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LECTURA

Desde que empecé a tener síntomas

La escritora Leslie Jamison, afectada por el coronavirus, relata su confinamiento con su hija pequeña en su apartamento de Nueva York

Un guante desechable en una acera de Borough Park, en Brooklyn.
Un guante desechable en una acera de Borough Park, en Brooklyn.SPENCER PLATT/AFP

La única persona a la que he tocado desde hace una semana es mi hija de dos años. Cada selfie que hago de nosotras dos es una fotografía en la que se me ve tratando de inhalarla. Las calles están vacías, las sirenas de ambulancia son constantes, el brillo del sol es insultante. Al otro lado de nuestras ventanas, la ciudad está quedándose sin respiradores. Las tiendas tienen en sus escaparates carteles que parecen sacados de las películas apocalípticas que me encantaban cuando pensaba que eran metáforas, y no profecías: “Debido a la epidemia de COVID-19, estamos cerrados indefinidamente”. Mi hija y yo no hemos salido del apartamento desde hace cuatro días, desde que empecé a tener síntomas.

Mentira. He salido una vez, a bajar la basura. No podía olerla, porque no puedo oler nada —el olfato desapareció de pronto, igual que el gusto; es el nuevo síntoma del que hablan últimamente los informativos— pero, al ver que ya no podía apretar más en el cubo el montón de pieles de plátano y trozos de calabacines triturados, me di cuenta de que no había más remedio. En el vestíbulo del edificio vi a un hombre con una mascarilla azul que había venido a recoger la ropa de alguien para llevarla a la lavandería. Cuando se quitó la mascarilla para hablar, me aparté de él. Estoy segura de que creyó que lo hacía por miedo a que me contagiara, cuando, en realidad, lo hice por miedo a contagiarlo yo. Me dio miedo hablar. Me imaginaba al virus transmitiéndose en partículas de mi saliva. Pero no era mi imaginación. Era la realidad. ¿Por qué no fui capaz de decirle “Tengo el virus”? Las palabras se me quedaron atrapadas en la garganta. Sentí vergüenza de ser transmisora.

El virus. Un nombre íntimo y fuerte. ¿Cómo se siente hoy mi cuerpo? Con escalofríos a pesar de las mantas. Con un picor horrible en los ojos. Tres jerséis a mitad de día. Mi hija que intenta ponerme otra manta más con sus bracitos. Un dolor en los músculos que, por alguna razón, hace que me sea muy difícil quedarme quieta. La pérdida del gusto es una especie de cuarentena sensorial. Es como si la cuarentena se acercara, centímetro a centímetro, a lo más profundo de mi ser. Primero perdí el contacto con otros cuerpos; luego perdí el aire; ahora he perdido el sabor de los plátanos. Ninguna de estas pérdidas es especialmente rara. He hecho un calendario para no volverme loca con la niña. Hace cinco días escribí sobre él “¡Caminar/Aventura!”, junto a una ilustración recortada de un tigre; como si fuéramos a ver tigres en nuestros paseos. Me pareció bonito mantener viva la posibilidad.

"Las tiendas tienen carteles que parecen sacados de las películas apocalípticas que me encantaban cuando pensaba que eran metáforas y no profecías"

Dicen que la cuarentena es difícil para los padres. La cuarentena. Como si no fueran cuarentenas, en plural. Como si no viviéramos todos solos. Ser madre de una familia monoparental es igual que ser madre, salvo que estoy siempre sola. Ser madre de una familia monoparental en cuarentena es igual que ser madre, salvo que el interior de mi mente se ha convertido en un manicomio en el que retumba el sonido de mi propia voz que lee los mismos libros ilustrados una y otra vez: “Señor conejo, necesito ayuda. La oscuridad fue fácil de encontrar. Hola, rayas. Hola, lunares. Hola, maravilla. Hola, ¡EH! ¿Qué es eso? ¡Es un GUISANTE A LA FUGA! Pájaros sentados en magdalenas. Serpientes sentadas en pasteles. Corderos sentados en mermeladas. Abejas sentadas en llaves. ¿De verdad quieres ayudar, cielo? Tienes que hacer algo para que el mundo sea más bonito”.

Claro. Hoy. En este mundo condenado. Hacerle algo bonito. He pensado incluir en nuestro calendario muchos juegos posibles que sean estimulantes, pero son más difíciles de imaginar con el virus en mi sangre: una merienda, un baile, una fiesta de hacer tiras de papel de seda. Todavía puedo pensar en ver la retransmisión en directo desde el zoo, pero no siempre vale la pena. A veces no es más que un koala con los ojos cerrados y aspecto enfermo, como el resto de nosotros. De todas formas, da igual lo que incluya en la agenda. Mi hija tiene claro lo que quiere. Su juego preferido es tirarse de cabeza del montón de ropa al suelo. Su segundo juego preferido es tirarme los sujetadores a la basura. Su tercer juego preferido es espachurrar el tubo de pomada para las rozaduras del pañal por el suelo y luego darme una de sus toallitas y decirme: “Límpialo”. Cuando la miro fijamente, sonríe con coquetería: “Límpialo, por favor”. Se sabe todos los trucos.

