Genocidio, el poder de una palabra. Historia del crimen de los crímenes
Acuñado para definir las matanzas del nazismo, se ha convertido en la palabra más discutida del año. Los principales especialistas mundiales reflexionan sobre su significado legal, político y moral en plena guerra de Gaza
En la primavera de 1994, mientras las bandas de asesinos hutus que se llamaban Interahamwe (“los que matan juntos”) perpetraban el ...
En la primavera de 1994, mientras las bandas de asesinos hutus que se llamaban Interahamwe (“los que matan juntos”) perpetraban el genocidio de Ruanda (800.000 tutsis y hutus moderados fueron asesinados en tres meses), la Casa Blanca decidió mirar hacia otro lado. “Estados Unidos no hizo prácticamente nada para tratar de pararlo”, escribió Samantha Power sobre el país africano en su libro "A Problem from Hell". America in the Age of Genocide (Un problema del infierno. América en la era del genocidio). Publicado en 2002, el impacto de este ensayo de la diplomática estadounidense fue enorme porque puso a Estados Unidos —y al mundo— ante el espejo de su parálisis mientras en Camboya, Irak, Ruanda, Bosnia y Kosovo cientos de miles de personas eran asesinadas por su pertenencia a un credo, un grupo nacional o una etnia. El viento de la realpolitik se había llevado por delante el nunca más que parecía haberse asentado en la conciencia internacional tras la Segunda Guerra Mundial y los juicios de Núremberg y Tokio contra los criminales de guerra de Alemania y Japón.
Power relata cómo, aunque los miembros de la Administración estadounidense en la época del demócrata Bill Clinton utilizaban la palabra genocidio en privado, se les prohibió hacerlo en público. Si Estados Unidos llegaba a reconocer públicamente que se estaba produciendo un crimen de estas dimensiones hubiese sido imposible explicar su pasividad. “Tenían miedo de que su uso desencadenase peticiones para intervenir que no estaban dispuestos a cumplir”, escribe Power, que fue embajadora de Barack Obama ante Naciones Unidas.
La palabra genocidio fue acuñada por el jurista polaco Rafael Lemkin durante la Segunda Guerra Mundial uniendo el prefijo griego genos, tribu, y el sufijo latino cidio, que significa muerte, para designar lo que Winston Churchill había llamado “un crimen sin nombre” en referencia a las atrocidades del nazismo en la Europa ocupada. Cuando la definió por primera vez en su libro Axis Rule in Occupied Europe (El dominio del Eje sobre la Europa ocupada), escrito en 1943 y publicado en 1944, las tropas soviéticas no habían liberado Auschwitz y las cámaras de gas eran todavía un secreto que muchos se resistían a creer. El jurista tampoco sabía que la mayoría de su familia había sido asesinada en la noche y niebla de los nazis. Lemkin tenía entonces en mente el genocidio armenio por parte del Imperio otomano al principio del siglo XX y la brutalidad sin límites de la ocupación nazi. De hecho, en el ensayo (del que existe una traducción castellana dentro del libro Genocidio: escritos, del Centro de Estudios Polítios y Constitucionales) y en su autobiografía Totalmente extraoficial (Berg Institute) hace tantas referencias al sufrimiento de polacos y eslovenos como al de los judíos.
Para Lemkin, por ejemplo, “la destrucción de los fundamentos económicos de un grupo nacional” lleva al genocidio, como explica en el capítulo que dedica a explicar el término en su libro. Argumenta que los nazis crearon unas condiciones objetivas para que grupos nacionales como los “judíos, polacos o eslovenos” tuviesen que llevar a cabo “un auténtico combate cotidiano por el pan y por la supervivencia”. Para el jurista polaco, genocidio no es “la destrucción inmediata de una nación, sino la puesta en marcha de diferentes acciones coordinadas que buscan la privación de los fundamentos esenciales de la vida de grupos nacionales”.
