El día que se salvó la Alhambra
Un estudio del CSIC y del patronato del monumento recupera cómo se evitó que en 1590 se derrumbase la icónica Torre de Comares tras la explosión de un polvorín cercano
El 18 de febrero de 1590, Juan de la Vega, aparejador real, subió hasta la Alhambra. Tenía orden de evaluar los daños que había producido en el conjunto monumental la tremenda explosión de un polvorín cercano y que retumbó por toda la ciudad. La Torre de Comares, icono visual de los palacios nazaríes, estaba a punto de venirse abajo y los daños en murallas y edificios próximos resultaban más que evidentes. Ahora, técnicos de la Escuela de Estudios Árabes, del ...
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El 18 de febrero de 1590, Juan de la Vega, aparejador real, subió hasta la Alhambra. Tenía orden de evaluar los daños que había producido en el conjunto monumental la tremenda explosión de un polvorín cercano y que retumbó por toda la ciudad. La Torre de Comares, icono visual de los palacios nazaríes, estaba a punto de venirse abajo y los daños en murallas y edificios próximos resultaban más que evidentes. Ahora, técnicos de la Escuela de Estudios Árabes, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), del Patronato de la Alhambra y del Generalife y de la Universidad de Málaga, han reconstruido aquellos momentos y los esfuerzos desesperados por evitar el derrumbe inminente. Sortearon el desastre. Lo cuentan en el estudio La Torre de Comares en peligro de ruina. Afecciones de la estructura más significativa de la Alhambra en los siglos XVI y XVII: “Evitaron su pérdida y que cambiase el perfil que ha llegado hasta nosotros. Si no lo hubiesen conseguido, la Alhambra no sería, sin duda, la misma”, señalan los autores de este trabajo histórico y de laboratorio.
El rey Yúsuf I (1318-1354) quería que la Alhambra fuera reflejo de su poder, por lo que ordenó levantar una torre de más de 45 metros de altura en el lugar que ocupaba otra anterior de carácter defensivo. “La nueva edificación sería”, explica Virginie Brazille, asesora del patronato del monumento árabe, “el rasgo más visible de la proyección de la imagen de su poder”. Y así se hizo. El estudio –firmado por Brazille, Antonio Orihuela Uzal y Luis José García-Pulido y que ha sido hecho público en el congreso Fortifications of the Mediterrean Coast 2020, celebrado en Granada – recuerda que el complejo palaciego empezó su decadencia en 1431 cuando un gran terremoto “propició que se cayeran trozos de las murallas”. El rey nazarí no podía repararlo porque debía pagar “impuestos a Castilla para evitar el conflicto armado”. Tenía que elegir entre mantener la belleza de la ciudad o la paz.
Tal era la degradación arquitectónica de la Alhambra a finales del siglo XV que, cuando la ciudad cayó en 1492, los Reyes Católicos tuvieron que destinar una enorme partida económica para “reparar algunas torres y corregir el mal estado de otras”. Medio siglo después, y dado que el deterioro de Comares seguía siendo imparable, los arquitectos le añadieron nuevos estribos para reforzarla y evitar que se desplomase. Y lo mismo se hizo en 1547 y 1553. Pero entre 1568 y 1571, debido a la rebelión de los moriscos, los ingresos reales cayeron en picado y se abandonó la consolidación del conjunto real.
Y en 1590, el desastre. Un molino de pólvora cercano al río Darro explosionó y destrozó todas las restauraciones realizadas hasta el momento. “La deflagración hizo que saltaran por los aires cristales, puertas, celosías vidriadas, ajimeces medievales y ventanas, así como volaron materiales en llamas por toda la Alhambra, provocando incendios por doquier”, indica Brazille. Las edificaciones más afectadas por la explosión fueron la Torre de Comares, la Sala de los Abencerrajes, la Sala de los Mocárabes y el Patio de los Leones. Había que volver a empezar.
Entre 1592 y 1593 se hicieron nuevas reparaciones, “pero los daños se vieron agravados por la falta de fondos, los agentes meteorológicos, los terremotos y las reformas inadecuadas”, explica el estudio. De hecho, en 1628, la torre amenazaba otra vez ruina. Se abrieron grietas de considerable longitud en los muros y pilastras y en el mismo suelo del edificio. El perfil más famoso de la Alhambra se hundía irremediablemente.
Los arquitectos enviaron entonces un informe urgente a Felipe IV señalando que una de las grietas “abriéndose cada vez, la dicha quiebra sale afuera y sin llegar al cimiento de la dicha torre se desgaja y va a salir al balcón de la bóveda”. El rey dio su visto bueno a la reparación, pero esta siguió siendo insuficiente para evitar el colapso. En 1688, se tomó la medida más drástica: había que desmontar la gran bóveda esquifada de ladrillo de la torre que provocaba “importantes empujes en los muros y sustituirla por una armadura de madera más ligera a cuatro aguas con tejado”.
Por fin, el 6 de febrero de 1691 el alarife de la ciudad realizó la visita de final de obras. “Reconoció", señala un documento de la época, "la armadura, el tejado y su solería, el aderezo de las almenas, y el vaciado de la bóveda, declarando que se habían cumplido con su tenor”. La torre y el perfil de la Alhambra se habían salvado.
“Todo el conjunto de la Alhambra llegó hasta nosotros por aquellas personas que pusieron lo mejor de su parte. Luego vinieron guerras, incendios y más terremotos. En el camino se quedaron muchas cosas, porque el frente murario original de la zona norte era mucho más espectacular que el que conocemos, porque tenía balcones, adarves o ajimeces que se perdieron para siempre. Ahora, y gracias a los trabajos de consolidación del siglo XX su estado de conservación es excelente, pero todo sigue aquí porque en los siglos XVI y XVII aquellas gentes decidieron salvar la Alhambra a toda costa, Jamás les estaremos suficientemente agradecidos”, concluye Brazille.