Científicas en España, esposas de combatientes en la guerra de Ucrania: “No sé dónde está mi marido”
Una veintena de investigadores ucranios, en su mayoría mujeres, se han incorporado al mayor organismo público de ciencia español, el CSIC
La neuróloga Tetiana Chernishova y su marido, entrenador de fútbol sala, tenían muchos planes de futuro el 23 de febrero del año pasado. Disfrutaban de una vida acomodada, con su casita, su coche y sus tres hijos. Ya pensaban en las vacaciones de verano. Vivían en Járkov, una tranquila ciudad ucrania, muy cerca de la frontera con Rusia. La noche del 24 de febrero, sin embargo, se despertaron por una gran explosión. Una familia como otra cualquiera se encontraba de repente en el fren...
La neuróloga Tetiana Chernishova y su marido, entrenador de fútbol sala, tenían muchos planes de futuro el 23 de febrero del año pasado. Disfrutaban de una vida acomodada, con su casita, su coche y sus tres hijos. Ya pensaban en las vacaciones de verano. Vivían en Járkov, una tranquila ciudad ucrania, muy cerca de la frontera con Rusia. La noche del 24 de febrero, sin embargo, se despertaron por una gran explosión. Una familia como otra cualquiera se encontraba de repente en el frente de una guerra despiadada. Hoy el entrenador de fútbol sala patrulla las calles de Járkov con un fusil en la mano. Y Tetiana Chernishova es una de los 20 científicos ucranios que han logrado un contrato en el mayor organismo de ciencia de España, el CSIC, gracias a una convocatoria para acoger investigadores huidos de la invasión rusa. Quince son mujeres: en su mayoría madres con niños pequeños y con su marido en la guerra.
Chernishova, nacida en Járkov hace 47 años, es especialista en esclerosis múltiple. Se ha incorporado al Instituto de Parasitología y Biomedicina López Neyra, en Granada, para investigar este enigmático trastorno del sistema nervioso, vinculado al virus de la enfermedad del beso. La neuróloga vivía con su familia en un edificio de siete plantas, junto a la estación de tren de Járkov. “Era un lugar estratégico y las bombas caían por todas partes. Nos refugiamos durante 10 días en un sótano”, rememora. Después escapó junto a sus dos hijos menores de edad, de 13 y 14 años. “Huimos con lo que cabía en una maleta. No teníamos nada más”, lamenta.
Aquel fatídico 24 de febrero, la bióloga Yulia Kobirenko estaba en su ciudad, Leópolis (Lviv), en el oeste del país, teóricamente lejos del frente de guerra. Allí investigaba legumbres para alimentación animal. A mediados de marzo, la urbe también empezó a ser bombardeada por el ejército del sátrapa Vladímir Putin. La científica, de 33 años, escapó días antes con sus dos hijos, de uno y tres años, por la frontera con Polonia. “Es peligroso estar en Leópolis con niños pequeños. Muy cerca de mi casa hay un edificio destruido por una bomba”, explica. Su marido, sin formación militar, también tuvo que empuñar un fusil. “Él era informático. No se esperaba acabar luchando en una guerra”, narra todavía con estupor.
Desde Polonia, Kobirenko envió su currículo al Instituto de Agricultura Sostenible de Córdoba, donde ahora trabaja con variedades de guisantes y soja. “Al principio era muy duro estar sola con niños tan pequeños. Ahora me he adaptado, soy muy fuerte y no le tengo miedo a nada”, proclama con una sonrisa. Puede hablar de vez en cuando con su marido, pero no sabe dónde está él exactamente. Es información confidencial. “Nuestros hombres no pueden salir de Ucrania. Si yo no tuviera hijos pequeños, también me habría quedado. Ahora intento ayudar desde aquí. He comprado un generador para un hospital, porque Rusia también ataca nuestros hospitales y los deja sin electricidad”, relata.
Ha pasado casi un año desde el inicio de la invasión rusa y más de 160.000 refugiados ucranios han obtenido protección temporal en España, en su mayoría mujeres y niños. Una veintena ha logrado un contrato —con una duración mínima de dos años— en el CSIC y otros dos científicos ucranios se han incorporado al centro de investigación Ciemat, en Madrid. La ministra de Ciencia, Diana Morant, afirma que su departamento ha atendido todas las peticiones que han llegado. “Hemos acogido a todos, en un centro o en otro, y tenemos previsión de absorber a siete personas más”, expone.
