El Prado le da la vuelta al siglo XIX y de paso cambia la cartela de ‘El coloso’: “atribuido a Goya”
El museo aprovecha la pandemia para revolucionar la exposición de sus colecciones decimonónicas. El relato comienza en el pintor aragonés y acaba en María Blanchard
La España melancólica se despliega desde hoy, con todo su aire de inevitabilidad y derrota, en la sala 75, hogar tras la última remodelación de la colección permanente del Museo del Prado de la pintura de la historia. Esos grandes cuadros de naufragios, fusilamientos y otros episodios de un país de desencantos respiran al menos más tranquilos con el cambio de ubicación: ciertamente han ganado al pasar de los espacios anteriores, más pequeños y con su fondo burdeos, a la galería actual, de paredes claras y luz natural. Son el corazón d...
La España melancólica se despliega desde hoy, con todo su aire de inevitabilidad y derrota, en la sala 75, hogar tras la última remodelación de la colección permanente del Museo del Prado de la pintura de la historia. Esos grandes cuadros de naufragios, fusilamientos y otros episodios de un país de desencantos respiran al menos más tranquilos con el cambio de ubicación: ciertamente han ganado al pasar de los espacios anteriores, más pequeños y con su fondo burdeos, a la galería actual, de paredes claras y luz natural. Son el corazón de la colección que el museo atesora de pintura y escultura del siglo XIX, que ocupa 12 salas, a las que se les ha dado completamente la vuelta.
Es, en cierto modo, el final de un viaje de legitimación de una época que, tal vez por ese aire melancólico, fue tradicionalmente tratada con cierto desdén. Era una España de suicidio, depresión y derrota. Un país que ahora se mira en el espejo y se sienta en el diván gracias a esta reordenación cuyo origen se remonta a 2007 cuando el Prado inauguró sus salas de exposiciones temporales, con la ampliación de Moneo, con una gran muestra dedicada a un siglo de individualidades que empezaba en Goya y terminaba en Sorolla. En 2009, aquel centenar largo de pinturas y esculturas pasó a formar parte esencial de la colección permanente. El entonces director adjunto, Gabriele Finaldi, lo celebró como la revelación del “secreto mejor guardado del museo”.
Doce años y una larga pandemia después, la pinacoteca ha transformado y enriquecido la última parte de su relato ampliando sus márgenes, temas y procedencia de los autores. Incluso reabriendo el debate en torno a la autoría de El coloso. Hasta ahora el cuadro se asignaba a un seguidor de Goya, pero en esta reordenación la cartela ha cambiado y se atribuye al artista. En la primera planta, 275 piezas (antes eran 170) se exhiben en orden cronológico, pero no como compartimentos estancos. Parte de las Pinturas negras de Goya y llega hasta La boloñesa de María Blanchard, una de las últimas adquisiciones. En el nuevo discurso las artistas aumentan su presencia, 13 entre 130 autores, 57 más de los que había. Además, se contextualiza la obra de los españoles en la perspectiva de sus colegas europeos; gana relevancia la pintura social; el retrato ocupa un protagonismo hasta ahora desconocido; se presta con tres piezas atención a la producción llegada de Filipinas, territorio español hasta 1898; se indaga en el poder del boceto como trampolín, sí, pero también como arte autónomo; y la miniatura y la medallística se presentan con mayores honores.
Javier Barón, jefe de Conservación de Pintura del siglo XIX, ha capitaneado la transformación de las salas, junto a Leticia Azcue Brea, jefa de Conservación de Escultura y Artes Decorativas. Durante un minucioso recorrido, Barón contaba este lunes que el proyecto de enriquecer y reordenar el XIX venía de lejos, pero que el cierre del museo por la epidemia fue una ocasión única para mover conjuntos de obras que destacan por su gran formato como en ningún otro período. Pone como ejemplos El fusilamiento de Torrijos, de Antonio Gisbert; Los amantes de Teruel, de Antonio Muñoz Degrain o La muerte de Séneca de Manuel Domínguez. Son piezas monumentales que ocupan por sí solas casi la misma extensión que los artistas distinguidos con un espacio propio: honor reservado a Rosales y a Fortuny.
Del total, 113 cuelgan a la vista del público por primera vez, 26 han sido restauradas en los propios talleres del Prado y otras proceden de compras recientes o depósitos de otros museos, como el Reina Sofía, que aporta el bellísimo autorretrato de cuerpo entero (1912) de María Roësset Mosquera (a cambio se han llevado El comité rojo —1901— de Luis Graner Arrufi). La propuesta de Barón también es un canto a la labor de la sociedad civil amante del arte; abundan los legados de particulares recibidos en los últimos años.
El museo ha decidido comenzar con un artista del XVIII, Goya, en concreto con sus Pinturas negras. El maestro aragonés, el más representado en el museo, conecta así con un siglo al que en muchos sentidos tomó la delantera. El pintor reaparece aquí y allá, como clave de la modernidad. De los inquietantes murales al óleo que adornaron las paredes de la Quinta del Sordo, se entra en la galería de sus obras tardías, las realizadas durante su exilio en Burdeos, ciudad en la que vivió hasta su muerte, en 1828.