Publicado 15 años después del ensayo de Samantha Power, otro libro sobre esta palabra tuvo también un impacto enorme. A medio camino entre la autobiografía, el ensayo y la novela de hechos reales Calle Este-Oeste (Anagrama, editorial que va a sacar este mes de octubre una edición en formato cómic), del abogado experto en derecho internacional y escritor tardío Philippe Sands (Londres, 1960), es una de las obras más interesantes sobre el nacimiento de la justicia universal. “Recibo unas 20 peticiones por semana para hablar sobre el libro y sobre el genocidio”, explica Philippe Sands por teléfono desde Londres. “Sospecho que tuvo un papel en la reflexión global sobre los crímenes contra la humanidad y el genocidio, pero también salió en un momento en que estos temas ocupaban un lugar cada vez más importante en el debate público por lo que ocurría en el mundo”.
El libro mezcla la historia del propio Sands, parte de cuya familia fue exterminada durante el Holocausto, con el relato del inventor del concepto de crímenes contra la humanidad, Hersch Lauterpacht, y su rivalidad con Rafael Lemkin. Los destinos de estos dos juristas y del abuelo de Sands, Leon Buchholz, se cruzaron en Lviv, ahora en Ucrania, una ciudad en la que convergen muchos caminos de la historia de Europa.
La reflexión de fondo es si existe una jerarquía entre los crímenes contra la humanidad —que castigan el asesinato de individuos— y el genocidio —que persigue la aniquilación de grupos humanos por lo que son—, si podemos hablar de una gradación en el relato, jurídico e histórico, del horror. “No hay jerarquía entre los dos”, explica Sands. “En términos legales y humanos son igualmente terribles. Pero en la imaginación popular, el concepto de genocidio ha ganado mucho terreno, aunque me resisto a aceptarlo. Se debe al poder de la palabra inventada por Lemkin. El concepto de genocidio abre caminos en la imaginación. Las palabras tienen enormes poderes y esta tiene un poder especial”.
Con la masacre israelí en Gaza el concepto de genocidio ha vuelto a ganar una gran relevancia en el debate público: en las tertulias, parlamentos, conferencias, debates de expertos, periódicos, Naciones Unidas y en la gresca política la palabra aparece una y otra vez. Este reportaje no pretende determinar si está ocurriendo o no un genocidio en la franja de Gaza por la ofensiva israelí tras los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, aunque un número creciente de organizaciones humanitarias, historiadores y expertos —tanto israelíes como internacionales— consideran que se trata de un hecho indiscutible. En una emocionante entrevista el pasado agosto con la periodista de La Repubblica Francesca Caferri, el escritor israelí David Grossman declaró sobre Gaza: “Ahora, con inmenso dolor y el corazón roto, tengo que afrontar lo que está sucediendo ante mis ojos. Genocidio. Es una palabra que causa avalanchas: una vez que la pronuncias, solo se hace más grande, como una avalancha. Y trae aún más destrucción y sufrimiento”.
El Gobierno de Israel lo niega con vehemencia y casi ningún político, con la excepción del español Pedro Sánchez, se ha atrevido a pronunciar la palabra que designa el mal absoluto. Cuando fue preguntado en mayo específicamente sobre este asunto, el presidente francés Emmanuel Macron aseguró que debían ser los historiadores los que determinasen, en el futuro, si la barbarie de Gaza era un genocidio. Para otros políticos, son los tribunales internacionales los que deberán pronunciarse.
Genocidio es un concepto enormemente poderoso y muchas veces controvertido. Aunque todos los historiadores independientes consideran que el pueblo armenio sufrió un genocidio a principios del siglo XX, Turquía sigue persiguiendo judicialmente a cualquiera que se atreva a decirlo. Aunque la palabra existía y aparece en los documentos de la acusación, los gerifaltes nazis no fueron condenados por genocidio en Núremberg. La justicia internacional nunca ha considerado que el mayor crimen de la historia, que no admite ninguna comparación, fuese un genocidio.
