Por qué quieres ser macarra: el eterno encanto de la cultura pandillera

Géneros en boga como el ‘trap’ o el reguetón absorben el imaginario de las bandas juveniles y delincuenciales que ha sido objeto de fascinación constante en la literatura, el cine y la música

El músico de 'trap' Yung Beef en el videoclip de la canción ‘Cocinando filete’ (2018).

Era el Bilbao de los años noventa y la liaban pardísima. Duelos con motos, peleas en los bares y las plazas, menudeo de hachís y speed, robos de material de obra, pequeñas extorsiones familiares, algún navajazo en zonas secundarias del cuerpo. Sustraer un tostador en la vivienda familiar para venderlo en una casa de empeños. Dinerito fresco para sobrevivir en las calles y vivir una imagen fantasiosa de uno mismo. En la novela Un tal Cangrejo (Sexto Piso), el escritor ...

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Era el Bilbao de los años noventa y la liaban pardísima. Duelos con motos, peleas en los bares y las plazas, menudeo de hachís y speed, robos de material de obra, pequeñas extorsiones familiares, algún navajazo en zonas secundarias del cuerpo. Sustraer un tostador en la vivienda familiar para venderlo en una casa de empeños. Dinerito fresco para sobrevivir en las calles y vivir una imagen fantasiosa de uno mismo. En la novela Un tal Cangrejo (Sexto Piso), el escritor Guillermo Aguirre recrea de manera muy libre sus experiencias como macarrilla adolescente en el Nervión posindustrial, miembro de un grupo de “chiquillos salvajes”. Y reflexiona sobre lo que lleva a ciertos jóvenes (a él mismo) a perseguir el ideal del malote. Porque las pandillas, la delincuencia juvenil, el macarrismo interesan. Y el interés no cesa.

Su novela, publicada en mayo, es el último punto de una línea con orígenes antiguos. Las pandillas juveniles, rebeldes y violentas, se han reproducido a lo largo de la historia, así como el interés por el fenómeno en las representaciones culturales. Desde las bandas de apaches en el París de principios del XX a las citadas calles bilbaínas, pasando por filmes como West Side Story, Grease, Quadrophenia, The Warriors, La naranja mecánica, el cine quinqui de José Antonio de la Loma o de Eloy de la Iglesia, o series muy actuales como Peaky Blinders. Cada época tiene sus pandillas, con sus características y su propia idiosincrasia. ¿Por qué resultan tan atractivos los jóvenes gregarios y asilvestrados? ¿Por qué les interesa el lado oscuro y callejero a esos mismos jóvenes?

Fotograma de la película 'West Side Story', en la nueva versión dirigida por Steven Spielberg.©20th Century Studios/Courtesy Everett Collection / Cordon Press

“En la adolescencia algunos confunden el respeto y el liderazgo con ser temido, y para llegar a eso la manera más rápida es la violencia ―opina Aguirre―. Se trata de alcanzar valores propios del mundo adulto de otra forma, y se consigue, pero de manera deformada”. Los pandilleros piensan que están haciendo una revolución, resistiéndose al sistema. “Pero en realidad lo que quieren es ingresar en ese sistema adulto antes de tiempo”, añade el autor.

Las vivencias callejeras permiten a los interesados ir cumpliendo con mayor presteza los ritos de paso hacia adultez, al tiempo que se genera una biografía interesante, algo que contar y de lo que presumir, una identidad. Los pandilleros juveniles, queriendo ser antihéroes, malditos, realizan una curiosa operación de inversión: convierten el estigma en emblema, presumiendo de aquello que la sociedad considera negativo.

Del callejón al ‘mainstream’

Pero, curiosamente, muchas estéticas y actitudes triunfantes entre la juventud, y no solo la juventud, provienen precisamente de lo macarra, que llega con frecuencia a las franquicias textiles de las avenidas principales. El tatuaje, propio de los bajos fondos y las subculturas, permea hoy todo el cuerpo, tanto literal como social (hasta el de los policías, tradicional némesis del pandillero). La escena de la música trap y el reguetón es un ejemplo de una estética y una ética de corte barriobajero, pandillero y delincuencial que, brotando de las periferias tanto urbanas como globales, se ha convertido en tendencia mainstream en todo el planeta. ¿No quieren ser macarras Yung Beef, La Zowi, C. Tangana y hasta Rosalía?

Estos submundos producen fascinación en el público en general, que lo disfruta no desde los callejones o las comisarias, sino desde el sofá. “Vivimos en una sociedad muy esterilizada, alejada de las pasiones reales, por eso nos interesa ese lado oscuro que la mayoría nunca llega a experimentar en primera persona”, explica Iñaki Domínguez, ensayista que ha publicado varios libros sobre el fenómeno, el último de ellos Macarras ibéricos (Akal), basados en un intenso trabajo de campo rastreando a los macarras que formaron bandas en Madrid y otras ciudades de España durante las últimas décadas del siglo XX. Los Ojos Negros, La Panda del Moco, los Miami, e incluso aquellos grupos de skinheads neonazis que proliferaron en los noventa persiguiendo a mendigos e inmigrantes o enfrentándose a grupos izquierdistas (a los que llamaban “guarros”). Discotecas, territorios, narcopisos. “Todas esas bandas son parte de un folclore urbano que ahora tiene su público”, dice el escritor.

