Jon Lee Anderson: “Estamos en una era de protesta y exasperación, pero no de empuñar armas contra el poder”
El periodista estadounidense, que acaba de publicar el libro de crónicas ‘Los años de la espiral’, reflexiona sobre las convulsiones de América Latina y el papel de las nuevas generaciones
La imagen que se asocia al paso del tiempo suele ser la de una línea, pero los hechos rara vez tienen estructura lineal. Están llenos de recovecos, desvíos, idas y venidas. También sucede con la historia reciente de América Latina. La segunda década del siglo, escribe Jon Lee Anderson (California, 1957), “estuvo matizada por la volatilidad, además de por la decadencia o desapar...
La imagen que se asocia al paso del tiempo suele ser la de una línea, pero los hechos rara vez tienen estructura lineal. Están llenos de recovecos, desvíos, idas y venidas. También sucede con la historia reciente de América Latina. La segunda década del siglo, escribe Jon Lee Anderson (California, 1957), “estuvo matizada por la volatilidad, además de por la decadencia o desaparición de tendencias anteriores”. El periodista estadounidense vio en ella una forma irregular que acabó inspirando el título de su último libro. Los años de la espiral (Sexto Piso) es un repaso a las convulsiones del continente, que el reportero conoce en profundidad, y sus protagonistas. De Colombia a Cuba, Venezuela, Nicaragua, Perú, Brasil o Argentina, Anderson relata un mundo que está cambiando a través de una selección de crónicas, perfiles, reportajes y artículos originalmente publicados por la revista The New Yorker. El periodista contesta al teléfono a primera hora de la mañana desde Chile, donde viajó tras pasar por México a principios de mes. De norte a sur, Latinoamérica es siempre materia prima de su trabajo.
Pregunta. Sus textos narran unos años que, en su conjunto, siguen un esquema no del todo claro, el de una espiral. ¿Siente que ha terminado esa época?
Respuesta. No del todo. Aunque el libro coincide con un nuevo escalafón, que es aparentemente el eclipse del trumpismo en Estados Unidos, el advenimiento de un político más sensato y mainstream, que es Joe Biden y promete restablecer una especie de ordenamiento en las relaciones con la región, que a su vez probablemente tendrán un efecto benéfico en algunos aspectos.
P. ¿Cuáles?
R. En una bajada de tono hacia determinados regímenes, de abrir diálogo con países como Venezuela y Cuba en lugar de recurrir únicamente a la hostilidad. Y hará un esfuerzo por establecer pautas de cooperación en temas como migración y narcotráfico, que serán menos caracterizados por el matonismo como durante la época de Trump. En todo caso, en América Latina, las secuelas de los años de espiral continúan hasta cierto punto. Si bien hemos visto un repunte de la llamada izquierda, en algunos países como Bolivia o como podría ocurrir en el Ecuador, no estamos hablando de la izquierda de la época chavista. Nunca he pregonado la muerte de la izquierda como tal, sino un poco del declive de esa izquierda con pretensión o verbo revolucionario. Los nudos que se han presentado están todavía por resolverse. El más grande quizás sea el de Venezuela, que es como un hoyo negro que chupa todo lo que está a sus alrededores. Hay dos hoyos más. Uno sería el bolsonarismo en Brasil por lo que significa en cuanto al riesgo del populismo extremo y por lo que significa para el planeta Tierra. Y el tercero sería el narcotráfico, que ha hecho un gran hoyo negro del sur del río Bravo hasta Bogotá.
P. En el último año y medio hemos visto que las nuevas generaciones, los menores de 30 o de 25 años, empiezan a actuar de otra forma. Lo vimos en Chile, aunque ese país tiene una mayor tradición de protesta, lo hemos visto en Perú, en Colombia… El libro transmite también un clima de degradación de la política. ¿Hay motivos para confiar en los jóvenes para un cambio?