El historiador israelí Omer Bartov, profesor en Brown y autor de libros como Tales from the Borderlands: Making and Unmaking the Galician past o Genocide, the Holocaust and Israel-Palestine: First-Person History in Times of Crisis, dio un aldabonazo internacional cuando publicó el pasado julio una tribuna en The New York Times titulada Soy un historiador del genocidio y reconozco uno cuando lo veo. “El crimen de genocidio existe desde la antigüedad”, explica por correo electrónico. “Pero no fue definido como el crimen de los crímenes hasta el siglo XX, cuando se dispuso de los medios técnicos y burocráticos para perpetrarlo de manera eficiente contra grupos enteros. El genocidio moderno es, en muchos sentidos, el resultado de la nueva definición de los grupos como nación, especialmente el surgimiento del etnonacionalismo, así como de las ideologías dedicadas a definir grupos biológicos, religiosos, étnicos, raciales o sociales no deseados, y de los medios para eliminar a aquellos definidos como enemigos”.
Como historiador del Holocausto, Bartov explica que uno de los grandes problemas a la hora de que exista un consenso sobre si se ha producido un genocidio es, precisamente, la imposibilidad de comparar ningún otro crimen con la Shoah. “Cuando decimos que se está produciendo un genocidio, debemos examinar no si es similar al Holocausto, sino si se ajusta a la definición de genocidio de la ONU”. Dos historiadores, Daniel Blatman y Amos Goldberg, sostuvieron una tesis similar en el diario israelí Haaretz en un artículo titulado No hay un Auschwitz en Gaza, pero sigue siendo un genocidio.
“A menudo se dice que la Convención sobre el Genocidio fue una reacción al Holocausto. Creo que esto solo puede ser una explicación parcial”, señala William Schabas, profesor de derecho internacional en Middlesex University de Londres y un gran experto en genocidio, autor de libros como El juicio del Káiser (Berg Institute) o Genocide in International Law (Cambridge University Press). “Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, con quizás entre 65 y 70 millones de muertos, y donde las atrocidades más inhumanas fueron cometidas por países que se consideraban los más avanzados en muchos aspectos, el mundo entero se preguntó cómo había llegado la humanidad a tal situación. Fue la culminación de cientos de años marcados por el colonialismo y la esclavitud, que la idea de que algunos grupos —razas— eran superiores a otros sustentaba”.
Más allá de Ruanda en 1994, de las guerras de la antigua Yugoslavia —sobre todo la masacre de 8.000 varones musulmanes por paramilitares serbios en Srebrenica en 1995— y de Camboya bajo el régimen de los Jemeres Rojos entre 1975 y 1979, ninguna otra masacre ha sido considerada un genocidio por la justicia internacional. Actualmente existen dos procesos abiertos en el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya (que juzga a Estados y que no debe ser confundido con el Tribunal Penal Internacional, también con sede en la ciudad holandesa, que juzga a individuos): uno contra Myanmar por la masacre de los rohinyá y otro contra Israel por Gaza. Ningún Estado ha sido condenado hasta ahora por genocidio. Por otro lado, el Tribunal Penal Internacional ha emitido órdenes de arresto contra Benjamin Netanyahu y su exministro de Defensa Yoav Gallant por crímenes de guerra y contra la humanidad, pero no por genocidio, al menos por ahora.
Sin embargo, la lista de posibles genocidios es desoladoramente interminable. Y solo si hablamos del siglo XX: muchos expertos consideran que no existe un límite temporal, aunque si no se consideran genocidios los crímenes anteriores a la definición de Lemkin quedarían fuera de esta infame categoría la esclavitud y el colonialismo, algo que conviene a los países occidentales. Alfred de Montesquiou, guionista del tebeo Yo, Julio César, que reconstruye la vida del caudillo militar que acabó con la República romana y autor de una novela recién publicada en Francia sobre los juicios de Núremberg, Le crépuscule des hommes, recuerda que Plinio el Viejo calificó las barbaridades de Julio César en la Galia como humani generis iniuriam —“un crimen contra la humanidad”—, por su comportamiento salvaje y despiadado.