En España, muchas de esas manifestaciones sociales surgieron en el contexto del éxodo rural de la segunda mitad del XX, cuando las gentes del campo se mudaron a los cinturones periféricos de las ciudades industriales en busca de una vida mejor. Son los hijos que se van a la gran ciudad al final de Los santos inocentes de Miguel Delibes (la novela) y Mario Camus (la película), dejando atrás unas relaciones laborales casi feudales, de señoritos y jornaleros. Una España atrasada.

El actor Raúl García Losada, en la película 'Yo, el Vaquilla', de José Antonio de la Loma, exponente del cine quinqui de los ochenta en España.Album (IMPALA FILMS / Album)

Al llegar a las urbes, entre los poblados chabolistas que luego se convirtieron en barrios obreros, entre los descampados y la precariedad, algunos de los hijos de esos trabajadores se pasaban al lado delincuencial, como retrató el cine quinqui: atracos a farmacias, tirones a señoras, puentes en los coches robados, el pico de heroína que los acabó devastando. El eslabón más débil de la clase trabajadora que no consiguieron proteger ni los sindicatos ni las potentes asociaciones de vecinos, del que solo se ocuparon algunos curas obreros y asociaciones de madres... pero que atrajeron el morboso interés del público (veáse el libro Crónicas quinquis de Javier Valenzuela, publicado por Libros del K.O., que recoge textos publicados en este periódico en aquellos años). El reciente volumen Los olvidados. Marginalidad urbana y fenómeno quinqui en España (Marcial Pons), de Iñigo López Simón, también se ocupa del tema.

El Vaquilla, el Pirri, el Jaro, se convirtieron en figuras mediáticas durante los años de la Transición, los protagonistas de los filmes solían ser auténticos quinquis, no actores profesionales. “Si entonces las bandas tenían ese origen social homogéneo, ahora son multiculturales, incluso en lo que llamamos ‘bandas latinas’, se mezclan personas de diferentes orígenes: latinos, sí, pero también españoles, rumanos, etcétera”, aporta Domínguez. Hoy en día, hay quien ha vinculado la citada escena del trap como la versión contemporánea del quinqui, por ejemplo el director Juan Vicente Córdoba en su película Quinqui stars, donde colabora el rapero neoquinqui El Coleta, del madrileño barrio de Moratalaz, otro gran valedor contemporáneo del imaginario del barrio añejo y delincuencial: el trap reinvindica el chándal, el sexo chungo, los parques periféricos, el menudeo de drogas (de ahí el nombre: procede las trap houses estadounidenses donde se pasa y consume mercancía).

El rapero neoquinqui El Coleta, en una imagen promocional de la película 'Quinqui stars', de Juan Vicente Córdoba.

Las hondas raíces de las pandillas juveniles

Desde el sector cultural no se ha dejado casi ningún tramo histórico sin cubrir. Si los autores citados se dedican a los tiempos más recientes, la editorial La Felguera también ha hurgado en tiempos pretéritos, llegando hasta las bandas de apaches parisinos. “Eran grupos delincuenciales en la Belle Époque que se tatuaban todo el cuerpo”, dice Servando Rocha, cabeza visible de la editorial, “tuvieron cierta influencia en España cuando empezaron a exiliarse en las grandes ciudades españolas, perseguidas por la justicia francesa”.

Los cuatro volúmenes de la serie Fuera de la ley (La Felguera) están dedicados a los anarquistas, bandoleros, protoquinquis, gamberros o atracadores, además de la novela de Rocha Todo el odio que tenía dentro (La Felguera), que se introduce en estos submundos tirando del hilo del macarra y boxeador Dum Dum Pacheco (también fuente habitual de Domínguez), que fue miembro de la banda de Los Ojos Negros, con influencia en el madrileño distrito de Usera ya en los años 60. En el franquismo había pandillas, aunque evitaban el uniforme para no ser identificadas.

Otras publicaciones de La Felguera se dedican a autores tan notorios como Pío Baroja (la recopilación de artículos Las calles siniestras), que tenía el gusto de juntarse con la marginalidad de la época, con la apachería parisina, con el ambiente tabernario, con los marginados trogloditas madrileños que vivían en cuevas por Príncipe Pío, o pasearse por arrabales misérrimos como La Injurias o Las Cambroneras, a la orilla del Manzanares, hoy apacibles zonas residenciales con otros nombres. “No se ha contado con dignidad la historia de los bajos fondos, de las llamadas clases peligrosas”, dice Rocha, “pero es importante contarla para saber lo que somos y lo que fuimos. Es una historia a la que no podemos renunciar”.

