Cuando ver un desnudo era una epopeya: pornografía clandestina en el Río de la Plata en el siglo XX
Un libro de Eduardo Orenstein recupera publicaciones de la época con versos y dibujos sexuales
Cojer no existe. No existe según la Real Academia de la Lengua, que solo admite coger y relega a la penúltima acepción el vulgarismo con el que muchos latinoamericanos se refieren a tener sexo. Pero en el sur del continente hay quienes prefieren cojer, “con jota, con saliva argentina de pronunciar puteadas y ruegos”, como dice uno de los personajes de Pedro Mairal en su libro de cuentos Breves amores eternos. “Te...
Cojer no existe. No existe según la Real Academia de la Lengua, que solo admite coger y relega a la penúltima acepción el vulgarismo con el que muchos latinoamericanos se refieren a tener sexo. Pero en el sur del continente hay quienes prefieren cojer, “con jota, con saliva argentina de pronunciar puteadas y ruegos”, como dice uno de los personajes de Pedro Mairal en su libro de cuentos Breves amores eternos. “Tenemos que apropiarnos de esa palabra y hacerla nuestra”, defiende Eduardo Orenstein, autor de Cojer. La pornografía clandestina en el Río de la Plata y dueño de miles de fotografías, pósters, dibujos y artilugios sexuales que atesora en su informal Museo Erótico de Buenos Aires.
En el libro recopila versos de publicaciones pornográficas clandestinas que circularon por Argentina y Uruguay durante el siglo XX. A menudo aparece en ellas ese error ortográfico. “Soy un gran cojedor / que sin causarte dolor / te la meto hasta el ombligo”, aparece en la Milonga para culear, otra de las palabras más comunes para describir el acto sexual en Argentina.
“Naides me ganó a la taba / ni en carreras de sortijas / sabrás al fin que es la gloria / cuando te clave la pija”, le dice un hombre a una mujer en El gran Pericón. Cantares de sierras y cañadas. Con fotografías de Francia y Japón, que se distribuyó alrededor de 1950. ¡Ah, gaucho! Cómo, atrevido! / pretende dejar la roncha / ya que es tan decidido / mejor chúpeme la concha”, le responde ella. Ese folletín iba acompañado de imágenes sexuales explícitas, pero que no tenían nada que ver con los países citados en el subtítulo.
“Por lo general provienen de pequeñas publicaciones de unas 16 páginas que alternan texto con imágenes, dibujos o fotos. Ideales para esconder en el bolsillo, dice Orenstein. Era necesario ser precavidos: hasta el año 1984, ya en democracia, en Argentina estuve vigente el artículo del Código Penal que permitía castigar a todo aquel que “de cualquier modo ofendiera el pudor y las buenas costumbres con hechos de grave escándalo o trascendencia no comprendidos en otros artículos”. Contemplaba penas de multa y prisión por “delitos contra la honestidad” y por “corrupción, abuso deshonesto y ultrajes al pudor”.
Pseudónimos jocosos
Para burlar el castigo, ni textos ni dibujos estaban firmados, excepto con seudónimos como Alejo Laverga, Benito Tocamelo y Abrahan Culiado, entre otros. Tampoco aparecía la dirección de la imprenta en la que fueron realizados, por ser de manufactura clandestina. La única información que se facilita es la ciudad e incluso, a veces, se dice que está impreso en Valparaíso, Bogotá o La Habana, entre otras ciudades latinoamericanas, pero hay detalles que permiten desconfiar y creer que en realidad su procedencia es mucho más cercana.
Orestein señala que el libro es un homenaje a “aquellos héroes anónimos que han sabido desafiar las huestes de la censura” en momentos en los que contemplar un desnudo femenino era toda una epopeya, a diferencia de la actualidad, donde cualquier tipo de pornografía imaginable está a sólo un clic de distancia. Tenían portadas inocuas para disimular y circulaban de mano en mano a través de redes de confianza.
Por fuera de sus páginas, este coleccionista conserva también fotografías de la época —en las que se ve a numerosas mujeres (y muy pocos hombres) que posan sin ropa, carteles de grandes mitos eróticos argentinos, como Isabel Sarli, dibujos pornográficos que parecen hechos por un niño y un sinfín de objetos. En vitrinas y cajas de su Museo Erótico, situado en el barrio de Flores, pueden encontrarse consoladores hechos de distintos materiales, muñecas, condones de épocas remotas de látex pero también de vejiga de oveja y hasta una máquina para practicar abortos en la clandestinidad (en Argentina, hasta 2020 la interrupción voluntaria del embarazo fue ilegal excepto en caso de violación o riesgo para la salud materna).
“Mi idea de armar un museo erótico nació cuando abrió el de Barcelona”, cuenta Orenstein mientras muestra una gran botella de vidrio de forma fálica que asegura que se llenaba de leche para perseguir y mojar al futuro marido y a sus amigos en las despedidas de soltero. Nunca lo llevó a la práctica formalmente, pero no dejó tampoco de atesorar todo lo que le llegaba vinculado con la temática. “No tengo obras de arte porque lo que me interesa es lo popular”, destaca. Prostitutas, viudas, monjas, actrices, mozos, gauchos, viejos y payadores desfilan entre los versos seleccionados.
“El príapo, la porra y el chorizo / el rábano, la pija y el badajo / picha y ciruela en español castizo / son sinónimos todos de carajo” dejó escrito el poeta Francisco Acuña de Figueroa en Nomenclatura y Apología del Carajo. La lista para nombrar los genitales masculinos y femeninos es larguísima, al igual que las múltiples formas de referirse al acto sexual, entre ellas cojer, palabra por la que Orenstein quiere llegar al académico Arturo Pérez Reverte para verla algún día en el diccionario.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.