Voces de otoño
Dos funciones fugaces pero fulgurantes en el Lliure: 'Sonata de otoño', de Bergman, versión Veronese, con María Onetto, y 'My Perfect Mind', con Edward Petherbridge y Paul Hunter
1. Felicidad en el Lliure por sus recientes regalos, aunque un tanto entregados a paso de marcha: Sonata de otoño, cuatro días. My Perfect Mind,dos días. No me quejo, así son las giras, anoche Cremona, mañana Verona, pero hay que apresurarse a saltar sobre la caza, porque es caza mayor. Daniel Veronese ha presentado una admirable, depurada versión del texto de Bergman, que a mí me gusta más que la película: su puesta me parece más próxima y más habitable, sin que por ello se amanse el dolor.
En Sonata de otoño resuenan los ecos de Strindberg e Ibsen, eternos manes tutelares de Bergman: las cuentas pendientes de los acreedores del alma, los oscuros legados familiares. Charlotte, la madre, es la veterana actriz argentina Cristina Banegas (hija, dato curioso, de Oscar Banegas, el creador de Los Chiripitifláuticos). Notable interpretación, con leves toques de comedia, que se agradecen, pero estamos en la función de Eva, la hija, interpretada por la enorme María Onetto, que actúa hasta con la punta del pie. Yo tengo pasión por María Onetto desde que la vi por primera vez, hará quince años, en Faros de color, de Javier Daulte. Otros destellos en la memoria: Blanca en Nunca estuviste tan adorable, también de Daulte; Haydée en Donde más duele, de Ricardo Bartís; Arkadina en Los hijos se han dormido, su anterior Veronese.
Es magistral su recorrido en la función: Eva aniñada, niña encerrada en un cuerpo adulto; Eva perdida (la luz turbada de sus ojos); Eva exaltada; Eva implacable; Eva lúcida. Cristina Banegas y María Onetto bordan la escena del preludio de Chopin (Eva titubeante, Charlotte arrasadora), que disparará todo el rencor acumulado, hasta llegar a ese careo brutal en el que Onetto crece y crece. Frases certeras como piedras con honda: “Tus palabras”, le dice a Charlotte, “nunca coincidían con tus ojos”. O este zarpazo feroz: “La desgracia de la hija es el triunfo de la madre”, de esa madre que fue y sigue siendo un bicho ególatra y dañino. ¡Con qué claridad se advierte la herencia nociva, el enorme fardo de abandono y desamor! No hay arreglo, no hay reconciliación: tampoco la había en Secretos de un matrimonio, en Sarabande, en Las mejores intenciones, aquella historia de los padres de Bergman que dirigió Bille August.
La veterana actriz Cristina Banegas realiza una notable interpretación, con leves toques de comedia, que se agradecen
Luis Ziembrowski (Viktor, el pastor protestante, marido de Eva) sirve con hermosa sobriedad el pasaje en que cuenta el noviazgo, la boda, el embarazo, la muerte del hijo. La alegría, el dolor, la resignación.
Otra frase para el recuerdo: “La poca fe que me queda vive gracias a Eva”.
Sonata de otoño va más allá del careo entre madre e hija. Catch a cuatro: Eva reprocha a Charlotte su abandono, Charlotte reprocha a Eva su incapacidad para el perdón, Viktor reclama a Eva un anhelo ya apagado. Hay un cuarto instrumento cuya música es el grito: la desgarradora aparición de Helena (Natacha Cordova), la hermana tetrapléjica, en la que Eva ha volcado su restante capacidad de amar. Una hora treinta sin pausa dice el programa, y es una verdad absoluta.
2. A Nabokov no le hubiera disgustado el arranque de My Perfect Mind: en un delirio parejo al de Pálido fuego, un lunático neurólogo alemán, un tal doctor Vitznagel (Paul Hunter), nos presenta a un rey, un tal Lear, que se cree un actor inglés, un tal Edward Petherbridge, gloria nacional británica.
Petherbridge y Hunter son una pareja tan extraña como perfecta: Lear y bufón, clown y augusto, Quijote y Sancho. También recuerdan un poco a Spike Milligan y Peter Sellers en el lejanísimo y radiofónico The Goon Show de los primeros sesenta, época en la que Petherbridge descolló en el National Theatre de Laurence Olivier, a quien evoca con afecto satírico: su fantasma, encarnado por Hunter, se le aparece una y otra vez, pomposo y ególatra, pero con certeros consejos acerca de la interpretación.
Edward Petherbridge tiene una larga lista de primeros papeles (Cyrano, Malvolio, Cymbeline, Krapp, Alceste), pero My Perfect Mind se centra en algunos de sus grandes tropiezos, como la debacle de la reposición del longevo The Fantastiks (Duchess, 2010), donde, no hay mal que por bien no venga, conoció al proteico Hunter. Otro eje de la función es el ataque de apoplejía que sufrió en 2007, en el segundo ensayo de El rey Lear en Nueva Zelanda. Paralizado, lo único que recordaba eran las líneas del texto, con el doliente “I fear I am not in my perfect mind” que entonces fue ritornelo y luego dio título al espectáculo. Aquel terrible zurriagazo físico y anímico está narrado con elegantísima ligereza, con sinceridad libre de exhibicionismos: muy a la inglesa. Y con la lúcida melancolía de quien sabe que el tiempo se le ha echado encima, aunque no del todo: Petherbridge ronda los ochenta pero aquí está, a pie de obra y girando, sirviendo con su amigo y colega esta filigrana que es una de las joyas de la temporada. My Perfect Mind rebosa humor, a ratos surreal y vertiginoso, pero también emoción, retardada para que explote con mayor fuerza: el diálogo con Cordelia, el penúltimo momento de lucidez del monarca. Resurge el enorme actor en el modo de sentarse, de extender las manos sobre los muslos, y comenzar a hablar con su hija: ahí se concentra, de golpe, toda su majestad y su magnetismo. Y refulge también el poderío de Hunter, capaz de pasar en un nanosegundo de la farsa a la pincelada lírica, como cuando antes nos hizo ver la desolación latiendo en los ojos de la madre de Petherbridge, víctima también de una apoplejía, que la dejó muda e inerme, durante el embarazo de su hijo.
Hay una curiosa carambola a varias bandas. Petherbridge escribió el texto de My Perfect Mind con Paul Hunter y también con Kathryn Hunter (sin parentesco), que también firma la dirección. Kathryn Hunter es la extraordinaria actriz a la que hará unas semanas aplaudimos en The Valley of Astonishment, en los Teatros del Canal. Ambas funciones se asoman a los abismos de la mente, ambas extraen humor y poesía del dolor, ambas son lecciones de coraje. Decía más arriba que a Nabokov le hubiera gustado la premisa (y los juegos) de My Perfect Mind; no menos justo es acabar diciendo que Peter Brook habría celebrado su puesta en escena.
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