Entre eso que llamamos realidad y eso que llamamos cultura se produce una retroalimentación. Un ejemplo clásico son los mafiosos de medio pelo de la serie Los Soprano, tan cotidianos, que se inspiraban en la mitología contemporánea de la trilogía de El Padrino: una ficción no solo inspira a los seres reales, sino también a los personajes de otra ficción. Los personajes de Robert de Niro o Al Pacino eran sus referentes. Algo similar ocurre con las pandillas juveniles de carne y hueso. “West Side Story o Grease, que nos parecen ahora tan inocentes, fueron muy inspiradoras para los pandilleros de la época”, dice Rocha. De hecho, en España hubo una versión de West Side Story llamada Los Tarantos (Francesc Rovira i Beleta, 1963) que replicaba en versión gitana a aquellas bandas neoyorquinas que, a su vez, eran un trasunto del shakesperiano Romeo y Julieta. Otra cadena de ficciones encadenadas.

“El hecho de que se reprodujeran peleas entre bandas bailando y cantando se vio en los medios como una legitimación de la violencia”, recuerda el escritor y editor. Las películas del cine quinqui reflejaban una realidad barrial, “pero también inspiraban a otros quinquis, como El Jaro, al que le gustaba Perros callejeros”, dice Domínguez. El cantautor Joaquín Sabina, a su vez, le dedicó la canción ¡Qué demasiado! al Jaro, donde le describía como “Macarra de ceñido pantalón / pandillero tatuado y suburbial / hijo de la derrota y el alcohol”. En la película Colegas (Eloy de la Iglesia, 1982), donde actúan Antonio y Rosario Flores, además de José Luis Manzano, el gran icono del cine quinqui, se escenifica una vez más esta retroalimentación: los protagonistas de la ficción hablan en un salón de máquinas recreativas sobre las propias pelis de cine quinqui: “Pues pa’ mí, todas las pelis que se han hecho de rollos de macarras y tal son una ful de Estambul”, dice uno de los personajes.

Se ha criticado la forma en la que se retratan las bandas callejeras en la cultura y los medios de comunicación, sobre todo cuando se hace de manera estigmatizante. En su ensayo Pandillas juveniles. Cultura y conflicto de la calle, Mauro Cerbino describe cómo los medios han retratado tradicionalmente estos fenómenos de una manera sensacionalista, eligiendo informar de las cuestiones más escabrosas, generando estereotipos, para luego aprovecharse de esa imagen morbosa para conseguir audiencia. “La violencia juvenil representa un mito social cuando se la concibe como algo factico, gratuito y natural, y no como asociada a condiciones generales problemáticas”, escribe Cerbino.

Donde se mezcla la juventud y la precariedad

Las bandas juveniles surgen de la unión de al menos dos circunstancias: el ímpetu propio de la edad juvenil y la incapacidad del sistema para garantizar la estabilidad vital en ciertos ámbitos. “Estos grupos surgen de vacíos sociales, donde el Estado ha fallado y la violencia y las bandas son la única forma de prosperar y de protegerse”, dice Domínguez, “pero esa violencia es también síntoma de esa desubicación”. Donde el sistema falla es natural que las personas busquen otras formas de protección, nuevas jerarquías, otras formas de vivir y de conducirse. Otras tribus al margen. La aparición de bandas callejeras podría usarse como un “termómetro” para medir magnitud de la exclusión, la desigualdad, el contraste entre los que caben y los que no caben en el sistema, como ha señalado la antropóloga mexicana Rossana Reguillo.

La banda de 'gangsta rap' N.W.A.: desde la izquierda, Ice Cube, DJ Yella, Dr. Dre, Mc Ren y, en primer plano, Eazy E, en marzo de 1989.

Muchos movimientos pandilleros surgen en Estados Unidos, un país con un Estado algo difuso, unos servicios públicos débiles y una desigualdad notable. Incluso algunas de las que llamamos bandas latinas, como la mara salvadoreña salvatrucha, que se inicia en California, o los Latin Kings, nacidos en Chicago. También las bandas alrededor del género del gangsta rap, el rap gánster, que hace apología de la violencia y la delincuencia como forma de crear una extraña comunidad al margen de la sociedad. Véanse las canciones de grupos gangsta como NWA o videojuegos como Grand Theft Auto: San Andreas, que, probablemente, a través de la hegemonía cultural estadounidense, inspiran a nuevas generaciones de pandilleros en un ciclo sin fin que se alimenta de la coyuntura económica y cultural, sobre todo en tiempos en los que la brecha social y la precariedad van en aumento.

En los productos culturales sobre las pandillas, además, se revela algo profundo. “Los adolescentes viven en un mundo de ficción, se imaginan a sí mismos de una manera fantasiosa que no suele materializarse, construyen una identidad fantasma, por eso, a veces, tienden a entrar dentro de estos imaginarios”, explica Guillermo Aguirre. Los que no están en ese momento vital o ese contexto social, los que ven Netflix, encuentran otras cosas. “Descubrimos esa parte violenta que acallamos, nos asomamos a algo que no hacemos en nuestra vida en común pero que también forma parte de nosotros”, concluye el escritor, “eso que vemos, podríamos llegar a hacerlo”.

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