes.
(Era precisamente esa constatación, decían algunos, la que hacía más odiosas aún las diferencias: cuando no se podía, no se podía; ahora que se podía, no hacerlo era violencia pura.)
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Nada de esto niega que la ciencia y técnica médicas habían avanzado como nunca antes. Aunque la medicina práctica más desarrollada estaba en un momento de transición: el trabajo del médico ya no consistía, como había sido durante muchos años, en revisar a su paciente y evaluar sus síntomas para deducir, gracias a sus conocimientos, el posible diagnóstico. En ese momento un médico era —salvo marcadas excepciones— un operador que pedía estudios y más estudios y podía definir que en un porcentaje apreciable de los casos la combinación de tal y cual resultado suponía tal o cual dolencia. La medicina ya era una práctica estadística: era lo mismo que poco después harían las máquinas, acotado todavía por las limitaciones de almacenamiento, actualización y proceso de la mente humana.
Pero en esos días, en el MundoRico, las personas visitaban servicios médicos más que nunca antes. Durante milenios los médicos —o curadores varios— habían sido personajes que solo se consultaban en circunstancias extraordinarias. En 2020 la proliferación de especialistas, de centros de salud, de terapias diversas —y de miedo a las enfermedades, uno de los temas que el público más buscaba en la inter-net (ver cap.19)— hizo que un ciudadano medio de país rico viera a algún médico entre ocho y diez veces por año. Por lo cual la cantidad de médicos creció enormemente: los países ricos tenían una media de 4 cada 1.000 habitantes; los más pobres no llegaban a 0,4: 10 veces menos médicos por persona.
Pero, globalmente, su cantidad se había multiplicado como nunca. Había más de 10 millones en todo el mundo —y la Organización Mundial de la Salud planteaba que faltaban cuatro o cinco millones más. Estados Unidos, con el 4% de la población, concentraba el 8% de los médicos y el 17% de los enfermeros.
(Una consecuencia secundaria de ese ascenso del número de médicos fue el descenso social de la profesión: la mayoría de sus practicantes dejaron de pertenecer a la burguesía acomodada y pasaron a ser empleados de clase media, funcionarios que no siempre llegaban bien a fin de mes.)
Ningún país tenía tantos médicos por habitante como Cuba —que los exportaba— con más de 8 cada 1.000, aunque Italia lo seguía de cerca y Francia, Grecia, el Reino Unido, Georgia o Israel rondaban los 6 cada 1.000 habitantes. Chad, Níger, Liberia o Somalia podían tener, si acaso, un décimo de médico cada 1.000 personas. Y algo parecido pasaba con las camas de hospital: la media europea era de 4 por cada 1.000 habitantes; la media africana, menos de una. En los países más pobres la escasez de médicos e instalaciones seguía siendo grave: una de las principales causas de muerte de su población. Acceder a la medicina siempre que fuera necesario todavía era un privilegio del MundoRico.
(Pero las enfermedades seguían relacionadas con lo mágico. No existían formas de preverlas a partir del mapa genético y, así, nadie sabía cuáles podrían tocarle y se interpretaba su aparición como un azar inverosímil o el designio de algún ser superior más inverosímil aún. En cualquier caso, no había hoja de ruta previa y la zozobra que producía esa amenaza siempre presente era, según algunos historiadores, un círculo extremadamente vicioso: causaba muchas de las enfermedades entonces en circulación.)
Las desigualdades de la atención médica no solo acortaban las vidas de los individuos; también producían enfermedades diferentes. “La civilización es morirse de un infarto. O, por lo menos, eso es lo que hacen cada vez más las personas de los países que se piensan más civilizados, los más ricos”, escribió un comentarista guaso en esos días. Y era cierto que en Suecia o Alemania el 39% de las personas se morían por enfermedades cardiovasculares; en Kenia, por ejemplo, sólo el 11%. No era porque tuvieran corazones más fuertes; se morían antes de otras cosas. Diarreas y otros males gástricos, VIH, tuberculosis, desnutrición, malaria y todos esos niños que no conseguían cumplir los cinco años. En el MundoRico, en cambio, la vejez —el aumento exponencial de la cantidad de viejos— era la consecuencia más directa de las mejoras sanitarias, y un problema que todavía no sabían resolver.
