Andanzas de un gato turista en Formentera

‘Charly’ visita por primera vez la isla en pleno auge del ‘Nature Writing’ y con el debate de fondo sobre el daño que pueden causar los felinos domésticos en los ecosistemas

Un gato en Marsa Alam (Egipto).Sibylle Malinke / EyeEm (Getty Images/EyeEm)

Mi Charly no haría eso, no señor. Me tranquilizaba a mí mismo en la hermosa noche de Formentera, bajo los pinos y las sabinas, embriagado por el rumor de las olas de la playa cercana y una copa de verdejo (más por lo último) mientras veía a mi gato husmear entre el fragante romero y leía Cat Wars, The Devastating Consequences Of a Cuddly Killer (Guerras de gatos, las devastadoras consecuencias de un mimoso asesino), de Peter P. Marra y Chris Santella (Princenton University Press, 2016), obra de referencia en el debate, enconado debate, que enfrenta a conservacionistas contra amig...

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Mi Charly no haría eso, no señor. Me tranquilizaba a mí mismo en la hermosa noche de Formentera, bajo los pinos y las sabinas, embriagado por el rumor de las olas de la playa cercana y una copa de verdejo (más por lo último) mientras veía a mi gato husmear entre el fragante romero y leía Cat Wars, The Devastating Consequences Of a Cuddly Killer (Guerras de gatos, las devastadoras consecuencias de un mimoso asesino), de Peter P. Marra y Chris Santella (Princenton University Press, 2016), obra de referencia en el debate, enconado debate, que enfrenta a conservacionistas contra amigos y dueños de gatos (y libro recomendado por Jonathan Franzen, nada menos).

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Estaba enfrascado en el capítulo sobre la (mala) suerte del chochín de la Isla de Stephens, caso paradigmático en el moderno discurso sobre el daño que los gatos domésticos (Felis catus) a los que se deja campar a sus anchas y los asilvestrados pueden provocar en la avifauna. El susodicho chochín, un pájaro, Xenicus (Traversia) lyalli, algo distinto de nuestros propios chochines, vivía tan feliz en su isla de Nueva Zelanda carente de peligros hasta el punto de que ya ni volaba, ni falta que le hacía, cuando a principios de la década de 1890, tras tres dramáticos naufragios, se levantó en el lugar un faro, y con el farero y su familia desembarcó una gata llamada Tibbles, destinada a pasar a la historia como azote de la biodiversidad.

El propietario de Tibbles, David Lyall, un naturalista aficionado además de probo farero, dejó a la gata ir a la suya (como, me temo, estoy yo haciendo con Charly), con el resultado de que para 1894 no quedaba ni un chochín en la isla. Ni en la isla ni el mundo, pues ese chochín sólo existía allí. Un récord de extinción. Paradójicamente, el endémico chochín fue descrito para la ciencia por el propio Lyall, que vio los últimos ejemplares en los desgraciados individuos maltrechos que le traía su gata. Ahora para contemplar uno tienes que ir a un museo como el Te Papa Tongarewa (Museo Nacional de Nueva Zelanda), donde se exhiben —junto a los también extintos moas— los ejemplares que disecó el farero.

Marra y Santella, abanderados del bird people frente al cat people, advierten que la historia se está repitiendo dramáticamente con otras especies a causa del crecimiento exponencial de la población gatuna y recalcan: los gatos son excelentes mascotas en tu casa pero si los dejas deambular irresponsablemente por ahí sueltos o se asilvestran se convierten en “implacables asesinos y calderos de enfermedades”, que no sólo acaban con las vidas de un vasto número de pájaros (más de dos mil millones al año), anfibios, reptiles y pequeños mamíferos, sino que diseminan dolencias como la toxoplasmosis y la panleucopenia que amenazan incluso a los seres humanos. Los autores apuntan, a partir del estudio de conservacionistas como Félix (!) Medina, que los gatos merodeadores (se calcula que hay más de 150 millones en el mundo) son responsables directos o han contribuido a la extinción de, tirando por lo bajo, 33 especies, entre ellas el cuervo de Hawai y la Paloma Socorro (!!). Y que tienen un impacto negativo en un centenar de otras clases de aves, incluidos albatros y pingüinos. Se los tiene por especie invasora y una amenaza sólo un poco menos preocupante que la del cambio climático.

