De dadá al aceleracionismo pasando por el punk o la cultura rave: la historia secreta de una subversión intelectual
‘Aceleración. Corrientes utópicas de Dadá a la CCRU’ (Enclave), de Edmund Berger, es la última entrega de un subgénero ensayístico que explora las conexiones entre el arte, la poesía y la política radical y que llega hasta el ciberpunk o lo apocalíptico
La Primera Guerra Mundial fue una picadora de carne, en trincheras eternas, cuyo origen nadie se explicaba del todo y aún hoy cuesta entender. De ese violento absurdo, de ese fracaso de la civilización, nace Dadá, y del dadaísmo surge una historia subterránea que fluye a través de las vanguardias (el surrealismo, el letrismo, el situacionismo) para llegar a otros movimientos culturales (como la contracultura de los 60 o el punk), artísticos (como Fluxus, el mail a...
La Primera Guerra Mundial fue una picadora de carne, en trincheras eternas, cuyo origen nadie se explicaba del todo y aún hoy cuesta entender. De ese violento absurdo, de ese fracaso de la civilización, nace Dadá, y del dadaísmo surge una historia subterránea que fluye a través de las vanguardias (el surrealismo, el letrismo, el situacionismo) para llegar a otros movimientos culturales (como la contracultura de los 60 o el punk), artísticos (como Fluxus, el mail art, el neoísmo), políticos (como la autonomía obrera italiana), o incluso armados, como algunos grupos del terrorismo revolucionario de los años 70: la Fracción de Ejército Rojo o las Brigadas Rojas. Es una historia, bien documentada en diferentes ensayos, en la que se mezcla el arte, la política y la acción y el pensamiento poético con el fin de derrocar el sistema y abrir el terreno de lo utópico mediante una lucha radical (a veces divertida y performática) que surge de la cultura. El último capítulo de esa bibliografía es el libro Aceleración. Corrientes utópicas desde Dadá a la CCRU (Enclave de Libros), de Edmund Berger, que recorre esos hilos conectores y que, como novedad, va más allá que la mayoría y agota el siglo XX tocando el ciberpunk, las corrientes aceleracionistas o lo cibernético. Gamberrismo, imaginación, revolución.
“Pienso en la historia narrada en este libro como una contrahistoria: una historia de innumerables pequeñas explosiones y divergencias, esfuerzos sorprendentes para encontrar la puerta de salida, casi siempre condenados al fracaso”, explica Berger desde Estados Unidos, “es importante recordar estos proyectos, porque nos hacen tener presente que existen posibilidades de un mundo diferente al acecho tras cada esquina”.
Tal vez el grupo más seminal de toda esta historia, a partir del cual todo estalla en todas direcciones, sea la Internacional Situacionista (IS), capitaneada con mano de hierro (y proclive a la purga y la expulsión) por Guy Debord. En la IS están muchas de las ideas que afloran aquí y a allá en estos grupos poéticos y radicales: la superación del arte, la crítica de la vida cotidiana, la abolición del trabajo, la preocupación por lo urbano (por ejemplo, mediante la deriva psicogeográfica) o el détournement (desvío o tergiversación). El Espectáculo debordiano, esa forma de capitalismo transformado en seducción e imagen, apartado de la vida auténtica y de la participación ciudadana, es frecuente dardo de la crítica. “Yo diría que Dadá planteó una pregunta y el situacionismo la respondió”, dice Berger, “esa respuesta fue polifónica e incontenible”.
¿Por qué ha sido tan influyente el situacionismo? “Por la alienación”, explica el autor, “el situacionismo se esforzó por actualizar la condición de alienación, diagnosticada por el gran sintomatólogo Marx, en el contexto del capitalismo fordista avanzado, siempre teniendo en cuenta las corrientes artísticas y marginales. Esa combinación tan distinta fue lo que le hizo potente”. Algunas de las influencias más inmediatas del situacionismo fueron el Mayo del 68 francés o el movimiento autónomo italiano de los años 70 (con el filósofo Toni Negri como una de sus principales cabezas pensantes), donde, a su vez, se inspiraron las radios libres (como Radio Alice, en la que participó el hoy muy activo pensador Franco Bifo Berardi) y las ocupaciones de fábricas, universidades o centros sociales.