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En esos días la vejez era un rompecabezas nuevo, de proporciones nunca vistas. Hacia 1960 vivían en el mundo unos 3.000 millones de personas y 150 millones tenían más de 65 años: el 5%. En 2022, sobre 8.000 millones, 800 superaban esa edad: el 10% de la población. El doble de viejos: a veces los números parecen mudos; otras, gritan. El incremento, sobre todo en los países ricos donde los retiros y pensiones eran un derecho adquirido de quien cumpliese 65 años, complicó muchas cosas: si demasiadas personas vivían demasiado tiempo no había forma de que los —relativamente— jóvenes que todavía trabajaban sostuvieran con sus trabajos sus descansos (ver cap.15).
Pero, además, había una complicación que podríamos llamar ontológica. Con la extensión de la vejez y el aumento de los viejos, la contradicción se hacía más evidente: aun en las mejores condiciones posibles, esos hombres y mujeres se volvían mucho más frágiles que unos años antes, vivían mucho peor. Era evidente que, a partir de cierto momento, todas sus facultades, físicas y mentales, disminuían y nada las reemplazaba: envejecer era pura pérdida. Se escribían tratados que intentaban entender por qué la naturaleza, de ordinario tan sabia, había diseñado un proceso en que las personas sólo se degradaban. “Por mucho que intentemos disfrazarlo con adornos tribales, envejecer es ir perdiendo fuerzas, facultades, esperanza, gracia”.
Tardaron en entender que el error estaba en atribuir la vejez a la naturaleza: que ese estado no era un devenir natural sino un invento humano —o, punteó alguien, un “error humano”. Que, silvestres, las personas solían morirse cuando dejaban de ser capaces de reproducirse —cuando dejaban de ser útiles a la manada—: que un hombre que no podía cazar o una mujer que no podía masticar duraban poco.
La vejez, entonces, ese camino de pura pérdida, no era una falla de la naturaleza; era otra consecuencia del orgullo humano. Inventar la vejez fue un largo proceso que implicó, entre otras cosas, ir controlando los factores que la impedían: primero fueron fieras hambrientas, fríos extremos, el hambre, plantas venenosas; después las guerras y masacres, aguas podridas, infecciones, virus, partos. La extensión de las vidas fue una gran meta y un esfuerzo extraordinario de la civilización que, durante siglos, había dado resultados muy escasos hasta que, en el siglo XX, los cambios técnicos consiguieron una explosión de años. Y sin embargo en 2022 la vejez todavía era aquella novedad incompleta: los científicos habían logrado que las personas vivieran muchos años más, pero todavía no habían aprendido a hacerlos buenos. Ese momento de transición dejaba a tantos perplejos o infelices.
Contra la vejez o, mejor dicho, contra el envejecimiento de los cuerpos, y a favor de esa cultura del yo que fue una de las marcas principales de la época, hubo entonces un desarrollo inédito de todo tipo de técnicas destinadas a conservar y mejorar las carnes personales. Hasta entonces los ejercicios corporales siempre habían servido para preparar a su ejecutante para ciertas actividades físicas: la caza, el deporte, la guerra. En ese principio de siglo se empezaron a usar —con frenesí, sin medida— para modelar el cuerpo de cada quien y adaptarlo a los gustos y temores de la época. Florecieron los gimnasios llenos de aparatos e instructores —donde gentes de toda edad y condición intentaban parecerse a los modelos dominantes—, las lecciones grupales o personales en vivo o en virtual, e incluso esos sirvientes de los más privilegiados que llamaron “personal trainer”: alguien que trabajaba el cuerpo de un solo cliente. Los ejercicios se complementaban con muchas otras operaciones: dietas, potingues, cirugías.
