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IN MEMORIAM
Tribuna
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Manuel Giner Miralles, un hombre sin doblez

No me puedo negar, como amigo y confidente de Manolo en épocas ya lejanas, la tarea encargada de hacer una sintética memoria de su vida

Respondió Jesús a Nicodemo y le dijo: "En verdad, en verdad, te digo que el que no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios. (Juan cap.3, ver. 3).

La última vez que estuve con mi amigo Manolo Giner Miralles tuve el convencimiento de que en ese estado de amnesia en que vivió los últimos años, sin perder su acogedora sonrisa que infundía paz, estaba madurando su ser para su nuevo nacimiento, la eclosión triunfante y misteriosa de su persona que se produjo ayer, jueves 9 de mayo de 2019, con 93 años.

Manolo no pudo en sus últimos años hacer memoria consciente de todos los hechos de su vida. Sabiendo que me había reconocido yo le fui evocando acontecimientos que vivimos juntos y personas que nos acompañaron. Él solo llegó a comentarme: “¡cuánta agua ha pasado, Antonio!”.

Creo que no me puedo negar, como amigo y confidente de Manolo en épocas ya lejanas, la tarea encargada de hacer una sintética memoria de su vida. Y esto, no para enaltecer su persona, que no le hace falta, sino para consuelo y ejemplo de sus múltiples hijos y nietos que hoy sienten el vacío de su definitiva ausencia.

Manuel Giner Miralles.
Manuel Giner Miralles.

Él tenía seis más que yo, pero pertenecíamos a la misma generación. La relación de compañeros y amigos fue incrementándose con el tiempo, aunque cuando le conocí, hacia 1960, yo vestía de sotana y todos me llamaban “padre”.

Habíamos coincidido sin conocernos en el Colegio de San José de Valencia en los años después de la Guerra Civil. Todos acudíamos con experiencias mayores o menores, siempre traumáticas, de una contienda que nos había marcado la infancia o la adolescencia. En aquellos años, con la devoción a la Virgen del Acordaos, dentro de los muros del “Colegio bien hadado”, fue formándose en casi todos nosotros una piedad sincera y un compromiso por una sociedad más hermanada que nos acompañaría en el sucesivo desarrollo concreto de nuestras vidas.

Cuando regresé de mis estudios en Roma, ya con Juan XXIII que había convocado un Concilio nada menos, enlacé enseguida con el Movimiento de Cursillos de Cristiandad, en el que me encontré con Manolo que acababa de hacer un cursillo con mi hermano Ignacio, fallecido también hace un año. Ese movimiento, nacido en Mallorca unos años antes, era como una tremenda sacudida a la fe y la vida sacramental de cristianos que se habían ido adocenando o separando de Jesús y María. A diferencia de otros movimientos y obras parecidas no era en absoluto elitista ni sectario, sino abierto a las parroquias y otras obras de Iglesia. Encajaba muy bien con la renovación a que llamaba el Vaticano II y con las nuevas sensibilidades existenciales que estaban despertando en la sociedad.

La relación con Manolo y con otros muchos compañeros se hizo mucho más fuerte y continuada cuando el Arzobispo me encargó la dirección diocesana del Movimiento y de la Escuela de Profesores. En el periodo de 1962 a 1967 no había semana en que no nos encontráramos varias veces. Manolo fue de las personas que más colaboró en esas tareas, pasando pronto a ser profesor y luego rector de Cursillos y miembro del Secretariado coordinador. Para postres, en aquellos años, empezaron los cursillos de mujeres y Consuelo fue de las primeras en hacerlo y en participar después activamente en la organización de los mismos.

En aquellos años vivíamos todos de forma muy personal y entusiasta nuestra identidad cristina. Y estábamos muy unidos en profunda amistad alimentada por los frecuentes encuentros. Manolo coincidía conmigo y con otros en que las emociones de clausuras y ultreyas debían llevar a las personas a comprometerse seriamente en la acción, donde cada uno debía multiplicar los “talentos” recibidos. Y él fue especialmente consecuente en arrimar el hombro en estos tres campos:

1. El trabajo profesional, extendiendo su misión como médico desde el laboratorio de análisis a la promoción de una red de hospital ejemplares y bien dotados. Soy testigo de que esta actividad empresarial la mantuvo siempre como un servicio a los enfermos y no solo como una actividad lucrativa o inversión financiera. Y así lo han defendido siempre él y sus hijos, mientras ha sido posible.

2. La corresponsabilidad eclesial. No se es buen cristiano sin arrimar también el hombro en las parroquias y organizaciones de su Iglesia. No basta sentirse bien en grupos cristianos selectos y cerrados. Y Manolo lo ejerció en aquellos años asumiendo cargos y cargas en la Acción Católica, que se estaba transformando, en su parroquia de San Andrés y, después, en las instituciones por la defensa de la vida y la familia que se promovieron en tiempos de San Juan Pablo II.

3. El compromiso político. Finalmente, un buen cristiano tiene que comprometerse en la acción política como el gesto mayor de caridad hacia todas las personas de su sociedad, en la situación concreta en que se encuentre. En este compromiso, la inspiración proviene del mandato cristiano de hacer un mundo más justo y fraterno. Y la opción concreta es exclusiva de cada uno a partir de cómo analice él la situación y las propias posibilidades de actuación. A Manolo le tocó dar respuesta a la ausencia de cultura y cuadros políticos tras la nueva Constitución de 1978 que devolvía elecciones democráticas en España. Él optó por Alianza Popular (precursora del PP), por la que fue diputado en Madrid y, después, en les Corts Valencianes. Asumió también la responsabilidad de Presidente Regional del Partido AP, lo que le costó no pocos problemas por su manera de plantear siempre las diferencias de pareceres de forma abierta, sin caer en el frecuente juego sucio de la política.

En las épocas en que la actividad empresarial y política de Manolo estuvo más en auge, ya no teníamos el estrecho contacto de la época de los cursillos. Yo estaba entonces de párroco en el Puerto de Sagunto, muy metido en el movimiento obrero más luchador. A pesar de la distancia entre nuestras ideas, hablábamos frecuentemente de todo ello, respetándonos mutuamente y reconociendo una misma inspiración cristiana en nuestros compromisos. Recuerdo que una vez me propuso su plan de extender la Alianza Popular al mundo sindical, preguntándome si podía ayudarle en ello. Le hablé de experiencias en otros países y le proporcioné contactos. Pero la tarea no era nada fácil, sobre todo si se imponen las etiquetas y exclusiones por principio y si no existe la autenticidad cristiana que inspiró toda su vida, por encima de los intereses de clase. Creo que por eso no pudo triunfar en política.

Y la relación siempre entrañable no se interrumpió a pesar de mi cambio a la condición de seglar del que otros se escandalizaron. Nos veíamos menos, pero como si nos acabáramos de ver el día anterior.

Este ha sido y es Manolo, hombre sin doblez, cristiano y amigo a prueba de todo. Este es el Manolo que me sonreía la última vez que le visité y a quien hoy siento gozoso en la casa del Padre, junto a Jesús que le habrá dicho: “Ven bendito de mi Padre, porque tuve hambre y me diste de comer... enfermo y me atendiste”.(Mateo, 25, 31-32).

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