Querido armario
Es uno de los rincones de la casa de mis padres que más echaré de menos
Querido armario empotrado, con puertas de madera macizas con olor a mastix y popper. Eres el rincón de esta casa al que más voy a echar de menos, aunque no es de extrañar, han sido 25 años. Desde que salí te convertiste en un trastero de viejas prendas amontonadas que representan momentos que recuerdo con ira, vergüenza y ternura. Como estos pantalones denim que a día de hoy sigue apestando a axey confusión adolescente que compré en Madrid 2 cuando me hacía llamar el “Xino del Barrio”, ya que los vi puestos en R., un chico que odiaba en el instituto porque pensaba que representaba todo lo que deseaba ser hasta que descubrí que en realidad le deseaba a secas.
Este pantalón fue la primera prenda que me compré por mi cuenta. Hasta entonces me vestía madre, mayormente con ropa usada cuyas etiquetas del cuello llevaban escritos con rotulador los nombres de los hijos de amigos de mis padres. Me cuesta desprenderme de ellos, ni siquiera la camiseta que me hice a los tres años con mi cara impresa en Port Aventura, uno de los primeros viajes que hicimos en familia cuando migramos de Taiwán.
Entre la sección de chaquetas encuentro el traje tang que me compraron mis abuelos, uno de seda azul que nunca llevé porque sentía vergüenza por mis raíces, sus bolsillos cargados del miedo que sentía a caer en estereotipos, de erres mal pronunciadas... Porque yo “no era como los demás chinos”.
Al lado de las bolsitas antipolillas perfumadas se encuentran varias prendas anchas del tercero de la ESO, cuando escuchaba tanto a Metamorphosis, de Hilary Duff, como In Utero, de Nirvana. Le conocí en un momento de mi vida en el que, al igual que muchos otros adolescentes, sentía vergüenza de mi cuerpo. Las camisetas de tirantes revelaban mis brazos de pollo y los pantalones cortos evidenciaba el hecho de que no tenía vello corporal. Descubrí más tarde que Kurt Cobain también odiaba su cuerpo. Al igual que Kurt, teníamos un cuerpo delgado y nos costaba aumentar de peso. Llevaba capas para agregar volumen y taparlo, siempre inventando nuevas formas de no querer verme.
En el segundo cajón a la izquierda estaba la caja de recuerdos donde escondía fotocopias en blanco y negro de modelos de Badpuppy, el lápiz de ojos de mi madre que cogí “prestado” y que nunca me atreví a devolvérselo, junto con los hongbao vacíos que me daban cada año nuevo lunar. Y mientras te vacío y escucho a los hombres de mudanza llevar las últimas cajas de mi habitación, me encuentro con unas plataformas que compré en el Mercado de Fuencarral, que nunca me atreví a llevar pero que me recordaban que fuera de este armario claustrofóbico había otras adolescentes que buscaban con urgencia, al igual que yo, un lugar donde estrenarlas.
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