La única forma que tengo de poder escribir todo esto es sentarme con ella en el suelo y darle un bolígrafo y un cuaderno para que se ponga a hacer garabatos a mi lado.

Me despierto a mitad de noche con el corazón latiendo muy fuerte y tengo las sábanas empapadas de sudor, seguramente repleto de virus. El virus es mi nueva pareja, el tercer habitante del apartamento, tendido y húmedo sobre mi cuerpo toda la noche. Cuando me levanto a beber agua, tengo que sentarme en el suelo a mitad de camino para no desmayarme.

Una tarde, desde la ventana, veo a cuatro estudiantes de instituto que pasean del brazo. Hay algo de insolente en su jovialidad, su forma natural de tocarse, un “¿Que no podemos tocarnos? ¡Que os den!”. Me entran ganas de gritarles: “¡No podéis!” El deseo de sentirnos superiores ante la gente que no cumple el distanciamiento social es nuestra forma de afrontar nuestro miedo y justificar nuestros sacrificios. “Si he tenido que renunciar a esto, vosotras también deberíais”. Llevo nueve días sin tocar a otra persona adulta, aunque no es que lleve la cuenta. El día en el que me di cuenta de que estaba enferma, coloqué en el portal un cartel advirtiendo a mis vecinos de que estaba contagiada. La culpa del transmisor me quita el sueño todavía. Cualquiera que está enfermo es el paciente cero de otra persona. Es lo que llaman la “excreción del virus”, una expresión bella y grotesca a la vez, como si, bajo una luz ultravioleta, la enfermedad fuera una especie de piel de serpiente desprendida y enroscándose por todo el piso hasta convertirse en polvo.

"El virus es mi nueva pareja, el tercer habitante del apartamento, tendido y húmedo sobre mi cuerpo toda la noche"

Últimamente suelo soñar con agradables cenas a las que nadie me ha invitado. Idealizar las cuarentenas de otras personas no es más que la última versión de una vieja costumbre. ¿Qué más da que firmara los papeles de mi divorcio un mes antes de que la ciudad empezara el confinamiento? Tengo mis mantas. Tengo a mi niña pequeña que se mete trozos de pan de pita por el cuello de su pijama de llamas arcoíris, en pleno epicentro de la epidemia. Por supuesto que a veces me gustaría que mi cuarentena fuera distinta, y a veces me gustaría que mi matrimonio hubiera sido distinto, pero, ¿cuándo he vivido yo sin ese desasosiego? Es un dolor en los músculos que hace que me cueste quedarme quieta. La cuarentena me enseña lo que ya me habían enseñado pero nunca aprenderé: que hay muchas otras formas de estar sola, además de mi forma concreta de estarlo.

Pasamos los días pinchando con el tenedor infantil frambuesas compradas por internet. “Mamá, ayúdame”, dice en ocasiones, con tono lastimero. Necesita algo pero no sabe exactamente qué. Yo sí se exactamente lo que necesito: otro cuerpo humano. De modo que respiro y absorbo su cuero cabelludo una y otra vez. Dejo que me apriete el muslo con los deditos del pie una y otra vez. “Mamá, pierna”, dice, encantada. A veces basta con nombrar el mundo, con enumerar sus partes. Recuerdo el sexo antes de la cuarentena: todo lo contrario al distanciamiento, lo contrario a la enfermedad, lo contrario a la contención. Recuerdo los carros rebosantes en el supermercado en los días en los que los rumores del confinamiento todavía eran rumores: la mujer que acaparaba comida para gatos y café instantáneo, el hombre con los brazos llenos de jabón, como si ya no fuera a hacer nada más que lavarse hasta el final de los tiempos.

Recuerdo la última vez que me sentí tan alejada del mundo; también la última vez que comí sin saborear: a los 17 años, cuando volví a casa después de una semana en el hospital, con la mandíbula llena de alambres y el rostro hinchado y reconocible, una operación terrible para curar la fractura sufrida en un accidente mientras hacía senderismo. Pedí a mi madre que tapara todos los espejos con sábanas porque no podía soportar verme. Me inyectaba con una jeringa pequeña una bebida de proteínas directamente en la parte de atrás de la boca y utilizaba un cuadernito para comunicarme, porque estuve meses sin poder hablar. ¿Y qué escribía? Años después, revisé las notas escritas a toda prisa en busca de alguna hondura dentro del sueño febril de mi dolor, pero lo único que encontré fue miedo y necesidad, en bucle: “¿Y si vomito con la boca cosida? Más Vicodin, por favor. Más Vicodin, por favor. Más Vicodin, por favor.

En esta casa no hay Vicodin. Solo paracetamol infantil y plátanos que se hacen papilla sobre mi lengua y otra alcohólica rehabilitada en FaceTime que me cuenta que algunas de las personas de las que es madrina han vuelto a beber porque “esta mierda de mundo está acabándose”, al menos de momento, y ahora cae la lluvia sobre las calles vacías, y saco la mano por la ventana; solo un instante, igual que aprieto la mejilla contra el vientre de mi hija, para sentir algo que sigue estando ahí.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Leslie Jamison es escritora estadounidense, autora de la novela El armario de la ginebra (Sexto Piso) y los ensayos El anzuelo del tiempo (Anagrama) y La huella de los días, que será publicado en septiembre.

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