Opinión

Estrella distante

La escritora Laura Fernández evoca sus recuerdos de la ciudad catalana

Conxita Herrero

Barcelona, para el lector, es también, y sobre todo, un territorio de ficción. Y no hay nada que la ficción no pueda contener, o desactivar. La tarde del 17 de agosto la realidad quedó en suspenso y, para muchos, lo sigue aún hoy, como lo ha estado siempre. Detenida, o encerrada, mejorada, distante, maldita, sencilla y generosa, como lo está cualquier realidad, por dolorosa que sea, en una novela de Roberto Bolaño. A menudo, me preg...

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Barcelona, para el lector, es también, y sobre todo, un territorio de ficción. Y no hay nada que la ficción no pueda contener, o desactivar. La tarde del 17 de agosto la realidad quedó en suspenso y, para muchos, lo sigue aún hoy, como lo ha estado siempre. Detenida, o encerrada, mejorada, distante, maldita, sencilla y generosa, como lo está cualquier realidad, por dolorosa que sea, en una novela de Roberto Bolaño. A menudo, me pregunto si soy la única que, cuando se toma un café en el Cèntric, el diminuto bar de la intersección entre las calles Tallers y Ramalleres, fantasea con la idea de dejarse encerrar en Estrella distante y cree escuchar a Bibiano O’Ryan hablar de la Philip K. Dick Society en la mesa de al lado.

La placa que recuerda que el genio chileno vivió en el número 45 de dicha calle es una de las pocas placas que recuerdan el paso de un genio por la ciudad. No hay ninguna placa que recuerde que Anaïs Nin dio comienzo a sus diarios en el puerto de Barcelona, del que partió su padre, con el único fin, precisamente, de que pudiera leer a su vuelta todo lo que iba a perderse. Ni tampoco que Jaime Gil de Biedma escribió algunos de sus más famosos poemas en el que hoy es el hotel 1898 —antes sede de la Compañía General de Tabacos de Filipinas—, situado entre la paralela a Tallers y las Ramblas. Pocos saben que su despacho puede visitarse a horas convenidas. Sigue intacto. Se pasea por las Ramblas ajeno al hecho de que Albert Einstein se asomó un día al balcón del Cuatro Naciones, como lo harían después Luigi Pirandello y George Orwell, y lo habían hecho antes Chopin y el Buffalo Bill. Y se llega a pisar la plaza Sant Jaume sin sospechar que en la minúscula calle del Call se imprimió por primera vez El Quijote.

Tampoco se recuerda apenas que Hans Christian Andersen eligió la gran fonda de Oriente (ahora Hotel Oriente) en La Rambla para alojarse. No tardó en enamorarse de Barcelona. Paseaba Rambla arriba, Rambla abajo. Y anotó sus impresiones: “Los caballeros muy repeinados y elegantes iban fumando humeantes cigarros, alguno que otro llevaba monóculo y parecía enteramente recortado de una revista de modas francesa. Las damas, por lo general, vestían la favorecedora mantilla española: un largo velo de encaje negro, sujeto al pelo por encima de una gran peineta, desde donde caía hasta más debajo de los hombros (...)”.

El año pasado, este mismo día, el cruce entre Tallers y Ramalleres fue un hervidero de gente huyendo. El Cèntric, y la histórica Imprenta Llenas, la papelería que hay justo delante —que sigue vendiendo las Miquelrius que compraba Bolaño y que a su amigo A. G. Porta le parecían más libros de cuentas que libretas—, aparecen en las imágenes con las persianas bajadas, ajenas al horror de lo real. Vivimos ajenos a la ficción hasta que necesitamos recurrir a ella. Necesitamos recordar, y hacerlo constantemente, que somos algo más que una realidad imparable y cruel.

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