En síntesis, se podría decir que en ningún otro momento de la historia tantos hicieron tanto por sus cuerpos. No lo sabían, por supuesto, pero fue su cima: la digitalización creciente de todos los aspectos de la vida los fue volviendo más y más superfluos.
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En cualquier caso, era cierto que la salud había progresado más que otras necesidades. Durante el siglo XX aparecieron medicinas que parecían ineludibles —la aspirina, los antibióticos, la anestesia, la píldora anticonceptiva— y técnicas revolucionarias como la radiografía y la ecografía, los by-pass, los transplantes de órganos y la cirugía láser. Pero la mayoría de los expertos coincidía en que nada había prolongado tanto las vidas como la mejora de la higiene.
Hacia 1920 la enorme mayoría de las viviendas no tenía un baño propio conectado a redes cloacales; el aumento de esas conexiones salvó a millones. Pero en 2020, aunque los habitantes de los países ricos ni lo imaginaban, la otra mitad del mundo seguía sin tener cloacas (ver cap.2). La mitad que las tenía vivía muy distinto: las personas todavía defecaban y, tras milenios, habían resuelto las formas de hacerlo en espacios higiénicos; gracias a una mezcla de técnicas cloacales cada vez más desarrolladas y mano de obra barata, los baños de los que tenían baños eran lugares casi limpios. La mitad que no tenía cagaba muy parecido a sus tatarabuelos: alrededor de 1.000 millones de personas solían hacerlo al aire libre.
En un mundo que se jactaba de su “globalización”, la falta de baños era un ejemplo tan elocuente de desarrollo desigual: mientras que en el MundoRico cagar era la actividad más privada y más oculta, en el Pobre había muchas personas que siempre lo habían hecho con otras, en descampados o letrinas comunes. Lo que para algunos era un tabú absoluto era, para otros, la costumbre.
“Seguramente no lo habría mirado de no ser por el sol: el sol salía tan rojo, bien al fondo, deslumbrante, pero en el contraluz, como sombras chinescas, repartidos por el campo en líneas muy irregulares, dos o tres docenas de cuerpos en cuclillas cagaban en la madrugada. La imagen no era fija: uno se levantaba, uno llegaba, alguno alzaba un brazo en el esfuerzo. Cada cuerpo no importaba mucho: entre todos, compusieron mi primer paisaje de la India”, decía un reportaje de la época, curiosamente autorreferencial.
Y miles de millones de personas tampoco imaginaban que el agua debiera “conseguirse”. El agua, si acaso, debía “pagarse” a fin de mes, pero tenerla consistía en abrir la canilla o grifo o pluma. Mientras tanto, una persona de cada cuatro —casi 2.000 millones— seguía viviendo sin agua potable en sus casas, y tenía que ir a buscarla a algún lugar más o menos cercano, una fuente o, si acaso, algún río. Ese gesto que para tantos era absolutamente natural —abrir el grifo y dejar correr el agua— para tantos otros era un sueño, y la diarrea y otras enfermedades sanitarias seguían matando más gente que todas las guerras juntas. Visto desde aquí sorprende que tantos, en tiempos ni siquiera tan lejanos, no tuvieran conciencia de que su mundo era dos mundos.
La higiene, aún así, había mejorado lo suficiente como para incidir en la reducción de otro rubro estadístico muy en boga entonces: la tan mentada “mortalidad infantil”. Los niños eran particularmente sensibles a las condiciones sanitarias. Era clásico el ejemplo de la evolución de Londres tras la “Revolución Industrial” del siglo XIX, cuando la mitad de los chicos se moría antes de los cinco años y, gracias al agua potable y las cloacas, esas muertes se redujeron a “solo” una quinta parte de los nacidos vivos.