Siguiendo los rastros de carmín
Otros libros que han transitado estos caminos son el ya clásico Rastros de carmín (Anagrama), en el que Greil Marcus rastrea los orígenes del punk en el situacionismo, y aún más atrás, en los anarquistas místico-lujuriosos y los heréticos milenaristas de la Europa medieval o El asalto de la cultura. Corrientes utópicas desde el letrismo a Class War (Virus) de Stewart Home, que fue también propulsor de la “huelga del arte”. Desde un punto de vista crítico tocan estos temas El puño invisible (Taurus) de Carlos Granés o La revolución divertida (Debate) de Ramón González Férriz: ambos hacen hincapié en la futilidad de los movimientos vanguardistas y contraculturales que pretendieron cambiar el mundo a base de manifiestos iracundos, llamadas a una vida creativa, performances y happenings. En esa línea crítica con lo contracultural y la “política folk” también se encuentran Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (Taurus) de Heath y Potter e incluso Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo (Malpaso) de los aceleracionistas de izquierda Williams y Srnicek.
Aunque estas corrientes no hayan alcanzado sus objetivos políticos, según han observado algunos autores, como Granés, sí que han conseguido hacer triunfar sus ideas en el campo cultural: el valor de la imaginación y la creatividad, el ansia de vivir la vida como una fiesta, el hambre de experiencias, les son propias. No solo eso: las tácticas de detourmenement, performance o guerrilla de comunicación son hoy de uso común en política, y no siempre para bien: memes y fake news colaboran, más que a la liberación artística del individuo, al fango de las redes y a la polarización sociopolítica. Durante la escritura del libro, Berger se encontró con no pocos individuos que habían pasado de pulular por estos grupos subculturales a trabajar en publicidad corporativa o al servicio de gobiernos. También evidencias de que los ejércitos y las agencias de inteligencia han estado tradicionalmente muy atentas a las actividades de este underground, no solo como una manera de control, sino para aprender de sus métodos y adaptarse a un mundo cada vez más fluido, flexible, fugaz, modular.
Parece en estos tiempos que lo ciberpunk propuesto en la obra literaria de autores como William Gibson y Bruce Sterling, en los años 80, ya está aquí: la desigualdad rampante, un mundo dominado por las grandes corporaciones y una tecnología ubicua que, más que cumplir sus promesas de emancipación (si es que alguna vez las hubo), colabora al sometimiento. La diferencia es que el mundo ciberpunk es oscuro y decadente, y la distopía que no se nos ofrece cada día es colorida y optimista. “Tal vez deberíamos ver el ciberpunk como una historia sobre el estancamiento social, político y económico en vísperas de una gran explosión o agitación que transforma estas condiciones, lo que le daría al ciberpunk una vena utópica oculta”, dice Berger, “lo que obtenemos es lo que sucede cuando la explosión no llega y el estancamiento continúa su marcha lenta pero constante”.
Su relato llega hasta los años 90, cuando lo dadaísta se ve revitalizado con la aparición de nuevos medios y tecnologías, incluyendo en este canon expresiones como el citado ciberpunk, el “anonimato revolucionario” del Proyecto Luther Blisset (un nombre múltiple que cualquiera puede utilizar para fines antagonistas), la guerrilla de la comunicación o el colectivo artístico Critical Art Ensemble (CAE) que tenía por costumbre leer a Adorno y a Hegel mientras esnifaban cocaína y proponían la “desobediencia civil electrónica”. Una desobediencia cibernética que luego pusieron en práctica de forma pionera los miembros de la insurgencia zapatista, a mediados de la década. En el relato se llega, finalmente, a la Unidad de Investigación en la Cultura cibernética (CCRU).