Armenia, el Holodomor en Ucrania, Guatemala, Timor Este, Camboya, Sudán, Etiopía, Sierra Leona, Liberia, las matanzas de hazaras en Afganistán, de kurdos y chiíes en Irak bajo Sadam Husein, las masacres de los herero y nama en Namibia a principios del siglo XX —que Alemania reconoció como genocidio cien años después—, de los yazidíes por parte del ISIS, los asesinatos masivos en las guerras de la antigua Yugoslavia más allá de Srebrenica… Todas estas atrocidades son consideradas genocidios por muchos historiadores y juristas. Y naturalmente el Holocausto, el asesinato de seis millones de judíos europeos, pero también de gitanos, prisioneros de guerra rusos, polacos o discapacitados —aunque, como escribió Elie Wiesel, “no todas las víctimas del nazismo fueron judíos, pero todos los judíos fueron víctimas del nazismo”—.
Estas masacres se parecen en el horror y en el odio. El genocidio es siempre el final de un proceso, en el que el otro queda estigmatizado hasta convertirse en un enemigo que debe ser aniquilado. Omer Bartov acuña en su descorazonador y bellísimo libro de memorias, personales e intelectuales, Genocide: the Holocaust and Israel-Palestine el concepto de “intimidad del genocidio”. Las cámaras de gas de los campos de exterminio nazis son una excepción —la muerte industrial y anónima— porque en muchos crímenes de masas los asesinos y las víctimas se conocen, a veces desde la infancia. Han vivido juntos toda la vida. Existen multitud de relatos de este hecho, desde las guerras de religión en Europa hasta la Guerra Civil española, el Holocausto de las Balas —los fusilamientos masivos en Europa oriental durante el que ciudadanos de los pueblos ocupados colaboraron con los nazis— o los genocidios de Ruanda y Bosnia.
El escritor francés Jean Hatzfeld cubrió como periodista las guerras en estos dos países y plasmó sus investigaciones en libros como Temporada de machetes (Anagrama) o Dans le nu de la vie. Récits des marais rwandais, en los que analizó los mecanismos del odio. En una entrevista con este diario en 2004, explicó que, precisamente porque muchas veces los asesinos son los vecinos, los amigos, los compañeros de colegio, se puede afirmar que “nadie está protegido de comportarse como ellos. Nadie está a salvo de caer en la barbarie”.
Pero hay algo en lo que coinciden todos los expertos: los genocidios no son una cuestión de números. Rosa Ana Alija, profesora de Derecho internacional público de la Universitat de Barcelona, explica: “El crimen de genocidio castiga el intento de destruir total o parcialmente un grupo racial, nacional, étnico o religioso; da preponderancia a la dimensión colectiva, a la preservación de la diversidad de grupos humanos en la sociedad internacional. Los crímenes contra la humanidad castigan violaciones graves de derechos humanos, por lo que ponen el foco en la dimensión individual, en la salvaguarda de la dignidad humana. ¿La hipotética destrucción de, por ejemplo, 70 miembros de algunas tribus amazónicas que rondan el centenar de integrantes es más o menos grave que la muerte de decenas de miles de civiles en un conflicto armado o en un contexto de violencia política? Creo que hacer esa ponderación es muy difícil”.
Existen varias definiciones de genocidio y, como señaló Philippe Sands en un importante artículo en la revista Le Grand Continent titulado Sobre el concepto de genocidio, existe además una jurisprudencia, que podría cambiar cuando el Tribunal Penal Internacional se pronuncie en el futuro sobre los casos de Myanmar y Gaza. Primero está la definición de Lemkin en el prólogo de su libro: “Genocidio es la práctica de exterminio de naciones y grupos étnicos llevada a cabo por los invasores [en referencia a la Alemania nazi], un término que deriva de la palabra griega genos (tribu, raza) y la latina cidio (por analogía, véase homicidio, fratricidio)”. Esa definición cristalizó, tras enormes esfuerzos del jurista polaco, en la Convención Internacional sobre el Genocidio, aprobada en 1948, que entró en vigor en 1951 y que han ratificado 153 Estados (41 miembros de la ONU no lo han hecho todavía). Israel la firmó en 1949 y España, en 1968, todavía bajo la dictadura de Franco, que algunos historiadores consideran que cometió genocidio en la represión durante y después de la Guerra Civil.
El texto reza así: “En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”.