Lo mismo se reprodujo en muchos rincones del planeta durante el siglo y medio posterior; también es cierto —queda dicho— que en muchos rincones no fue así. Por eso la mortalidad infantil —la proporción de niños nacidos vivos que no llegaban a los cinco años— fue otro indicador de las enormes diferencias. Todavía en pleno 2020, en todo el mundo, 30 de cada 1.000 chicos se morían antes de cumplir los cinco. Podían llegar a 100 en Afganistán, Somalía o la República Centroafricana y, por supuesto, no alcanzaban a tres en la mayoría de los países ricos. Las condiciones del parto, el acceso a los remedios y los cuidados sanitarios, la alimentación de sus madres, su propia alimentación o la falta de ella —entre otros factores— producían estas diferencias abismales.
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Las técnicas médicas, mientras tanto, seguían mejorando. Y seguían mostrando con demasiada claridad la desigualdad en el reparto de la salud: la diferencia de recursos entre los países ricos y los pobres era disparatada. Un ejemplo obvio eran los transplantes. El transplante de órganos era, entonces, una técnica relativamente nueva: el primer transplante de hígado —entre gemelos— se había realizado en 1954, el primero de corazón en 1967, el primero de pulmón en 1983, el primero de mano en 1999, el primero de cara completa en 2010. Los transplantes todavía consistían en la inserción del órgano de un muerto —lo cual, por supuesto, limitaba mucho sus posibilidades y había obligado a las asociaciones médicas a redefinir la muerte como “muerte cerebral”, para evitar que pacientes con cerebros dañados fueran mantenidos artificialmente vivos y sus órganos no pudieran usarse.
(A principios de 2022 un hecho inesperado empezó a cambiar ese panorama: por primera vez en la historia un hombre recibió el corazón de un cerdo. Sucedió en Estados Unidos; el órgano provenía de unos puercos especialmente criados y tuneados para su uso humano. El evento no recibió, entonces, mucha atención —fue otro de esos acontecimientos cuya importancia el mundo solo entendió tiempo después— pero abrió caminos que, durante cierto lapso, fueron muy transitados y salvaron muchas vidas.)
Aún con esas dificultades los transplantes crecían muchísimo —en ciertos lugares. Aquel año, sin ir más lejos, Estados Unidos y Europa, con 800 millones de habitantes, habían realizado 65.000 operaciones del transplante más común, el de hígado: 1 cada 12.000 habitantes; aquel mismo año en África había habido 800 operaciones: una cada 1.500.000 habitantes.
Eran más de 1.000 veces menos, que se explican cuando se considera la desigualdad primordial: el gasto en salud de cada sociedad. Entre los 11.000 euros por persona y por año que le dedicaban los Estados Unidos o los 7.000 de Suiza, Noruega o Alemania, por un lado, y los 70 euros —sí, anuales— de Níger, Burundi o Etiopía, la diferencia no podía ser más brutal. Va de nuevo: Estados Unidos, por ejemplo, gastaba en la salud de sus habitantes 170 veces más que Gambia. Cada estadounidense podía pagar por su salud en dos días lo que un gambiano en todo el año.
Aunque, por supuesto, dentro de los Estados Unidos —que seguía sin tener un sistema de salud universal— las diferencias también eran estrepitosas. En Europa, mientras tanto, se mantenían los sistemas de salud pública gratuita que se habían formado en los años de la redistribución —cada vez más deteriorados. En casi todos los demás países la diferencia entre la atención pública —a menudo casi inexistente— y la privada solía ser cuestión de vida o muerte.
Cuando se hablaba de gastos en salud se tenía en cuenta el mantenimiento de los hospitales, la adquisición de maquinaria médica y los salarios de los profesionales pero, sobre todo, el consumo de medicamentos. El MundoRico estaba lleno de pastillas. Entre Estados Unidos y los cinco países más prósperos de Europa —650 millones de habitantes, el 8% de la población mundial— compraban el 54% de los medicamentos del planeta, pero los países nuevorricos aumentaban su consumo a marchas forzadas y la industria farmacéutica se expandía sin cesar. En 2019, justo antes de la peste, ingresó casi un millón y medio de millones de euros, 60% más que 10 años antes: pocos sectores habían tenido ese nivel de desarrollo.
