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GOLPE DE ESTADO GUATEMALA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El golpe de Estado que encabeza la fiscal general en Guatemala fracasará

Día tras día, a pesar del signo dominante de la incertidumbre por las embestidas de la fiscalía, el ejército de civiles que defiende el esfuerzo golpista tiene más desertores silenciosos

Bernardo Arévalo
El presidente y la vicepresidenta electa, Bernardo Arévalo y Karin Herrera, participan en una marcha en apoyo de la democracia, el 7 de diciembre, en Ciudad de Guatemala.CRISTINA CHIQUIN (REUTERS)

En lugares como Guatemala, los golpes de Estado siguen siendo monopolio operativo del ejército, claro está, con el respaldo de la oligarquía y el guiño del imperio estadounidense. La única vez que lo intentó un civil, hace poco más de 30 años, fracasó. Jorge Serrano, siendo presidente elegido democráticamente, padeció una alucinación de masivo respaldo popular y clausuró el Congreso y las cortes de justicia, pero las fuerzas armadas se fragmentaron y la oligarquía decididamente le era adversa. Y es que entre ellos se disputaban los beneficios de las jugosas privatizaciones de empresas estatales. Washington, además, había escarmentado del exitoso golpe de Alberto Fujimori que ocurrió un año antes en Perú. La Corte de Constitucionalidad guatemalteca le puso entonces el cascabel al gato, y el presidente fallido se resignó al puente de plata a Panamá, donde aún reside.

La fiscal general Consuelo Porras -la Torquemada de Guatemala- es la segunda civil que intenta un golpe de Estado, denominado “golpe en cámara lenta”, pues lleva casi seis meses de escaramuzas judiciales fatigosas y desgastantes para la democracia. Lo inédito del caso es que el golpe va contra un gobierno electo legítimamente y de un presidente elegido por el 61% de los votantes, Bernardo Arévalo, pero que aún no ha tomado posesión —la investidura está prevista para el 14 de enero. Desde 2019, ella ha fungido como punta de lanza del Pacto de Corruptos, una coalición informal de políticos, élites burocráticas y empresariales, más los poderosos grupos de narcotraficantes, que ha movido regresivamente las libertades civiles y políticas, desatando una feroz persecución contra la disidencia, en particular contra los operadores de justicia independientes, que ya suman medio centenar en el exilio.

Esta vez, la fiscal se lanzó con saña irracional contra el presidente electo Bernardo Arévalo y varios dirigentes de su partido, Movimiento Semilla. Pretende borrarlos de la vida política y los califica como “organización criminal”. Por el momento, logró congelar la personería jurídica del partido, libró órdenes de captura contra algunos de sus líderes juveniles y tiene tres causas contra Arévalo para encarcelarlo. Cuenta con el apoyo solapado del presidente Alejandro Giammattei, quien es urgido por su pareja no oficial, el joven Miguel Martínez, sancionado a principios de diciembre por la administración Biden con la Ley Magnitsky por presuntos actos de corrupción en la compra de vacunas rusas y lavado de dinero en algún banco estadounidense. Al esfuerzo golpista se suman una mayoría de diputados —siempre que les lleguen al precio—, algunos jueces y magistrados, y oligarcas que siguen creyendo que son anónimos.

Pero ese ejército de civiles contiene mucha gente que especula hacia qué bando debe saltar y, día tras día, a pesar del signo dominante de la incertidumbre por los golpes de la fiscalía, tiene más desertores silenciosos. En las cortes han perdido la mayoría para las decisiones trascendentales. En la fiscalía general, son cada vez más los empleados que llevan a cabo las encomiendas ilegales arrastrando los pies. El próximo Congreso, que deberá asumir el 14 de enero, está anticipadamente fragmentado: el partido de Giammattei contiene cuatro corrientes; el de Sandra Torres —la candidata derrotada, pero segunda fuerza legislativa— está dividido en tres; Cabal, la organización que fundó el excandidato Edmond Mulet, está quebrantado, y así sucesivamente. Los militares de oficio, advertidos por el Comando Sur de Estados Unidos, permanecen al margen de las refriegas políticas, salvo un puñado —que se cuentan con los dedos de una mano—, integrantes de la camarilla de Giammattei y Miguel Martínez. La oligarquía radical está bajo apercebimiento. Algunos ya recibieron el aviso de que no pueden volver a visitar a Mickey Mouse y sus bienes están inmovilizados, pero quedan varios tras bambalinas que creen que burlaron al imperio mientras siguen fondeando a los golpistas.

El pasado viernes 8, la fiscalía presentó un alegato que criminaliza a Arévalo y el partido Semilla, y puso toda la carne al asador: exigió anular las elecciones del 25 de junio y 20 de agosto. Sus argumentos han sido copiosamente descalificados por los expertos locales e internacionales. Pareciera que los lugartenientes de la fiscal Consuelo Porras se vistieron con chalecos kamikazes, justamente el día en que ella debió comparecer ante la prensa y los rumores de sus supuestas enfermedades subieron de tono en las redes sociales. Como sea, la tenaza no planificada que conforman los pueblos indígenas movilizados y la comunidad internacional siguen operando en defensa de la democracia.



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