R. Añadiría a los chicos del Movimiento San Isidro en Cuba. Estamos ante un fenómeno que va más allá de las fronteras de un país y otro. Lo vemos a escala mundial también, en Hong Kong y en algunos otros países. Uno percibe ciertos rasgos en común, que son la desilusión con la política, por supuesto, y una disposición de ir a la calle y protestar, a veces con aspectos nihilistas, a veces con reclamos identitarios, a veces por un aumento de tarifa del metro. Vemos que hay un hartazgo con las políticas convencionales, lo que diría que hasta cierto punto es post ideológico. A 30 años del fin de la Guerra Fría epítetos como facho y comunista, aunque los han reflotado por los populistas de derechas en lugares como Brasil, en realidad no tienen mucho sentido para los chicos de 30 años y menos hoy en día. Nacieron después de la Guerra Fría y no sienten el peso de esa historia de la misma forma, lo que quieren es vivir sus vidas y mirar hacia adelante. La corrupción, sobre todo, y la falta de un Estado de derecho ha creado un cinismo y un disgusto muy grandes. Y con razón. La época de la Guerra Fría, de revolución y contrainsurgencia, no fue caracterizada, al menos abiertamente, por el reconocimiento de una corrupción hasta las más altas esferas en cada país latinoamericano. En los últimos 25 años es lo que ha reemplazado la percepción pública del poder y esto ya está cobrando víctimas. En Perú, en Chile, en Brasil, donde votaron por Bolsonaro ante la percepción de una corrupción. Argentina es una ópera bufa en el sentido de la corrupción. Podemos ir por el continente y verlo. Odebrecht dejó secuelas en todas partes. Y los únicos países donde no, hay una especie de pacto entre los implicados. O al menos un chivo expiatorio. En México han tirado a [Emilio, exdirector de Pemex] Lozoya a la fogata y en Colombia han cerrado filas para no entregar a nadie. Está por ver si esta generación puede lograr una purga necesaria. En algunos lugares podría irse de las manos. Lo que es interesante es que estamos en una era de protesta y exasperación, pero no de empuñar armas para desalojar a los que están en el poder.
P. ¿Lo que está pasando en Cuba con el Movimiento San Isidro hace pensar que algo está cambiando?
R. Quizás sí. Ningún país es monolítico, ni lo es el Partido Comunista en Cuba. El poder está en manos de un sesentón, hijo del partido, un hombre algo gris y respaldado por las fuerzas armadas y el partido, pero no está imbuido del liderazgo y el carisma de la época anterior. Eso los hace más burócratas y se nota que en este caso han optado por una serie de respuestas. Por un lado, la propaganda negativa, que en realidad tiene tan poca credibilidad, como Trump cuando dice que ganó las elecciones. ¿A quién afecta? A su base. ¿Cuán grande es ahora la base de creyentes fervientes del Partido Comunista? No sabría decir, pero creo que la mayoría son de sesenta años para arriba y algunos de esos quizá no tan convencidos. En todo caso, yo creo que estamos ante un cambio generacional en Cuba. Hubo una visita de Obama hace cuatro años. Y los cubanos están más globalizados en sus conocimientos. Estamos en un impasse donde aún no hemos visto el final del camino. El hecho de que hayan optado por la propaganda y por la distensión es interesante. Quizá sea un reconocimiento de que su sociedad está cada vez más compuesta de jóvenes que por sus propias historias requieren una respuesta distinta. Y esto a su vez podría ser un reconocimiento de que el partido no es monolítico y que tiene que haber una especie de ampliación de voces e inquietudes en el futuro próximo. Sería más saludable para Cuba.
P. ¿Qué rastro deja Trump en América Latina?
R. Lo primero que me viene a la mente es una imagen de EE UU muy disminuida. Los que tenían una imagen de EE UU como de una democracia inexpugnable ya no la tienen. Es un país con muchos problemas internos, una justicia a veces corrupta, la posibilidad de que los corruptos lleguen a púlpitos de poder, nepotismo. Trump se portó como el arquetipo de americano feo, matón, racista, homófobo y transaccional, en el sentido de que solo le importaba la relación de coste-beneficio. Solo se sentía cómodo con los más autoritarios de la región y los potenció. Con Joe Biden los latinoamericanos sabrán dónde situarse respecto de las políticas norteamericanas, sean positivas o criticables, pero al menos dentro de una convención o una ortodoxia reconocida. Todos nos sentimos sacudidos, hostigados, dañados y algo traumatizados por el paso de Trump. Creo que los latinoamericanos han de sentir algo parecido.
