Una periodista sola en un mundo de hombres
Los cafés de Madrid ejercieron una gran influencia en académicos, periodistas y políticos. Allí estaba Josefina Carabias, describiendo con perspicacia extraordinaria unos tiempos turbulentos
Miguel de Unamuno decía que las tertulias literarias constituían desde el siglo XIX la verdadera universidad popular española. En este caso las aulas donde se impartían las clases eran algunos cafés históricos de Madrid, la mayoría desaparecidos, situados entre Sol y la Puerta de Alcalá. Alrededor de los veladores de mármol llenos de tazas con recuelos y copas de anís Machaquito, un grupo compuesto de periodistas, escritores, diputados, funcionarios y pasantes, bajo el humo de tabaco y el sonido de cuc...
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Miguel de Unamuno decía que las tertulias literarias constituían desde el siglo XIX la verdadera universidad popular española. En este caso las aulas donde se impartían las clases eran algunos cafés históricos de Madrid, la mayoría desaparecidos, situados entre Sol y la Puerta de Alcalá. Alrededor de los veladores de mármol llenos de tazas con recuelos y copas de anís Machaquito, un grupo compuesto de periodistas, escritores, diputados, funcionarios y pasantes, bajo el humo de tabaco y el sonido de cucharillas, se dedicaban a intercambiar maledicencias, chascarrillos, opiniones literarias o políticas, normalmente a gritos, bajo la autoridad de un literato de prestigio que daba nombre a la tertulia. Cuando él hablaba, los demás callaban, como ocurría en clase. Esa era la regla.
Valle Inclán decía que el Café de Levante había ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que algunas universidades y academias. Era un café cantante, situado en la Puerta del Sol, donde, como dice la copla, “entre penas y alegrías cantaba la Zarzamora”, y allí se sentaban Baroja y Azorín a mediodía ante una zarzaparrilla a competir quien de los dos guardaba el silencio más profundo. En una esquina de Sol, en la planta baja del hotel París, estaba el café de la Montaña donde el periodista Manuel Bueno en medio de una disputa de endecasílabos le dio un bastonazo a Valle Inclán que le incrustó el gemelo en la muñeca y la gangrena obligó a cortarle el brazo.
La Fontana de Oro, el café Colonial y el Suizo eran botillerías asociadas a los nombres de Bécquer, de Galdós y de Rubén Darío. En sus peluches también asentó sus posaderas el propio Trotsky en 1916 de paso por Madrid, expulsado de Francia, camino de México. Un oscuro funcionario del Registro General del Notariado, llamado Manuel Azaña, intelectual adusto, escritor sin lectores, pesimista congénito, tímido e irónico regentaba la tertulia del hotel Regina, rodeado de conspiradores republicanos y al lado, en una esquina de la calle Peligros, se levantaba el café Fornos, donde imperaba el socialista Indalecio Prieto y entre las mesas dormitaba el perro Paco, que los domingos por propia cuenta se subía al tranvía y se iba a los toros y en media faena ante el regocijo del público salía a la arena y le ladraba al diestro si fallaba con el estoque. En la tertulia del café Pombo, de la calle Carretas, Ramón Gómez de la Serna ardía cada noche de sábado en su propia zarza. De él se decía, todo lo que piensa lo escribe, todo lo que escribe lo publica, todo lo que publica lo regala.
Valle Inclán decía que el Café de Levante había ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que algunas universidades y academias
Valle Inclán vivía en la plaza del Progreso. Se levantaba de la cama a mediodía, sin que sus devotos supieran si había dormido con la larga barba de chivo dentro o fuera del embozo, un enigma que se llevó a la tumba. Durante toda la tarde se paseaba por varias tertulias hasta altas horas de la noche, por la Cacharrería del Ateneo, por el café del Prado, si bien tenía cátedra propia en la Granja del Henar. Allí solo se oía su voz ceceante y desgañitada, insolente y provocadora al borde siempre de la bofetada. A un joven advenedizo que no conocía las reglas y no paraba de hablar le dijo: “Oiga, joven, se va usted a pisar la lengua.” En el café Lyon, frente a Correos, confluían Bergamín, García Lorca y los poetas de la Generación del 27, ministros de la República y los falangistas en el sótano de la Ballena Alegre.
En 1930, una convulsión de pasiones contrarias estaba a punto de romper todas las costuras de la sociedad y el principal fermento de esta combustión era el Ateneo de Madrid, donde todas las ambiciones políticas y literarias realizaban el ensayo general cada día. Allí velaba las armas políticas e impuso su carácter duro, administrativo y cáustico Manuel Azaña, elegido presidente. En la Cacharrería se oía gritar a Valle Inclán contra el gobierno, cualquiera que fuera y allí la periodista Carabias, de 23 años, comenzó a describir en sus crónicas para los periódicos Ahora y La Voz todas las turbulencias que estaba viviendo de primera mano con una perspicacia extraordinaria. A Azaña le caía bien. A Baroja y a Valle Inclán también. Conocía por sus nombres a todos los personajes que poblaban los cafés literarios. Y de pronto los vendedores de periódicos el 14 de abril de 1931 comenzaron a vocear por las calles de Madrid: ¡Se ha proclamado la República, ha caído en la tertulia del Regina, en la de Azaña! El libro de Josefina Carabias, Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel, publicado por Seix Barral, es una travesía de este político convertido de repente en una figura estelar de la historia de España, escrita por la periodista en los últimos años de su vida desde una memoria evanescente. El humo de aquel Madrid republicano, en el que el aguardiente de las tertulias literarias se iba convirtiendo en un odio fratricida está descrito con una precisión analítica a la distancia corta por esta periodista que se paseó sola, por primera vez, con un desenfado inteligente en un mundo de hombres.