Melanie O’Brien, profesora asociada de derecho internacional en la University of Western Australia y presidenta de la Asociación Internacional de Estudiosos del Genocidio —que decretó que estaba ocurriendo uno en Gaza—, señala por su parte: “El genocidio se diferencia de los demás crímenes porque tiene requisitos únicos, concretamente la ‘intención genocida’, que es la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Esta intención es el elemento más difícil de demostrar ante un tribunal. El genocidio también tiene un estatus diferente porque contamos con la Convención sobre el Genocidio, que obliga a los Estados a prevenir y castigar el genocidio. No existe un tratado equivalente para los crímenes de guerra o los crímenes contra la humanidad, por lo que los Estados se muestran reacios a declarar una atrocidad como ‘genocidio’, ya que no quieren activar la obligación de prevenir y castigar”.
La jurisprudencia hace además que sea muy difícil que el Tribunal Internacional de Justicia considere que existe un genocidio. Sands explica en su artículo que la clave está en la enorme dificultad para demostrar la intención genocida, pero también por una condición que hizo que la denuncia de Croacia contra Serbia por genocidio fue desestimada en 2015: “Si hay dos posibles motivos para cometer un delito, no es fácil calificarlo de delito de genocidio”. En otras palabras, demostrar la intencionalidad no es suficiente: si un Estado está implicado en una guerra y comete genocidio, ese tribunal considera que no es genocidio. Solo considera que se ha producido un genocidio cuando el único objetivo es el mismo genocidio.
Más allá de lo que dicten los tribunales, de los laberintos jurídicos, la idea que Bartov lanzó en su artículo sigue siendo válida: muchos expertos, historiadores o juristas, que han estudiado a fondo lo que la humanidad es capaz de hacer a la humanidad, saben reconocer un genocidio cuando ocurre. “El arte es una forma importante para que las personas aprendan sobre los genocidios o se involucren con ellos”, explica Melanie O’Brien y cita como ejemplo la serie Beyond Genocide (Más allá del genocidio) de la artista estadounidense Amy Fagin. “Cada pieza se basa en una meticulosa investigación de Fagin sobre ese genocidio en particular, pero también incorpora elementos artísticos del grupo de víctimas, incluido su idioma. Son iluminaciones increíbles que trascienden historias y culturas”. Otros expertos citaron Primero mataron a mi padre, la película de Angelina Jolie sobre el genocidio de Camboya —reflejado también en los filmes Los gritos del silencio o Camboya, 1978— o Los cuarenta días del Musa Dagh, de Franz Werfel, un escritor alemán que investigó a fondo el exterminio armenio y que relata no solo el horror, sino la resistencia ante el horror. Bartov cita Shoah, de Claude Lanzmann, el documental sobre el Holocausto, y Rosa Ana Alija Siempre en abril, de Raoul Peck (HBO), “porque da una visión de conjunto del genocidio ruandés, desde los prolegómenos de su estallido hasta su enjuiciamiento ante el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, pasando por la insuficiencia de la respuesta internacional, decisiva para que el genocidio se consumara”. Resulta también difícil no quedarse de piedra ante la banalidad del mal que se describe en la película sobre Srebrenica Quo vadis, Aida?.
Los genocidios son también una advertencia hacia el futuro. “Los historiadores sabemos seguramente mejor que nadie que la historia nunca se repite y que lo que fue nunca volverá: podemos estudiar el pasado, es más, debemos estudiarlo, pero no podemos cambiarlo”, escribe Bartov para explicar que los genocidios no tienen marcha atrás, que las huellas de la muerte, de la ausencia, nunca se irán. Pero también es más importante que nunca mirar al pasado cuando el orden internacional se está derrumbando por semanas. “El sistema creado después de la Segunda Guerra Mundial está siendo atacado como nunca antes. Creo que hay mucha gente en el poder, incluyendo gobiernos populistas, que querrían llevar el mundo a un momento en el que esas reglas de derecho internacional no existían. Otra cosa es que lo consigan”, escribe Sands. En estos tiempos, la palabra genocidio, y su historia, tienen más importancia que nunca.