Volví a echar un vistazo entre las plantas donde se agitaba mi gato, turista como yo, ambos vacunados (aunque solo uno esterilizado, a Dios gracias) y me repetí que mi Charly no haría eso. Vamos, no lo veía yo extinguiendo al kakapo (un enorme loro no volador) o a un pingüino, y menos en Formentera. Entonces apareció el felino con una lagartija en la boca. Una preciosa de color verde (en la Mola tienden a ser azules) de Podarcis pityusensis formenterae, que son emblemáticas de la isla y están protegidas. Me la trajo orgullosísimo y se la conseguí quitar a duras penas. Estaba viva pero el susto le va durar un tiempo. Parecía tener cara de reproche y decir “como si no tuvieramos bastante con las serpientes”.

Un gato con un pájaro en la boca.Vishnevskiy Vasiliy (Getty Images/iStockphoto)

Polémicas ecológicas aparte -los datos y alarmantes conclusiones de Marra y Santella los discuten, sin negar que haya que controlar la actividad cazadora, gente como el doctor en zoología John Bradshaw, autor de la imprescindible, si tienes un gato, En la mente de un gato (RBA, 2013)-, traer a Formentera a Charly, un gato catalán de la comarca de Osona, en el interior (lo encontramos de cachorro no hace todavía un año, abandonado en el bosque), está siendo una gran aventura vital: para mí y no digamos para él, que nunca había visto el mar y lo ignoraba todo del término chiringuito. Decidimos transportarlo por vía marítima, restándole importancia al hecho de que para llegar a Formentera de esa manera desde Barcelona hace falta embarcarse en un ferry que tarda unas nueve horas hasta Ibiza, donde luego hay que tomar otro de media hora hasta la pequeña pitiusa, con todos los añadidos de tiempo que se precisan para embarcar y desembarcar.

La verdad, Charly se comportó estupendamente en el primer ferry. Le ayudó a dormir, más que la pastilla al efecto, que le leyera —como suelo hacer cuando viajo por mar— pasajes de Lord Jim, de Conrad. He de señalar que no he encontrado mención de gato alguno en la novela excepto por el término náutico cat’s-paws, patas de gato, que se aplica a un rizo particular de la superficie del mar; en cambio se menciona a la hiena, a la que, escribe Conrad, se parece el rajá Allang de Patusán.

Churchill saluda a 'Blackie', el gato mascota del acorazado HMS Prince of Wales, en 1941.

Los gatos tienen mucha más tradición marinera de lo que cabría esperar de su proverbial miedo al agua. Siempre han sido muy apreciados a bordo, como sintetiza Nicos Cavadías en su poema Los gatos de los barcos (La Cruz del Sur, Alianza, 2021). Especialmente bienvenidos son los gatos con polidactilia (dedos extras) que se cree dan buena suerte, como el Snowball de Hemingway. Eduardo II, más famoso sin duda por los líos en que le metió su amante Piers Gaveston, ordenó que todos los barcos ingleses llevaran a bordo un gato para controlar las ratas, lo que contribuyó, por cierto, a la expansión gatuna por el mundo (la Royal Navy prohibió llevar gatos en 1975 por razones de higiene). Los gatos beben muy poca agua (la extraen de la carne que consumen) así que no compiten por ella en los barcos y no necesitan vitamina C, por lo que no padecen escorbuto. Además, te los puedes comer si van mal dadas (esto no se lo expliqué a Charly al coger el ferry).