P. La estrategia de Trump no logró resultados en Venezuela. ¿Qué salida ve a la crisis de ese país?
R. Hace rato lo que tiene que pasar es un diálogo que lleve a una apertura y una ampliación de las opciones políticas para la ciudadanía. Es obvio que el Gobierno de Maduro no tiene la aceptación de buena parte de la población y cualquier líder en una democracia lo tendría que reconocer. Es hora de que dejen de utilizar un lenguaje de reivindicación revolucionaria, porque nadie cree que lo que hay ahí ahora es una revolución, como si eso fuera un acto de por sí o una definición de por sí virtuosa. Hay poco de virtud en ver a los venezolanos sucumbir ante la penuria colectiva, una violencia desatada y con el paso del tiempo a un orden represivo y militar, además de ver a su medio ambiente entregado a actores opacos para la explotación de oro y minerales. Por otro lado, la opción pregonada por Trump de operar a través de actores como paramilitares, conspiraciones, levantamientos militares, hasta aparentemente haciendo el guiño a mercenarios para derrocar al régimen en Venezuela, ha sido pueril, insensata e irresponsable. No ha ayudado a Venezuela ni mucho menos a los venezolanos. Creo que Biden se tiene que pensar muy bien cómo va a conducir su política hacia Venezuela, hay que preguntarse si las sanciones que han paralizado los ingresos de su industria petrolera son la forma más sensata de ayudar a los venezolanos, más allá de si ayuda al régimen o no. Lo que yo esperaría es que logren entablar un diálogo, una transición política y social. Y yo creo que el reconocimiento de un Gobierno paralelo, la opción de Juan Guaidó, queda bastante obsoleto ya, porque seguir con algo que no ha funcionado borda lo surreal. Estamos ante el fin del chavismo hace rato y hay que formalizarlo. Si ellos son sensatos deberían aceptar a competir en las urnas como lo hacen en Holanda, Suecia, Noruega.
P. En 2016 muchos colombianos vivieron un momento de ilusión. Ya no hay una guerra, pero el Gobierno quiere frenar los acuerdos de paz. ¿Queda espacio para la esperanza en Colombia?
R. Me han dolido estos años. No puedo no mencionar la ilusión que me hizo el esfuerzo hecho por los colombianos en poner fin a su guerra y dar la mano a sus adversarios. Ocurrió en un momento en que ISIS, el nefasto grupo terrorista, se extendía por Medio Oriente. La paz en Colombia se dio cuando otros conflictos parecían no terminar. O sea, Colombia, un país caracterizado por ser el más violento del mundo durante décadas, logró la paz. Habiendo cubierto las guerras en el Medio Oriente durante años tenía la necesidad casi fisiológica de ver paz, un progreso en el mundo. Me llené de felicidad. Es un país que está en mi ADN, viví cuatro años allí con mi familia, y duele mucho ver cómo algunos políticos por compromisos propios, un poco opacos, y a veces sin mucha honestidad, han revertido las posibilidades de esa paz. Mi temor es que los colombianos tienen el conflicto enquistado y algunos políticos sienten que es a través de la violencia que se resuelven las cosas. Incluso su noción de paz es de paz de los vencedores. Vi las protestas de los jóvenes con expectativas y optimismo. No eran de la guerrilla ni eran fachadas de la guerrilla como solían vilipendiarlos en épocas anteriores. Pero en esta ocasión la policía salió a disparar y mataron a muchos. Es horripilante y inexcusable. Colombia se acerca a un futuro oscuro si no se mira en el espejo y no toma medidas para intentar cambiar el chip. Es muy necesario un nuevo pacto colombiano para que el país pueda recuperar ese aire prometedor que hubo hace unos años.