Marina Abramovic, Premio Princesa de Asturias de las Artes
La artista serbia de 74 años es considerada como una de las grandes precursoras de la ‘performance’ y ha logrado que sus obras trasciendan los círculos especializados para integrarse en la cultura popular
Democratizó la performance, híbrido basado en la improvisación y el contacto directo con el espectador. Desdibujó las fronteras entre el cuerpo y la obra artística, consiguiendo que sus experimentaciones trascendieran los círculos más especializados para integrarse en la cultura popular. La vida de Marina Abramovic (Belgrado, 74 años) se ha contado tanto en los libros de historia del arte como en las páginas papel cuché. La creadora serbia, que ha sido galardonada este miércoles con el ...
Democratizó la performance, híbrido basado en la improvisación y el contacto directo con el espectador. Desdibujó las fronteras entre el cuerpo y la obra artística, consiguiendo que sus experimentaciones trascendieran los círculos más especializados para integrarse en la cultura popular. La vida de Marina Abramovic (Belgrado, 74 años) se ha contado tanto en los libros de historia del arte como en las páginas papel cuché. La creadora serbia, que ha sido galardonada este miércoles con el Premio Princesa de Asturias de las Artes, cultiva todos los géneros posibles: instalaciones, ópera, video, realidad virtual y abundante polémica. Hija de un guardia de élite del mariscal Tito, mató al padre y se revolvió contra el régimen yugoslavo. Niña acomplejada con su aspecto físico primero, silenciosa adolescente después, en la veintena presentó a un concurso joven su primera pieza de arte conceptual.
Formó parte de la “burguesía roja”, como ella misma definió su clase social, y acabó epatando a los mismos marchantes que detesta. En la Academia de Bellas Artes de Belgrado, donde estudió entre 1965 y 1969, lo más interesante sucedía fuera de las aulas. Allí se constituyó el Grupo 70, un sexteto de creadores que analizaban el trabajo de conceptualistas estadounidenses como Lawrence Weiner o Joseph Kosuth, cuyas piezas encumbraban antes la palabra que los objetos. Abramovic era la única mujer del colectivo. Conoció a sus compañeros durante las revueltas estudiantiles de 1968, durante las cuales ocuparon el edificio de la escuela y se manifestaron contra la burocratización del régimen yugoslavo. En sus memorias, Derribando muros (Malpaso), Abramovic define esa época como una de las pocas en que fue ciertamente feliz: “Se trataba de volcar la vida en el arte”.
Antes del éxito, vivió cinco años en una destartalada furgoneta junto a su pareja y cómplice creativo, el alemán Frank Uwe Laysiepen, cuya muerte a causa de un cáncer linfático pasó inadvertida en los primeros compases de la pandemia coronavírica. “Algunos novios compraban cazuelas y sartenes al mudarse juntos: Ulay y yo comenzamos a planear cómo hacer arte”, escribe Abramovic. En 1977 diseñaron para una galería de Bolonia la que quizá sea su acción temprana más icónica. Desnudos, se colocaban a uno y otro lado de un pasillo estrecho, obligando a que el espectador rozara sus cuerpos. En Death Self, también de aquellos años, unieron sus labios con un beso, inhalaban y exhalaban en la boca del otro hasta caer desmayados por falta de oxígeno. “Los límites forman parte de la obra”, recuerda la autora.
Se diría que su obra más popular fue una acción de 2010 en el MoMA, cuando la artista permaneció 716 horas sentada y en silencio frente a los diferentes espectadores que la observaban de uno en uno y con quienes no podía hablar. “Me siento orgullosa de dominar el arte de no estornudar”, ironiza en su libro. Al mismo tiempo, el museo celebraba una gran retrospectiva, The Artist is Present, en la que se representaban algunos de sus trabajos más rompedores. Ese constituye el gran reto de su trayectoria: tratar de cuestionar las exposiciones mismas con gestos tan provocadores como íntimos. De algún modo, Abramovic podría encarnar la imagen de artista total. Su feliz entrega a las mieles del éxito hizo que se la viera confraternizar con Lady Gaga. De la mano del rapero Jay Z, con quien ha colaborado en sus vídeos y letras, consiguió hacerse un hueco en la cultura de masas, controversia por los derechos incluida.
Su popularidad alcanzó cotas a la altura de Louise Bourgeois o Jeff Koons. Durante su última entrevista con EL PAÍS, realizada en 2015, Abramovic echaba la vista atrás: “La gente piensa con nostalgia que antes las performances eran más radicales. Te cortabas, te desnudabas, pero ahora son un proceso más mental. Entonces, tu público podían ser 10 personas, así que en verdad casi nadie las vio. Los museos aceptan hoy las performances como el vídeo o la fotografía, pero ha llevado mucho más tiempo ganarse el respeto. Ha habido un cambio radical: cuando empecé me querían encerrar en un manicomio porque creían que estaba loca, y hoy me alaban”. En 1997 la pieza Balkan Baroque, presentada en la Bienal de Venecia, le valió un León de Oro a la mejor artista. En 2005 llevó al Guggenheim de Nueva York Seven Easy Pieces: siete noches consecutivas en las que reinterpretaba a los iniciadores de la performance de los sesenta y setenta.
No le han faltado los homenajes. En 2012 se estrenó La artista está presente, película basada en la retrospectiva del MoMA dirigida por Matthew Akers, nominada a mejor documental en los premios Spirit del cine independiente. De esa experiencia surgió la idea para crear el Marina Abramović Institute (MAI), un centro de arte situado en Hudson (Nueva York) en el que se realizan todo tipo de actos culturales, talleres y exposiciones relacionados con la práctica y creación contemporáneas. En abril de 2012, la artista llevó al Teatro Real de Madrid el espectáculo Vida y muerte de Marina Abramovic. Colaboraron en esta apuesta el director de escena Bob Wilson, el actor Willem Dafoe y el cantante transgénero Antony Hegarty, desde entonces inseparable de la performer. En aquellos días, Abramovic aseguró a este diario: “No soy feminista. El arte no tiene género. Yo soy como un soldado”.