Había, en ese negocio, varios rasgos peculiares. Para empezar, el hecho de que cada nuevo remedio fuera propiedad exclusiva de quienes lo habían inventado. Se discutía: las farmacéuticas argumentaban que los costos de investigación eran muy altos; les contestaban que a menudo los investigadores habían trabajado durante años en instituciones estatales con fondos públicos, pero las patentes que obtenían eran absolutamente privadas. Se discutía: había quienes planteaban que si un remedio era necesario para salvar vidas nadie tenía derecho a retacearlo so pretexto de que le pertenecía.
De hecho, ya entonces, varios países populosos rechazaban esa imposición: tanto la India como Sudáfrica o Brasil autorizaron la fabricación de “genéricos” —remedios iguales a los “originales” que no pagaban su patente, ya porque hubiera vencido o porque un estado decidía no hacerlo. En muchos casos empezaron a exportarlos y otros países del MundoPobre los aprovecharon. En el Rico las patentes de las grandes farmacéuticas seguían respetándose rigurosamente.
Aquellas compañías definían la medicina según sus intereses. Por ejemplo: como les resultaba mucho más rentable un remedio que debiera tomarse regularmente que uno que actuara de forma puntual, habían desarrollado todo tipo de terapias que suponían la ingesta continua de sus productos. El mundo —y sobre todo el MundoRico— se atiborraba de pastillas: casi cinco millones de millones de dosis consumidas cada año.
(Era un mundo drogón. O, mejor dicho, el MundoRico lo era: allí, un adulto promedio tomaba entre dos y cuatro pastillas cada día. Pululaban “remedios” para casi todo: las personas no tenían que revisar lo que hacían —sus comidas, sus hábitos, sus perezas— porque alguna droga lo solucionaría. Y tomar medicinas se volvió una costumbre. Hasta entonces, las personas las consumían cuando tenían algún problema —un día, dos días, cinco— y dejaban de hacerlo cuando se curaban: tomarse una pastilla era el signo de una anomalía, una perturbación. En cambio en esos días la mayoría se tragaba los mismos remedios mañana tras mañana, noche tras noche, todos los días de sus vidas. Medicarse se volvió una costumbre; la farmacia, un destino habitual.)
Pero ya empezaba —aunque muy minoritaria— una tendencia que se confirmaría en las décadas siguientes y que cambiaría muchos rasgos de la industria farmacéutica: era lo que algunos llamarían “medicina ad hoc”. Después de siglos donde las enfermedades eran tratadas de forma genérica —todos los que sufren tal cosa deben tomar tal droga—, la medicina fue aprendiendo a asistir a cada quien según las características particulares de su cuerpo y sus males y a producir, para eso, preparados específicos. Lo cual fue particularmente efectivo para combatir la enfermedad más temida de esos tiempos, esa que entonces se llamaba “el cáncer” —y que era, en realidad, un conjunto de tantos males que esa designación solo mostraba su ignorancia.
Hasta entonces, las terapias para los diversos “cánceres” solían atacar por igual células enfermas y células sanas. Fue entonces cuando especialistas en varios países empezaron a buscar —y encontraron— maneras de atacar específicamente a las enfermas. Para eso, por supuesto, primero tuvieron que mejorar las herramientas de análisis para determinar qué tipo de células producían la perturbación; entonces pudieron crear —e introducir en el cuerpo del paciente— elementos que atacaran directamente a las pertubadoras. Ese sistema ad hoc fue una revolución, y se convirtió en el principio de una era nueva para la medicina. Que, en esos días, solo estaba empezando, y todavía tardaría algunas décadas en asentarse plenamente —aunque, por supuesto, con mucha más fuerza en los países donde los pacientes o las instituciones podían pagar esa atención personalizada, que todavía resultaba especialmente cara.
