El millonario negocio de la búsqueda de ‘durmientes’
Los grandes anticuarios tienen al menos tres o cuatro personas en plantilla rastreando catálogos por todo el planeta para detectar los fallos de las casas de subastas
Cegados por la iridiscencia del dinero y el éxito del arte de posguerra y contemporáneo, los maestros antiguos parecían habitar en la gruta de los años finales de María Magdalena. Falso. Es un mundo muy discreto, oscuro y silencioso donde el gran negocio reside en encontrar durmientes. En la jerga, “sleepers”. Piezas mal atribuidas, sucias, sin firmar, pero que los expertos saben, o intuyen, porque llevan décadas mirando, que podrían tener valor. Un taller de Ribera puede costar 40.000 euros y una pintura de su mano superar el millón.
Todas las casas de subastas fallan. La...
Cegados por la iridiscencia del dinero y el éxito del arte de posguerra y contemporáneo, los maestros antiguos parecían habitar en la gruta de los años finales de María Magdalena. Falso. Es un mundo muy discreto, oscuro y silencioso donde el gran negocio reside en encontrar durmientes. En la jerga, “sleepers”. Piezas mal atribuidas, sucias, sin firmar, pero que los expertos saben, o intuyen, porque llevan décadas mirando, que podrían tener valor. Un taller de Ribera puede costar 40.000 euros y una pintura de su mano superar el millón.
Todas las casas de subastas fallan. Las internacionales. Pensemos en Christie’s, Sotheby’s, Dorotheum (Viena) o Pandolfini (Italia), pero también las locales como Ansorena o Segre. Por eso, los grandes anticuarios tienen al menos tres o cuatro personas en plantilla rastreando catálogos por todo el planeta. Suelen ser profesionales reconocidos (hay antiguos directores de museos) pero también historiadores del arte con buen ojo. Es un mundo que engaña. Las reglas no son cartas marcadas sobre un tapete. “El estado de conservación (como decía el historiador italiano Federico Zeri) es siempre lo primero que hay que evaluar”, reflexiona Gabriele Finaldi, director de la National Gallery de Londres. Otro especialista, Javier Novo, coordinador de Conservación e Investigación del Museo de Bellas Artes de Bilbao, propone un sistema de “tesis y antítesis”. “La base es pensar por qué puede ser de ese artista y luego buscar las razones contrarias”.
Los anticuarios, que son sagaces, conocen todo esto. Saben que un cuadro reentelado supone un problema porque puede ocultar un sello o una firma que lleven al autor. Pero si creen en la obra, siempre viajan a verla para comprobar —como ellos dicen— que no ha sido “trasteada”. Incluso, a veces, a fin de no despertar sospechas, ni aparecen por la sala o fingen interés por un lote distinto del que les interesa. Y todavía existen Arcadias. España, y, sobre todo, Italia son los principales lugares de peregrinación. Hasta hace no tanto, las impresionantes esculturas de Pedro de Mena (1628-1688) eran calificadas como “tallas”. La famosa galería Colnaghi vendió en su día al Metropolitan de Nueva York (Met) un extraordinario eccehomo y una Madre Dolorosa (1674-1685) del maestro granadino. Un importante galerista español guarda, por ejemplo, en Bélgica y Nueva York dos obras de Artemisia Gentileschi importadas del país transalpino. Italia tiene tal patrimonio que le resulta imposible defenderlo. Y museos, sobre todo estadounidenses, como el Met y el Getty de Los Ángeles, están practicando una especie de neocolonialismo pictórico adquiriendo todas las grandes piezas italianas, españolas y de la época colonial que pueden.
¿Qué ocurre en España? Lo mismo que en otras profesiones. Los especialistas en pintura de Alta Época están mal remunerados y no acude el talento. Aprender este “oficio” exige décadas. La precariedad es un riesgo que asume el patrimonio histórico artístico. Porque la última frontera para no perder tesoros nacionales es la Junta de Calificación, Valoración y Exportación de Bienes, y no lo puede parar todo. Porque el mercado del arte antiguo vive de los durmientes.