El posibilismo y Banderas superan el “gran marrón”

Condujo la gala con estilo, profesionalidad, naturalidad, sin pasarse ni quedarse corto

Banderas en la gala de los Goya, en Málaga.Premios Goya/ Miguel A. Cordoba (Premios Goya/EFE)

Debe de haber sido laborioso, imaginativo, posibilista y agotador el montaje de los Premios Goya. Con la gran familia del cine español, como se autodenominan ellos (qué calorcito debe de otorgar la certidumbre de que no hay lugar para la desvalida soledad), ingeniándoselas para estar reunida de forma virtual, cada uno en sus casas, pero sabiendo que los corazones laten juntos en la solidaria ceremonia para premiar a los que hayan sido los más listos de la clase ...

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Debe de haber sido laborioso, imaginativo, posibilista y agotador el montaje de los Premios Goya. Con la gran familia del cine español, como se autodenominan ellos (qué calorcito debe de otorgar la certidumbre de que no hay lugar para la desvalida soledad), ingeniándoselas para estar reunida de forma virtual, cada uno en sus casas, pero sabiendo que los corazones laten juntos en la solidaria ceremonia para premiar a los que hayan sido los más listos de la clase en el año del desastre colectivo, con películas retenidas o inacabadas, con cines cerrados o luchando heroicamente contra la agonía, con el miedo y la impotencia exigiendo su feroz tributo.

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Y han sacado adelante y meritoriamente una tarea complicada. Ha tenido un notable presentador, señor que se fue hace muchos años a hacer las Américas y las conquistó, se hizo rico y famoso, pero no se envileció ni olvido sus raíces. Y ha retornado a ellas para echar una poderosa y seductora mano en tiempos de desdicha. Se llama Antonio Banderas. Condujo la gala con estilo, profesionalidad, naturalidad, sin pasarse ni quedarse corto, apostando por la supervivencia del cine español cuando todo parece triste, solitario y final, que diría Philipe Marlowe. No tenía desperdicio nada de lo que contó El Zorro y también apareció la emotividad en el discurso del presidente de la Academia, Mariano Barroso, resaltando que el buen cine siempre posee valor de antídoto contra la tristeza, que la oscuridad y la desolación del alma se esfuman durante un rato si las historias que te están narrando en la pantalla logran embrujarte, te provocan sensaciones agradecibles, te distraen de tu pena. Le ocurrió a Ángela Molina en medio de una depresión atroz tras la muerte de su padre. Nos ocurre a todos. Y fue muy merecido el Goya de honor a esta bellísima señora y actriz genuina. Aún recuerdo el arrobo y la fascinación que me provocaron sus primeras interpretaciones, la memorable Sabina, aquella mujer lo poseía todo.

Imagino que igualmente fue Banderas el que consiguió que sus colegas más ilustres del cine internacional se prestaran mediante grabaciones a mostrar su incondicional apoyo al cine español. Vale, muy enternecedor el solidario gesto. Pero no puedo evitar el rubor o el rictus sarcástico cuando algunos de ellos se desmadran en su solidaridad afirmando que el cine español es la hostia, que no pueden vivir sin él. No hacía falta inventarse esa admiración incondicional. Era suficiente con la palmadita de ánimo.

Y nadie se escaqueó del sagrado compromiso en situación tan problemática. Ahí estaban las grandes vedetes del cine patrio repartiendo premios a los que todavía no habían encontrado su lugar en el sol. O sea, el monarca Almodóvar, la reina con causa Penélope Cruz y otros familiarizados desde hace mucho tiempo con el éxito como el revientataquillas Juan Antonio Bayona, la vistosa Paz Vega y ese señor tan inteligente como sencillo llamado Alejandro Amenábar. A mi ancestral amigo Fernando Trueba se le rompió el sonido, pero creí escuchar su necesaria apología del hombre bueno que actúa, que no permanece sentado.

¿Y los galardones? No he podido ver gran parte de las películas que estaban nominadas, pero estoy de acuerdo con que hayan reconocido el poder de observación y sensibilidad con los que retrata la directora Pilar Palomero a un grupo de crías (maravillosa la protagonista) en ese territorio tan temible, en el que ocurren cosas que perdurarán siempre, que marca el final de la niñez y el arranque de la adolescencia. Esa inquietante película se titula Las niñas. También celebro el reconocimiento que le han otorgado a la bonita, triste, dura y conmovedora Adú. Y echo de menos que no se hayan percatado del valor tragicómico de Sentimental y de que no hayan premiado a la formidable actriz Griselda Siciliani, todo sutileza, clase, hermosura, sobriedad, matices.

Aunque los aspirantes permanecieran en sus casas, me daban escalofríos pensando en las comprensibles e interminables dedicatorias a los seres amados que podrían soltar los galardonados. Sobre todo cuando observaba que se habían reunido un montón. Bueno, forma parte cansina del ritual. Puede resultar muy fatigoso para la paciencia del espectador.

Ojalá que la fiesta de pompa y circunstancias pueda celebrarse de otra forma el próximo año. Observo en el homenaje que dedican al centenario de Berlanga imágenes de las geniales Plácido y El verdugo, sería bonito y necesario que estas obras maestras tuvieran continuidad en el futuro cine español.

Y sospecho que la conciencia social de Alberto San Juan durmió esa noche como un bebé después de su ruego o exigencia al Partido Socialista Obrero Español sobre el derecho de todo cristo a la vivienda. Ya le gustaría a mi embrutecimiento moral poder evitar el insomnio.

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