Se vende la arcadia de Martín Chirino en el valle del Jarama
Casi tres años después de la muerte del escultor canario, su hija pone a la venta la finca de fantasía toscana en la que el artista vivió aislado del mundo sus dos últimas décadas
Diez días antes de morir, el escultor Martín Chirino (Las Palmas de Gran Canaria, 1925-Madrid, 2019) celebró su 94 cumpleaños en Valyunque, la arcadia en la que vivió y trabajó las dos últimas décadas de su vida. Hasta esta finca situada en Morata de Tajuña (Madrid, 7.482 habitantes) se desplazaron por su cumpleaños unos 50 invitados que condujeron por carreteras secundarias rodeadas de viñedos y canteras que atraviesan ...
Diez días antes de morir, el escultor Martín Chirino (Las Palmas de Gran Canaria, 1925-Madrid, 2019) celebró su 94 cumpleaños en Valyunque, la arcadia en la que vivió y trabajó las dos últimas décadas de su vida. Hasta esta finca situada en Morata de Tajuña (Madrid, 7.482 habitantes) se desplazaron por su cumpleaños unos 50 invitados que condujeron por carreteras secundarias rodeadas de viñedos y canteras que atraviesan los campos sobre los que se libró la batalla del Jarama en la Guerra Civil. En lo alto de la colina de la finca rústica, de unas tres hectáreas, el anfitrión esperaba en la puerta de la casa, un cubo blanco semioculto por un espectacular bosque de cipreses, pinos, olivos, arizónicas y carrascas. El escultor tenía un regalo para sus amigos y familiares: Violonchelo. Sueño de la música (2019), una pieza de hierro sobre madera que acababa de rematar en el taller. Sus allegados se llevaron el recuerdo de un último encuentro con el artista en el lugar en el que doblegó al hierro con la fuerza de la madurez, hasta convertirlo en una poética representación del viento. Ahora, casi tres años después de su muerte, el 11 de marzo de 2019, la casa-taller de Chirino ha sido puesta a la venta por su hija, Marta Chirino Argenta, por 1,5 millones de euros. Por el momento, ninguna institución se ha mostrado interesada en conservar la morada de uno de los artistas españoles más importantes del siglo XX.
Errante y cosmopolita, Chirino buscó siempre las afueras de las grandes ciudades para instalar su taller y su vivienda, dos conceptos que estaban unidos para un hombre que anteponía el arte a todas las cosas. Durante sus años neoyorquinos habitó en una pequeña y apartada cabaña junto al río Hudson. Cuando a comienzos de los sesenta se instaló en Madrid, eligió una finca junto al cementerio de San Sebastián de los Reyes. Allí permaneció hasta 1996. Lo que había sido casi un páramo cuando él llegó, se había convertido en un bosque de construcciones que devoraban el espacio y alteraban la concentración y el silencio. Su hija, Marta Chirino (Madrid, 58 años), recuerda que la incomprensión con el entorno era mutua. “Había vecinos que se quejaban de los golpes que daba mi padre sobre el yunque y él no podía vivir con lo que le rodeaba”.
Buscando siempre en las proximidades de Madrid, Chirino descubrió lo que se convertiría en su último paraíso, Valyunque. En el libro de conversaciones La memoria esculpida (Galaxia Gutenberg) le describe a Antonio Puente cómo era el lugar elegido: “En Morata de Tajuña estoy en mi Arcadia. El paisaje es muy sobrio, pero hermoso, semejante a la Toscana, y conserva vestigios romanos. La casa es muy simple, hecha de desechos, pero muy abierta al sol y a la luz, que se contrarrestan con un jardín, diseñado para componer sombra. También en esto de las casas debo de ser estoico, porque me gustan los entornos sobrios y de cierta solemnidad”.
