Terapia porteña multifamiliar

La fundación María Elisa Mitre reúne a unas 70 personas para resolver conflictos personales

Asistentes a una de las terapias que celebró la Fundación María Elisa Mitre.Ricardo Ceppi

En Buenos Aires, el que más y el que menos tiene alguna cita a la semana con el diván. Y casi nadie se molesta en ocultarlo. El fenómeno recuerda a aquel Madrid donde a las ocho de la tarde o dabas una conferencia o te la daban. Lo que no es tan frecuente es que en ese diván quepan 60 personas. La Fundación María Elisa Mitre viene celebrando desde hace varios años cada jueves lo que se conoce como terapias de psicoanálisis multifamiliar. La premisa es sencilla: “Poder pensar entre todos...

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En Buenos Aires, el que más y el que menos tiene alguna cita a la semana con el diván. Y casi nadie se molesta en ocultarlo. El fenómeno recuerda a aquel Madrid donde a las ocho de la tarde o dabas una conferencia o te la daban. Lo que no es tan frecuente es que en ese diván quepan 60 personas. La Fundación María Elisa Mitre viene celebrando desde hace varios años cada jueves lo que se conoce como terapias de psicoanálisis multifamiliar. La premisa es sencilla: “Poder pensar entre todos las cosas de la vida que no se pueden pensar solo”. Y sus sesiones pueden complementarse con las terapias individuales, no son excluyentes.

La reunión comienza los jueves a las ocho de la noche y termina a las diez. Cuesta 25 pesos (3,5 euros por persona) asistir. No hay un diván para tantas personas, pero sí 70 sillas dispuestas en tres o cuatro círculos concéntricos. Y el ambiente es tan relajado, la gente se siente tan en casa, que a veces alguien se entrelaza las manos detrás de la nuca. Y escucha. El lugar se encuentra en el barrio de Palermo, uno de los más cotizados de la capital. La sesión la dirige María Elisa Mitre, descendiente del prócer argentino Bartolomé Mitre (1821-1906) y miembro de la familia propietaria del periódico La Nación, fundado en 1870 por el mismo estadista. Ella dirige la corriente del diálogo y el resto empieza a soltarse.

Pide el turno un señor de unos 60 años. Cuenta que está pasando un mal momento porque acaba de descubrir que su esposa le espía el correo electrónico. Aclara que él no la engaña y que le ha dicho que si en algún momento decidiera serle infiel la primera en enterarse será ella. Pero se siente ultrajado, invadido. Después toma la palabra una mujer de unos 50 años.

En las sesiones se confiesan todo tipo de infidelidades, temores y debilidades

—Yo estoy en el lugar de su esposa. Pero no lo hice a propósito. A mí me encanta guardar los te quiero y cómo-estás-negrita de mi esposo. Miré en su celular pensando que guardaba cosas mías. Desgraciadamente yo sí encontré una infidelidad. Quizás lo que sintió su mujer, que es lo que me pasó en el fondo a mí, es que yo a mi marido le contaba y le cuento todo. Soy una radiografía. Quizás ella esperaba encontrar esa radiografía en usted.

Un señor de unos 65 años pide el micrófono y comenta:

—Yo soy tremendamente curioso. Soy un voyeur fracasado porque no tengo siempre los equipos conmigo. Tengo un largavista (anteojo). Cuando yo vivía en un piso 12, a la noche me ponía a estudiar los diferentes departamentos...

Se oyen risas abiertas en el grupo. Y el hombre continúa sin tapujos:

—Me fascinaba la multiplicidad de conductas de un edificio al otro. En uno había cierto famoso cuya ropa interior llegué a conocer… O sea, cosas así, de película. Me reconozco sin vergüenza que soy así. Y soy tremendamente curioso de la vida de los otros. Pero sería absolutamente incapaz de abrir a alguien un mail o una carta. No puedo entrar en la intimidad cuando hay una barrera.

La gente va pidiendo la palabra de forma muy discreta. Se le pasa el micrófono a cada uno. De nuevo habla la señora que confesó haber espiado al marido.

