Mario Camus, los héroes tristes
Los personajes del cineasta, que ha fallecido a los 86 años, se rebelan contra las cosas muertas que deshonran la vida
Nos veíamos todos los veranos. Los primeros años, en su casa de Ruiloba, en compañía de su esposa Concha. Luego, ya en Santander, en su apartamento frente a la playa de El Sardinero, adonde se habían trasladado a causa de los primeros estragos de la edad. Concha no tardaría en morir y, a partir de entonces, con cada nuevo verano le encontrábamos más solo y cansado. Nunca se quejaba. Era como el piloto de Solo los ángeles tienen alas, la película de Howard Hawks, pertenecía a la estirpe de lo...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Nos veíamos todos los veranos. Los primeros años, en su casa de Ruiloba, en compañía de su esposa Concha. Luego, ya en Santander, en su apartamento frente a la playa de El Sardinero, adonde se habían trasladado a causa de los primeros estragos de la edad. Concha no tardaría en morir y, a partir de entonces, con cada nuevo verano le encontrábamos más solo y cansado. Nunca se quejaba. Era como el piloto de Solo los ángeles tienen alas, la película de Howard Hawks, pertenecía a la estirpe de los que eligen morir solos para no molestar a los demás.
Hablábamos, sobre todo, de cine y literatura, sus grandes pasiones, aunque también amaba el deporte, especialmente el ciclismo, al que dedicaría su última película, El prado de las estrellas (2007), que fue un fracaso comercial y le apartó contra su voluntad del cine. Pertenecía, como su amigo Aldecoa, a la generación del 50, el grupo de escritores y cineastas que surgió en los años oscuros y amargos de la postguerra. Y en sus conversaciones regresaba una y otra vez a ese tiempo.
Las sobremesas se prolongaban hasta bien entrada la tarde, y en ellas no cesaba de contarnos sabrosas anécdotas. Recuerdo una de ellas. Televisión Española le contrató para hacer un documental sobre la vida en un convento de clausura. Terminado el rodaje, quiso enseñárselo a las monjas para ver si les parecía bien. Y durante la proyección, una de ellas no paró de llorar. Antes de irse, pidió hablar con ella y le preguntó por la razón de su incontenible llanto. Y la monja le contó que había entrado en el convento siendo muy joven, y que llevaba cuarenta años sin moverse de allí. En todo ese tiempo no había visto su rostro (en aquel convento no tenían espejos), y ahora las imágenes de su película le devolvían no el rostro de la muchacha que fue al hacer sus votos, si no el de una monja vieja y triste en la que no se reconocía. Y se preguntaba qué habría sido de aquella niña. Recuerdo que al terminar Mario Camus nos habló de la decepción que había sentido. Era como si la película que hubiera querido rodar era la de aquella monja, y no el documental, meramente alimenticio, que había hecho. Siempre me he preguntado por qué (él, el director realista) nos contó una historia como esta. Creo que fue su forma de decirnos que soñar es lo más necesario que existe, más incluso que ver. Que la realidad sin sueños no es nada.
Como los héroes tristes de los relatos eternos, sus personajes luchan para que en el mundo sigan siendo posible cosas tan antiguas como la dignidad, la amistad y el perdón
Mario Camus (que ha muerto a los 86 años) fue un cineasta con una honda formación literaria, autor de numerosas adaptaciones al cine de novelas y obras de teatro. Fortunata y Jacinta, La forja de un rebelde, La colmena o Los santos inocentes, son algunas de esas vigorosas adaptaciones de novelas de Galdós, Barea, Cela o Delibes. Pero fue con su amigo Ignacio Aldecoa con el que tuvo más afinidades, y llevó al cine tres de sus relatos: Young Sánchez (1964), Con el viento Solano (1967), y Los pájaros de Baden-Baden (1975).
En esta última hay un momento en que el protagonista le enseña a la mujer de la que se ha enamorado sus fotografías. Ella se las alaba, y él protesta. “A mí no me gustan. No me gustan nada. Ya le dije que son cadáveres. Muertos sin enterrar. Hay que alcanzar con la fotografía el primer día de la creación, cuando todo estaba vivo y no había todavía muertos”.
Scott Fitzgerald decía que la tarea del artista es trabajar para los demás, de modo que puedan aprovechar la luz y el brillo del mundo. Y así se comportan los personajes de Mario Camus: todos se rebelan contra las cosas muertas que deshonran la vida. Como los héroes tristes de los relatos eternos, luchan para que en el mundo sigan siendo posible cosas tan antiguas como la dignidad, la amistad y el perdón.