Manuela sin miedo
Viuda de un brigadista, esta vecina de Vilar de Santos emigró sola a Alemania hace medio siglo y ahora se ha enfrentado, también sola, al mayor fuego del año
No tiene miedo a nada. Su imagen, sentada entre árboles abrasados y con la cara manchada de hollín, acaparó portadas. El 15 de marzo, poco después del mediodía, el incendio más grande en lo que va de año en Galicia, arrasaba 400 hectáreas en una zona declarada Reserva de la Biosfera a medio camino entre Allariz, Vilar de Santos y Sandiás. Manuela Barja, a sus 83 años, estaba trabajando en una finca, pero los aviones del servicio de extinción llamaron su atención. “Tiene que haber un fuego muy fuerte”, pensó. Y se encaminó en busca de las llamas. También estaba preocupada por sus conocidos de una aldea vecina de solo tres habitantes, que estuvo a punto de ser desalojada. Impotente al ver fuego en sus tierras y oír los lamentos de sus vecinos, se enfrentó al humeante monte.
A pesar de los años, del sofocante calor y del humo, avanzó hacia las zonas quemadas con un guante como única defensa. Unos días antes se había lacerado con una hoz parte de un dedo que todavía está curando.
A sus 83 años, avanzó hacia las llamas con un guante como única defensa
“Los aviones no paraban. Aquí trabajó mucha gente. Menos mal que está el Estado”, repite sentada frente a su casa de Laioso, en el ayuntamiento ourensano de Vilar de Santos. A solo unos metros está la casa en la que se crió junto con sus cinco hermanos. Nació y se casó en este rincón de la provincia de Ourense. “Mi marido no era hombre de mundo, pero yo sí”. Y por eso emigró a Alemania. Las penurias de la Galicia profunda de mediados del siglo pasado y su avivado espíritu aventurero, la llevaron a buscar una vida mejor lejos de su tierra. La historia se fraguó hace medio siglo tras una misa, donde un vecino la animó a marcharse al extranjero. Dicho y hecho. Con dos hijos de cuatro y seis años, decidió coger el petate y emigrar, sola, a Frankfurt, donde trabajó en la cocina de un sanatorio.
Manuela see marchó a una aventura que duró cuatro años. En Alemania tenía una conocida que había emigrado poco antes que ella, pero la suerte no acompañó. “Me apunté en la Administración y me tocó en la otra punta del país”. No sabía hablar alemán, pero como “ganaba bien y gastaba poco” decidió quedarse.
“Ya no hay quien roce y los montes tienen que arder a la fuerza”
“Los alemanes son fantásticos porque siempre me ayudaron”. Manuela solo tiene buenas palabras para la gente con la que trabajó a 2.000 kilómetros de casa. Cuenta que la habitación de la pensión en la que vivía era muy barata, lo que permitía ahorrar. Nunca le faltó que comer porque tenía un jefe que velaba por ella. Cuando buscaba algo que llevarse a la boca en la cocina del sanatorio, su superior insistía en que había que darle lo que pidiese porque no tenía a nadie en aquel país. “Me hubiese quedado allí, pero como tenía a los niños con mi suegra, hacía más falta aquí”, dice apesadumbrada. A pesar de que reconoce lo dura que es la vida del labrador, desde que volvió se dedicó al campo y a su familia.
No hizo caso a los brigadistas que la apremiaban para que volviese a casa
Su imagen, impotente ante el arrasado monte, llenó portadas. Sirvió para ejemplificar como parte de la vida de muchos gallegos que viven del campo se esfuma cuando llega el fuego. Donde vive está más presente la nada que la gente. No hay bar. Ni tienda. Ni siquiera iglesia. Solo casas y una pequeña capilla. Manuela mira con desconfianza el futuro de su aldea porque únicamente quedan una docena de vecinos. “Antes no ardía porque había mucha labranza”. Ahora el monte está sin desbrozar, pero la gente tenía que labrar para poder comer. “No hay quien roce y los montes tienen que arder a la fuerza”, se lamenta.
Quiere que enseñen a sus bisnietos “el cuadro” de la abuela en el periódico
Su marido, que falleció hace un año, era brigadista. Se enfrentaba al fuego y repoblaba montes con árboles. Quizá, por eso, su viuda sabe de lo que habla. Cuando era joven, esta mujer ya apagó otros fuegos. En ese incendio que la llevó a los medios de comunicación, dos brigadistas la apremiaron para que volviese a casa. Pero Manuela no hizo caso. “Tengo unas fincas por allí y tenía que ver cómo estaban. Ahora solo tengo eso”. Tierras y animales: su perro, Pastor, no se separa de ella. También tiene una burra sin nombre, gallinas y unos cerdos que vienen en camino. Esta octogenaria aún ocupa sus inviernos con la matanza. Mientras pueda, seguirá haciéndola para sus hijos.
“Estoy vieja pero estoy bien ¿qué más le voy a pedir a mi vejez?”, repite. Su cara es el espejo de un alma que rezuma juventud. Infatigable, afable, simpática. Una mujer trabajadora, entregada, que vive sin miedo. Se enteró en la capilla de que había salido en los periódicos. “Estoy vieja pero salí bien. Total no hago mal a nadie”, respondió a la vecina que se lo contó. Aunque prefería no haber salido por el fuego: “Esto fue horroroso. Ardió y no tenía por qué”. Insiste en que volvería a vigilar sus eras ante un fuego amenazante. Quiere que enseñen a sus bisnietos “el cuadro” de la abuela en el periódico. El optimismo que desprende su voz se contagia a todos los que la rodean. Y quiere que así siga siendo: “El día que me entierren nada de lloros; que tengan una festiña”.
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