—[Cuando leí los mensajes] Tomé el celular, me fui a la cocina y le dije: ¿Me estás cagando? Tiré el celular, me fui a la habitación, sabía que en el cajón estaba el revólver y lo tomé para… usarlo. Y él me lo sacó. Entró mi hijo y le dije: no lo puedo creer, papá me está cagando. Esa palabra la repetí como 30.000 veces esa noche. (…) Esto pasó hace casi tres años. Y desde entonces estoy en la mitad, sin saber qué hacer.

Los silencios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete segundos callados. No son tensos. Casi todos se conocen, han escuchado sus intimidades muchos jueves. Alguno tardó más de un año en arrancar a hablar. Y a veces se producen estos silencios. Pide el micrófono una señora de 82 años. Y cuenta que su “mamá” también desconfiaba de su “papá”. Con motivo, porque “el viejo la cagaba”. Le puso un detective, no había celulares. Pero lo malo, “lo jodido”, decía la señora, era cuando metían a los hijos por medio.

—Me acordé cuando vos mencionaste a tu hijo —señaló la señora—. Era una mierda. Y después no se resuelve bien. Uno no sabe qué córcholis pasó, por qué luego están bien si estaban tan mal.

Habla un señor que dice que tiene algo de experiencia porque estuvo casado cuatro veces.

Al día siguiente uno puede encontrarse a cualquiera de ellos en cualquier semáforo

—Lo que siempre me sorprendió en mí es que la sospecha hecha realidad de que la otra persona me estaba siendo infiel me daba satisfacción. No digo que fuera placer. Pero sí satisfacción. Debería haber sido a la inversa: qué horror lo que me están haciendo, ¿no?

Ahora, una madre relata cómo un día mientras le ordenaba el ropero a su hijo le encontró marihuana. Y en otra ocasión, un frasquito. Llevó a analizar el frasco y resultó que era éxtasis. Dice que la terapia multifamiliar le ayudó para hablar con su hijo en vez de estamparle el frasco en la cabeza y crecer como madre.

Otra señora de unos 60 años quiere volver al tema de la infidelidad y al sentimiento de impotencia que genera:

—La pregunta que solemos hacernos es por qué a mí; cuando en realidad debería ser por qué no a mí. Si todos sabemos que la vida es finita, que muchas veces el amor es finito. ¿Por qué no a mí, cuando se encuentra tan a menudo en la historia de la humanidad? También me quedé pensando en eso de que llevabas tres años en el medio, sin saber hacia dónde tirar. Yo puedo decir que llevo más de tres años en el medio. ¿Qué es lo que hace que alguna gente no pueda aceptar una separación, reiniciar una vida nueva?

En uno de esos silencios, Mitre dice:

—Veo caras nuevas. Y me gustaría que alguien explique qué estamos haciendo acá desde hace muchos años. ¿Alguien sabe para qué sirve esto?

Habla una mujer de mediana edad:

—En nuestro caso… Acá están mi mamá, mi papá y mi primo. Comenzamos por algo que le pasaba a mi primo y luego fuimos viniendo todos. Y nos dimos cuenta de que cada uno de nosotros necesitaba algo. Esto no es un grupo de autoayuda. Nuestra experiencia no es buena… Es buenísima, excelente. Los cambios que hizo nuestra familia, no solo los cuatro que estamos acá hoy, sino incluso los que no han venido, por una cuestión de permeación… Hemos cambiado muchísimo. Yo soy excarne de diván. Hice todo tipo de terapia: psicoanalítica absoluta, cognitiva, algo de sistémica, terapia de pareja para evitar separarme de mi exmarido… Las otras me sirvieron mucho, pero esta es distinta. Acá se habla de cualquier cosa, pero tienen profundidad y consistencia. Y producen cambios.

Cuando acaba la sesión les espera la ciudad. Muchos dejaron ver lugares recónditos de su intimidad. Y al día siguiente uno puede encontrarse a cualquiera de esas personas en cualquier semáforo, detrás de una ventanilla, en algún despacho. A veces sucede. Pero a nadie parece importarle.

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