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Mientras tanto, planeaban diversas amenazas. La más agitada era la “crisis de los antibióticos”: médicos, estudiosos, organismos varios solían alertar sobre el hecho de que cada vez aparecían más bacterias resistentes a los antibióticos en uso, y que llegaría un momento en que estos dejarían de funcionar y se produciría una situación catastrófica: los médicos ya no tendrían cómo contener las infecciones y el mundo volvería a su estado pre-Fleming, en que cualquier pequeña herida —u operación— podía ser mortal por infecciosa. Las grandes farmacéuticas, a todo esto, no hacían demasiado: los antibióticos eran difíciles y caros de desarrollar y, sobre todo, no entraban en ese rubro de remedios permanentes que más dinero les hacían ganar.
Algo parecido sucedía con otras drogas indispensables que las grandes empresas no terminaban de poner a punto. Una vacuna contra la malaria, por ejemplo, parecía imprescindible en tiempos en que esa enfermedad tropical mataba, cada año, a medio millón de africanos. Pero era un mercado pobre, que no anunciaba grandes beneficios, y la vacuna llevaba décadas “en proceso” infructuoso. En 2022 se anunció que, tras 30 años de experimentos —y un gasto, en ese lapso, de 200 millones de dólares— en dos o tres años habría una vacuna más o menos eficiente. La gran vacuna del momento, en cambio, recibió muchos miles de millones y se resolvió en menos de un año: las drogas para combatir lapandemia (ver cap.7) fueron la demostración de que, si querían, podían. Porque esa peste afectaba tanto a pobres como ricos —y al sistema económico global— y porque sus beneficios se anunciaban tremebundos. Una sola farmacéutica, la norteamericana Moderna, reportó en 2021 ganancias de 13.000 millones de dólares vendiendo entre 18 y 24 dólares cada dosis cuyo coste se estimaba en 2,85.
Aquella peste tuvo, entre tantos efectos imprevistos, el de aumentar los contagios del sida: en los países más pobres, muchos chicos y chicas que ya no podían ir a la escuela o sus trabajos se la transmitieron. En 2020 murieron de sida en África unas 450.000 personas; en Estados Unidos y Europa, con una población apenas inferior, murieron en ese mismo año unas 13.000. El sida es un ejemplo muy brutal: una enfermedad que la medicina aprendió a controlar —porque apareció primero en los países ricos— con remedios más o menos caros que muchos no podían comprar y se morían por eso. En 2022 ya casi nadie se moría de sida: cientos de miles se morían de pobreza.
En esos días, además, terminaba de conocerse el gran escándalo del oxycontin, el opiáceo que una compañía norteamericana, Purdue Pharma, vendió durante décadas asegurando que no era adictivo gracias a una autorización del gobierno federal: un circuito de complicidades y corrupciones había permitido que una empresa se llenara de dinero envenenando a millones. En 2020 se calculó que la oxicodina ya había provocado la muerte de unos 500.000 adictos y toda la violencia social que solía rodear esas situaciones. La compañía había sido condenada a pagar unas compensaciones de más de 8.000 millones de euros a todas sus víctimas —particulares, administraciones— y la reputación de las farmacéuticas estaba por los suelos: solían aparecer en todas las encuestas como el sector más detestado por el público, junto con los gobiernos y las petroleras. La peste —lapandemia— les sirvió para recuperar parte de ese prestigio y ganar carradas de dinero.
Próxima entrega: 7. La muerte y sus variantes
Las personas todavía se morían, aisladas y mecanizadas. Qué hacían aquellas sociedades con la muerte. La llegada de una gran peste que cambió muchas cosas.
El mundo entonces
Una historia del presente
MARTÍN CAPARRÓS
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta cómo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Martín Caparrós.