Las cinco científicas ucranias entrevistadas por este periódico repiten una y otra vez la misma fecha: el 24 de febrero. La bióloga Maria Goncharova cuenta que enseguida escapó con su familia a una pequeña localidad a las afueras de Kiev, muy cerca de Borodianka, donde las tropas rusas entraron a cuchillo al inicio de la guerra. “Escuchábamos bombardeos y tiroteos por todas partes. Mis hijos tenían mucho miedo. Estábamos prácticamente aislados y rodeados, pero afortunadamente logramos salir de allí”, recuerda.
Goncharova, de 39 años, su marido y sus dos niños lograron llegar en coche a la frontera con Rumania. El hombre se tuvo que despedir allí de su familia y permanece en Kiev, ganándose la vida como conductor. “No tiene experiencia militar, pero si Ucrania lo necesita, tendrá que luchar”, explica su esposa. La bióloga y sus dos hijos iniciaron un periplo de tres días en autobús que culminó en el pueblo valenciano de Bocairent, donde Goncharova tiene una prima. Allí, la científica se puso a trabajar en un restaurante como ayudante de cocina. “Necesitaba dinero para alquilar un piso”, aclara.
La bióloga estudia ahora células de branquias de trucha, para determinar si son útiles para medir la toxicidad de nanomateriales en los peces, en un proyecto del Instituto Nacional de Investigación y Tecnología Agraria y Alimentaria, en Madrid. Si ya es difícil para un madrileño encontrar una vivienda de alquiler, para Goncharova ha sido un infierno. “Los propietarios me pedían tres nóminas. Yo no tenía tres nóminas, tenía dos niños de cuatro y ocho años”, lamenta. Tras pasar por un centro de refugiados en Pozuelo de Alarcón (Madrid), la bióloga encontró un piso en Alcorcón, una ciudad obrera en la periferia de la comunidad madrileña. “Llegamos a España sin nada, solo con la ropa que llevábamos puesta. Los españoles son increíbles, han sido muy buenos con nosotros”, agradece la investigadora.
Goncharova y otros tres científicos ucranios se reunieron el lunes con Diana Morant. “Dejan atrás historias de bombardeos, de persecución, de muerte. Aquí se están ganando la vida dignamente, sin interrumpir sus carreras científicas”, apunta la ministra. “Ese saber que están desarrollando en España es bueno para nosotros, pero también va a ser bueno en el momento de su retorno a Ucrania, que es donde tienen puesta la mirada: en reconstruir su país”, subraya.
La geóloga Hanna Liventseva, de 54 años, nació en Bilibino, un pequeño pueblo de la Unión Soviética levantado en torno a una mina de oro. Cuando comenzó la guerra, era la presidenta de la Asociación de Geólogos de Ucrania y vivía en Kiev, muy cerca de Gostomel, escenario de los primeros combates con las tropas rusas. “La situación era muy peligrosa, había explosiones todo el tiempo”, recuerda. El centro de investigación Geociencias Barcelona le ofreció enseguida trabajo en un proyecto de energía geotérmica y llegó a España en marzo. Su marido, de 60 años, se quedó en Kiev con sus dos hijas. “Estoy sola en Barcelona. Mi cuerpo está en España, pero mis sueños están en Ucrania”, afirma entre lágrimas.
La química Tetiana Hubetska, de 29 años, también huyó sola. Habla español perfectamente, porque antes de la guerra hizo su tesis doctoral en la Universidad de Oviedo, sobre la síntesis de nanomateriales para la limpieza de contaminantes en el aire o en el agua. Cuando las tropas de Putin invadieron su país, sus antiguos colegas españoles le ofrecieron regresar, pero Hubetska se resistía. “Yo no quería irme de Ucrania, quería ayudar a nuestro ejército”, reconoce.
En Kiev, sin embargo, no podía trabajar. “La situación era muy mala. Siempre había bombardeos, había que refugiarse en el sótano. Era imposible hacer experimentos”, rememora. Finalmente, decidió incorporarse al Centro de Investigación en Nanomateriales y Nanotecnología, en El Entrego, en Asturias. Su marido tenía un empleo en una empresa de construcción, pero fue llamado a filas y ahora es un combatiente. “No sé si está en el frente, no me dice dónde está”, explica Hubetska, que sintetiza nanomateriales para matar bacterias y hongos.
Uno de los escritores que mejor ha plasmado el horror de las guerras también era químico: el italiano Primo Levi, superviviente del campo de concentración nazi de Auschwitz. En su relato Exquímico, Levi reflexionó sobre los lazos con la tierra y el oficio: “El vínculo que une a una persona a su profesión es similar al que le une a su país; es igual de complejo, a menudo ambivalente y, por lo general, no se alcanza a comprenderlo plenamente hasta que se rompe”.
Puedes seguir a MATERIA en Facebook, Twitter e Instagram, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.