Chirino se ocupó de cada detalle de la vivienda de dos plantas contenida en el cubo blanco. Cada ventana, cada lámpara o cada mueble tienen una historia y una función que le permitían llevar una vida confortable en un lugar aislado. Por ejemplo, la mesa de la cocina, en la que le gustaba pasar horas, procede del comedor del colegio Nuestra Señora Santa María (Madrid) en el que fue profesor y donde conoció a la que sería su esposa, Margarita Argenta. Para recrear la solemnidad de la que hablaba con Puente, hizo recubrir el edificio con cipreses de su querida Toscana y especies autóctonas, como el pino y el olivo. Las plantas aromáticas locales, como la hierbaluisa, la lavanda o el tomillo perfumaban sus largos paseos por las tierras rústicas que se extienden hasta al pueblo.
En la vivienda, su hija Marta empaca estos días los centenares de volúmenes que conformaron su biblioteca. Están los autores que más le influyeron (Ortega, Joyce, Nietzsche, Hesse) compartiendo baldas con catálogos de la obra de artistas de todo el mundo. Allí está también, a medio terminar, la clasificación de su correspondencia con sus galeristas u otros artistas. Ante innumerables carpetas, su hija cuenta que Chirino lo guardaba todo. Era un maniático de los papeles y del orden. “Pero un orden que se confundía con amontonamiento”, explica resignada. “Él sabía dónde tenía cada cosa. Pero eran muchos libros, papeles y fotografías que convivían en el caos para ojos ajenos”.
Fuera de la residencia principal, hay una segunda pequeña vivienda, que ocupaba el pintor canario Rafael Monagas, colaborador de Chirino durante muchos años. Desde esa construcción se accede al auténtico enclave de la finca. El artista defendía que lo básico de su taller era una fragua y una ventana. Lo primero que sorprende al visitante son las bellas vistas a los viñedos de una propiedad vecina. Dentro, se ve un yunque con cicatrices de haber soportado el peso del hierro y del martillo durante muchos años. Ya no hay restos de la actividad de la fragua. Ni siquiera se ven los guantes o los delantales abrasados por el fuego. Lo que hay en un espacio contiguo es el resultado de la incesante actividad del cofundador del grupo El Paso. Una veintena de piezas de medio formato recogen su obsesión por el viento y, sobre todo, por la espiral, el motivo mundialmente reconocido en la obra del artista.
El historiador y crítico Alfonso de la Torre, profundo conocedor de la obra del artista canario, cuenta que en el taller de Morata de Tajuña, Chirino se lanzó a la búsqueda de la perfección a partir de grandes formatos. “Nunca dejó de investigar. Su trabajo escultórico era un análisis formal sobre el que vertía sus lecturas y su conocimiento. Arco para el mundo (2005) o Alfaguara (2005-2017), grandes obras de ese tiempo, nos recuerdan su deseo de lo que podríamos llamar la expresión de una intimidad monumental, la posibilidad de elevar sus formas ocupando el mundo, al modo del espacio dibujado de su admirado Julio González, aquel artista al que descubrió en el Musée d’art Moderne de París, en 1952, y que le trastornó por completo”.
Hoy, su obra está diseminada por los grandes museos de arte contemporáneo y colecciones particulares. Marta Chirino dice que la producción de su padre no es muy grande. Alrededor de 600 piezas únicas y media docena que admiten cuatro versiones, aunque la cifra puede ser superior porque hay obra pendiente de catalogar. La hija del artista lamenta que las ventas han sido escasas en los últimos tiempos. Solo su galería, Malborough, y la familia cuentan con piezas disponibles para el mercado. Pero no ve interés de compra por parte de las instituciones. Se disgusta también por las pocas exposiciones que le dedican a su padre. Hace poco se ha enterado de la cancelación en la Fundación Antonio Pérez, de Cuenca, de la muestra que se le iba a dedicar a la serie de las Reinas Negras, que se pudo ver este año en Las Palmas. La suma de ese desinterés y el alto coste del mantenimiento hacen inevitable la venta de Valyunque. La heredera tiene la esperanza de que algún otro artista siga la estela del padre y vea las posibilidades creativas de esta arcadia madrileña.