Aquí está su célebre autorretrato de 1815, el de Juan Bautista de Muguiro (1827) o La lechera de Burdeos (1827). Es un notable tránsito hacia la doble sala donde cuelgan sus más impactantes cuadros bélicos que relatan las dos primeras jornadas de la revuelta contra las tropas napoleónicas y la guerra de Independencia, el dos y el tres de mayo de 1808. Las dos obras, de similar tamaño (2,66 x 3,45 m la primera), se han planteado como un díptico en el que se confrontaba el día y la noche, el levantamiento popular y su represión. La manera en la que Goya representó la crudeza de la guerra con realismo moderno mira de frente a La muerte de Viriato, jefe de los lusitanos de José de Madrazo, junto a su boceto, una obra marcada por un estilo completamente distinto, el neoclásico. Esta pieza, como tantas otras, nunca se había expuesto en esta sala, y sirve, pese a la disparidad estética, para fijar dos maneras de representar la lucha de dos pueblos, que acabaron siendo el mismo, por su independencia; y las visiones de dos artistas contemporáneos. Los icónicos cuadros están rodeados de retratos de personajes clave en la guerra: Fernando VII y el general Palafox, el célebre defensor de Zaragoza.
Tras tanto sufrimiento patrio, el recorrido mira a quienes seguían lo que ocurría en escenarios internacionales como fue el caso de José Aparicio y Madrazo, seguidor del neoclasicismo del francés Jacques-Louis David. La mirada hacia el extranjero se ensancha con óleos de artistas franceses como Pierre Guérin y Merry-Joseph Blondel; los británicos George Romney, Thomas Lawrence y Martin Archer Shee; y la pintora suiza Angelica Kauffmann. En este espacio aguarda también uno de los casos de subida de categoría más fulminantes que se recuerdan. El boceto aquí expuesto de Dido y Eneas, de Guérin, cuya versión terminada luce con todos los honores en el Louvre, estaba en un instituto de La Orotava, en Tenerife, como parte de ese Prado disperso que, es un objetivo de la actual dirección de Miguel Falomir, conviene estudiar sin descanso.
Con paradas en los cuadros de paisajes realizados en la estela de los maestros británicos, se llega, a lomos de un romanticismo que en España fue ciertamente tardío, a las estampas que parecen reflejo de la publicidad turística contemporánea con los monumentos más conocidos de España o las montañas del norte peninsular que hicieron famoso a Carlos de Haes, autor que sigue teniendo gran protagonismo.
Por primera vez, el Prado reúne más de 50 retratos y autorretratos en una sola sala. “Permite colocar 54 efigies distintas de destacados artistas como los que fueron directores del museo”, explica Barón frente al cuadro de Vicente López. El museo ha tratado de hacer de la presencia de las mujeres una constante, pero en este espacio se acentúa con la obra de Roësset Mosquera, de Teresa Nicolau y Aurelia Navarro que aparece pintándose a sí misma, entre otras.
La pintura de las artistas transita hacia el realismo con el trabajo de los bodegones de María Luisa de la Riva y Fernanda Francés en una sala en la que se introduce la pintura social de Sorolla, el orientalismo, una representación de pintores filipinos, pero que sin duda está marcada por la gran obra Una huelga de obreros en Vizcaya, de Cutanda, que interpreta los conflictos laborales del sector de la siderurgia. Esta pieza, cuenta Barón, estaba enrollada en un ministerio. El Prado no solo la recuperó y restauró, también reprodujo el marco original, una estructura con remaches que imita al hierro acorde con la temática del cuadro y que contrasta con el resto de marcos del museo.
El final de esta reordenación desemboca, ya en el siglo XX, en La boloñesa, de María Blanchard, el cuadro de la dama del cubismo español que el pasado febrero reabrió el debate sobre la partición temporal de las obras del Prado y el Reina Sofía. La pieza se pudo adquirir gracias al legado de Carmen Sánchez, miembro de la Fundación Amigos del Prado, que donó en su testamento una casa en Toledo y 800.000 euros para la compra de obra. Esta imagen se mezcla con telas de las corrientes simbolistas e impresionistas de Sorolla y Beruete, y afianza la presencia de la artista en la colección permanente del museo.
Continúa el debate sobre 'El coloso'
El museo siempre ha reconocido, como se lee en la cartela, que “esta pintura ha suscitado en los últimos años un intenso debate crítico”. Con este cambio, introducido tras la jubilación de Mena, que ha hecho que Goya caiga en los dominios del conservador Javier Portús, la discusión sigue viva. En el estudio de Mena quedaba explicado que una vez analizada la obra con “luz adecuada (el nivel de luz al que se expone en el museo no penetra en los pigmentos, muy opacos de esta obra) se hace manifiesta la pobreza de su técnica, de su luz y colorido, así como la marcada diferencia de El Coloso con las obras maestras, de atribución documentada de Goya”.