El idioma que los exiliados hablan
“Si el exilio no fuera una terrible experiencia humana, sería un género literario”, escribió Cristina Peri Rossi, premio Cervantes, sin saber que estaba creando una nueva geografía del refugio para todos los que solo teníamos un billete de ida
Tenía 31 años cuando fue amenazada, silenciada y perseguida. Acababa 1972 y a Uruguay todavía le faltaban unos pocos meses para convertirse en una dictadura militar. Pero los libros de Cristina Peri Rossi, tan políticos, tan de izquierdas y que tanto buceaban en el deseo y erotismo femenino, fueron prohibidos; la mención de su nombre, vetada; ella, despojada de su cátedra de Literatura Comparada. Obligada, se subió a un barco en Montevideo y puso rumbo al exilio. Acabó recalando en Barcelona, donde sigue viviendo ho...
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Tenía 31 años cuando fue amenazada, silenciada y perseguida. Acababa 1972 y a Uruguay todavía le faltaban unos pocos meses para convertirse en una dictadura militar. Pero los libros de Cristina Peri Rossi, tan políticos, tan de izquierdas y que tanto buceaban en el deseo y erotismo femenino, fueron prohibidos; la mención de su nombre, vetada; ella, despojada de su cátedra de Literatura Comparada. Obligada, se subió a un barco en Montevideo y puso rumbo al exilio. Acabó recalando en Barcelona, donde sigue viviendo hoy y donde recibió el miércoles la noticia de que acababa de ser galardonada con el premio Cervantes 2021.
Durante el largo viaje del destierro y en los primeros años de reconocimiento del nuevo terreno que debía habitar y hacer propio, Peri Rossi llenó las páginas de un diario al que le confesaba que su mayor miedo era que la huida fuera una castración a su literatura. Todos esos escritos, las lágrimas derramadas en ciudades extranjeras hostiles y frías, las llamadas telefónicas a larga distancia, las noches de vagabundeo por los puertos, acabaron siendo un libro de poemas titulado Estado de exilio y publicado en 2003, 30 años después de haber sido concebido. Ese libro, escrito como purga, llegó a mí como un asidero al que agarrarme cuando yo también vagaba por las noches frías y húmedas de Barcelona, enferma de nostalgia por echar de menos un país de origen que no me echaba de menos a mí.
Fue en las páginas de Estado de exilio donde por primera vez encontré una patria literaria. Los poemas funcionaron de espejo y de diván de psicoanalista. Cuando Peri Rossi escribía “mi primer viaje fue el viaje del exilio”, yo recordaba aquel primer avión al que subí, aquella primera coca-cola occidental que me bebí, aquellos olores de aeropuerto, la mirada del guardia civil revisando el pasaporte de mi madre en el control aduanero por el que solo pasa el dinero pero no pasan las personas. Yo recordaba y quería contarle a ella que mi padre también perdía monedas en las cabinas telefónicas y en los locutorios de los que, casi siempre, alguien salía con los ojos empañados después de oír una voz lejana que todavía tenía la reverberación de los sonidos de casa. Y fueron las palabras que ella escribió cuando pensó que no escribiría nunca más las que me hicieron escribir a mí. El mismo desamparo. La misma ausencia de patria. El mismo estado de emigrada, inmigrada, exiliada.
“Si el exilio no fuera una terrible experiencia humana, sería un género literario”, escribió ella al principio del prólogo de Estado de exilio sin saber que estaba creando una nueva geografía del refugio para todos los que solo teníamos un billete de ida. Un nuevo idioma, el idioma que los exiliados hablamos.