Gatos famosos a bordo, aparte del de nueve colas, son Jenny, la gata del Titanic, que tuvo el mismo destino que Leonardo di Caprio; Mrs. Chippy (un macho), que viajaba en el Endurance, el barco de Shackleton, hasta que el navío quedó atrapado en el hielo y sacrificaron a todos los animales (acaso el gato habría sobrevivido comiendo pingüinos), y, sobre todo, Insumergible Sam, el gato reciclado del acorazado alemán Bismarck (donde se llamaba Oscar: el cambio de nombre quizá obedeció a hurtarlo de la ira de Hitler, que odiaba a los desertores y exigía que los marinos se suicidaran, como Langsdorff) y que volvió a salvarse al ser torpedeado el destructor británico en el que iba a bordo y luego también del hundimiento del portaviones Ark Royal; acabó su agitada vida en una residencia para viejos marinos donde debía maullar estupendas historias. En cuanto a Formentera, donde durante años ha funcionado la voluntariosa Aktion Francisco, de inspiración alemana, que ha castrado gatos profusamente (221 sólo en la primavera de 2007, según los datos de que dispongo), destaca la figura casi legendaria de Flanagan, el felino de los Tur Ferrer que pese a sus grandes aventuras murió en la cama, no sabría decir si con lo que hay que tener, vista la desaforada actividad de la asociación.

El gato 'Charly' y la lagartija rescatada.

Charly, un gato común de pelaje gris, pero con bonitos ojos azules, ha recibido su nombre de la canción de Christophe Maé, aunque yo abogaba, vistos sus orígenes, por la de Santa Bárbara. Ajeno a que estoy escribiendo sobre él juega con una ruidosa cigarra atraída por la lámpara. Parece feliz en su avatar de turista y eso que aún no lo hemos bajado al Pelayo. De su irredento instinto cazador he dado ya cuenta, aunque no sé si constituye una seria amenaza para el planeta. Yo como amante de los pájaros y las lagartijas, tengo el corazón dividido. No me gusta que los gatos maten animalillos pero tampoco estoy de acuerdo con los conservacionistas radicales y cat haters que exigen mantener a los gatos encerrados en casa y hasta aplicar la eutanasia a los vagabundos (medida calificada de genocidio animal por Brigitte Bardot, con la que yo, lo justo). En Australia se ha llegado a decretar el toque de queda nocturno y el confinamiento doméstico de los gatos. En Formentera, paradójicamente, vivimos los humanos una situación parecida al haber ordenado el Consell de la isla el cierre de las playas de ses Illetes desde las seis de la tarde para evitar las fiestas masivas y botellones. Puedes entrar, eso sí, si vas en barco o si tienes reserva en alguno de los carísimos restaurantes de la zona: una medida sumamente democrática y que ha levantado la natural polémica. No sé si la prohibición se aplica también a los gatos.

Muchos antigatunos se felicitan por la falta de condena en el caso State of Texas v. Stevenson a James M. Stevenson, que un buen día, furioso porque los gatos de debajo del puente de San Luis Pass depredaban una colonia de chorlitos silbadores, cogió su rifle del .22 y se cargó al más grande. El caso desató las pasiones entre los lobbies anti y pro gatunos. El abogado del tirador alegó que su cliente defendía a una especie protegida y que matar a un gato asilvestrado no estaba tipificado como delito. La verdad, creo que cuando el conservacionismo se junta con la asociación del rifle pierde legitimidad. Digo yo que habrá alguna forma de conciliar ambos puntos de vista sin llegar a las manos.

Charly y yo proseguimos nuestras vacaciones. Él corre libre por los campos alrededor de la casa y va ampliando su radio de acción; yo lo sigo como puedo, con el alma en vilo, procurando que no se pierda, alertando a las pequeñas criaturas y tratando de impedir que cometa algún desmán contra el ecosistema. Dado que sale sobre todo de noche espero que nadie piense que vamos de botellón. Vaya veranito.


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