La CCRU: tecnología, aceleración y esoterismo raro
La CCRU fue iniciada en 1995 en la Universidad de Warwick (Reino Unido) por la pensadora ciberfeminista Sadie Plant (estudiosa de los situacionistas, como se ve en su obra El gran gesto más radical: la Internacional Situacionista en una época postmoderna, publicada por Errata Naturae). Luego pasó a estar dirigida por el oscuro y esquivo Nick Land, gran consumidor de anfetaminas y finalmente propulsor de un aceleracionismo de derechas y el movimiento neorreaccionario de la Ilustración Oscura. Entre los participantes o seguidores de la Unidad estuvieron el pensador Mark Fisher, el ensayista Simon Reynolds o el músico Kode9. La editorial Materia oscura ha publicado una antología de los escritos de la CCRU en su última etapa, la capitaneada por Land, entre 1997 y 2003.
La CCRU tuvo como idea central la hiperstición, “la ciencia experimental de las profecías autocumplidas”, como las que se dan con frecuencia en el mundo de las finanzas, donde se mezcla lo ficticio y lo real, el rumor y el hecho, y el grupo mezcló en su discurso influencias postestructuralistas con elementos de la ciencia ficción, la cultura rave o el ocultismo. En un momento en el que la Unión Soviética había caído y el capitalismo se saturaba de tecnología, Berger describe a la CCRU así: “Una mezcla psicogótica de teoría deleuze-guattariana, posmarxismo rebelde, tecnofilia, narrativa de evasión y dance culture que no solo exploraba, sino que experimentaba, en el sentido más palpable posible, la tasa de aceleración constante de las transformaciones que estaba atravesando el mundo”. La CCRU acabó derivando en una teoría de ficción weird, una extraña mitología traspasada por diagramas numerológicos y demonología, un relato filosófico alucinado y lovecraftiano, poblado por insecto komunistas, inteligencias artificiales rebeldes, rituales de vudú, sociedades secretas y dioses moribundos. Muy difícil de desentrañar para el profano.
Alrededor de la CCRU se acabó creando una leyenda, como si el grupo fuera una suerte de Apocalipsis Now en el que Nick Land oficiaba a modo de un coronel Kurtz que atraía a sus alumnos hacia escenarios psicóticos. Un extraño punto de destino para aquella historia que partió en el Cabaret Voltaire de los dadaístas de entreguerras. Hasta Land ha llegado a declarar que la “CCRU no existe, nunca ha existido y nunca existirá”.
¿Demasiada utopía?
Conociendo la historia de estos movimientos algunos lectores pueden verse abrumados por la acumulación de teoría deliberadamente intrincada, radicalismo, poesía e incluso fantasía revolucionaria o conspiranoica. ¿Impactan en la política real o son un mero entretenimiento para sus participantes? Berger compara estos proyectos con los socialismos utópicos decimonónicos (de Fourier, Owen o Saint-Simon), tradicionalmente despreciados por los marxistas. “Eran proyectos rebeldes y con los ojos muy abiertos que buscaban transformar fundamentalmente el mundo sin tener en cuenta la base histórica y el movimiento de mayores desarrollos sociales”, explica el autor. Una crítica correcta, a su juicio, pero no suficiente.
Incluso los más utópicos tuvieron un “núcleo racional”, repone Berger, y dieron voz a los contrapoderes y las contranarrativas que apuntalaron las grandes olas revolucionarias del siglo XX. Sobre todo, fueron producto de las contradicciones dentro de la gran máquina capitalista. “Deberíamos ver estas corrientes como partes fundamentales del desarrollo histórico que nos hablan de los tiempos en los que surgieron, de las posibilidades latentes dentro de ellos y de la dirección general en la que señalaba el ‘movimiento real’. Este mismo está en juego, creo, en los diversos movimientos y experimentos sobre los que escribo en el libro”, concluye el autor.
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