Conservar los cultivos de café en Colombia para proteger a las aves migratorias de Norteamérica
La bióloga colombiana Ana González promueve la conservación de estas especies mediante la alianza con las comunidades locales y las nuevas tecnologías
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Desde que era niña, Ana González sintió una gran curiosidad por la naturaleza, especialmente cuando visitaba la finca cafetera de su abuelo en el municipio de Villarrica, en el departamento del Tolima. Con el tiempo, esta colombiana de 43 años descubrió que su país, además de tener la mayor diversidad de aves del mundo, era también el destino de muchas especies que migran desde Norteamérica. Hace casi veinte años, Ana emprendió su propio viaje desde las montañas del centro de Colombia hacia Norteamérica, a las zonas en donde muchas de estas aves se reproducen, y donde actualmente trabaja para el ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático de Canadá.
Tras estudiar biología en Colombia, viajó a Oregón, en Estados Unidos, donde aprendió a capturar y anillar aves para su estudio, convirtiéndose en la primera científica latinoamericana en obtener la certificación del Consejo Norteamericano de Anillamiento. Más tarde, se trasladó a Canadá, donde se doctoró estudiando la reinita canadiense (Cardellina canadensis), un ave migratoria que pasa los veranos boreales en Canadá y los inviernos en Colombia.
Este pequeño pájaro de apenas 10 gramos es reconocible por su vibrante plumaje amarillo, limón y gris azulado. Llega a recorrer más de 5.000 kilómetros dos veces al año, durante sus migraciones de otoño y primavera. Y, a pesar de su nombre, solo pasa unos pocos meses en su área de reproducción, ubicada principalmente en Canadá. Desde el final del otoño hasta el inicio de la primavera, está en Sudamérica, especialmente en los Andes colombianos, donde Ana González llevó a cabo su estudio.
“Descubrimos que las plantaciones de café cultivado a la sombra, siempre y cuando tengan una buena densidad y diversidad de árboles, ofrecen condiciones tan favorables para las reinitas como el bosque nativo. Sin embargo, su supervivencia está más influenciada por las condiciones climáticas, disminuyendo en años de sequía”, explica la bióloga.
Estos hallazgos revelaron cómo el destino de muchas especies en declive en Norteamérica podría depender de lo que ocurre en Sudamérica, particularmente en las zonas agrícolas. Esta relación ha sido clave en las investigaciones que González ha desarrollado en los últimos años. Sus estudios muestran que muchas de las especies de aves en declive que migran del norte al sur de América dependen de hábitats boscosos localizados a elevaciones medias en zonas agrícolas y pobladas.
En su país, gran parte de las áreas de invernada más importantes para estas aves coinciden con territorios de comunidades indígenas y afrodescendientes, o con regiones afectadas por el conflicto armado con la extinta guerrilla de las FARC, y que ahora se encuentran bajo los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial del Gobierno colombiano. A pesar de su importancia, solo el 3% de estas áreas hace parte del Plan Nacional de Restauración del Gobierno colombiano, lo que, a su juicio, plantea la necesidad de reconsiderar las prioridades de restauración del país para le beneficio de las aves migratorias.
La conservación de las aves migratorias requiere un enfoque muy distinto al de las que permanecen en la misma región durante todo el año. En el caso de las primeras, los esfuerzos de protección deben hacerse tanto en las zonas de reproducción como en las de invernada, a miles de kilómetros de distancia, y también hay que tener en cuenta los eventos que suceden durante las migraciones.
En esta ecuación participan distintos actores, como las comunidades locales que gestionan los hábitats de las aves migratorias. “También los consumidores podemos ser parte de la solución a la pérdida de hábitat invernal de los migrantes neotropicales tomando decisiones informadas y éticas, por ejemplo consumiendo café con certificado de cultivo en sombra”, dice la bióloga. Por eso, Ana González propone ver la conservación con un enfoque más holístico, que armonice el bienestar de quienes habitan los territorios con la protección de la biodiversidad. Con esta visión, en 2022 la científica colombiana comenzó a estudiar otra especie: el chipe amarillo (Icteria virens), un ave más grande y que pesa más del doble que la reinita, y tan singular que los expertos en taxonomía la han ubicado en una familia de la que es la única representante.
En Canadá, la población de chipe amarillo ha sufrido un marcado declive y se encuentra principalmente en oasis térmicos, hábitats especialmente vulnerables a las amenazas del cambio climático. En el valle de Okanagan, en la Columbia Británica, la población local de chipes había disminuido a solo 25 parejas en 2001. Más de una década después, y gracias a acciones de restauración de su hábitat, el bosque de ribera, esta cifra se ha multiplicado por diez.
A pesar de estos avances, a González le faltaba una pieza clave del rompecabezas: determinar si las condiciones en las zonas de invernada, ubicadas en México y América Central, podrían influir en las dinámicas poblacionales de las áreas de reproducción. Para explorar esta incógnita, la bióloga se alió con Sergio Gómez-Villaverde, un ornitólogo mexicano que dirige el Observatorio Ornitológico de Tlaxiaco, en el Estado de Oaxaca, y con varios colegas del Gobierno canadiense.
En febrero de 2024, González, Gómez-Villaverde y el también ornitólogo Adrián Cabrera-Valenzuela comenzaron a capturar a chipes amarillos en el valle del Río Yolatepec, entre las cordilleras del Nudo Mixteco de Oaxaca, para colocarles dispositivos de radioseguimiento.
Para ello, instalaron una oficina itinerante de palos y redes en un mosaico de bosques ribereños y pequeñas parcelas agrícolas. Capturar al chipe amarillo requiere intuición y paciencia. Una vez en su territorio, Los ornitólogos colocan un reclamo acústico y un señuelo de madera, que el ave percibe como un intruso, provocando que caiga en la red. Sin embargo, la estrategia no siempre funciona, y los días con más de una captura son motivo de celebración.
Una vez atrapados, les colocan anillas metálicas con un código único y otras de colores que permiten su identificación visual. Además, les instalan una pequeña mochila con un dispositivo que emite frecuencias únicas, que pueden ser detectadas en un rango de aproximadamente 20 kilómetros por las más de mil estaciones del sistema de rastreo de vida silvestre Motus repartidas por América.
Si bien esta tecnología no proporciona datos tan precisos como los GPS utilizados en aves más grandes, como águilas y cigüeñas, sí permite identificar patrones migratorios a gran escala en especies pequeñas como el chipe amarillo. Los primeros datos obtenidos de 30 chipes marcados muestran que, una vez salen de la zona de estudio durante la primavera (abril-mayo), estas aves migran a través de un amplio rango longitudinal: algunas vuelan al norte siguiendo la costa del Pacífico, mientras que otras optan por la costa del Golfo de México.
El equipo también instaló una antena de la red Motus en el tejado del ayuntamiento de Asunción Atoyaquillo, que permitió registrar con exactitud las fechas de migración de primavera y estimar cuánto tiempo estuvieron en la zona. Los primeros resultados indican que pasan alrededor del 50% del año en esta área. “Las aves están asociadas a relictos de vegetación ribereña, lo que demuestra su resiliencia para invernar en paisajes agrícolas, como los campos de maíz, siempre y cuando estén integrados en un mosaico con vegetación natural”, dice González.
Por su parte, Gómez-Villaverde añade que la mayoría de los chipes que encontraron estaban en una zona donde los campesinos desviaban el agua del río principal para regar sus cultivos mediante presas artesanales, “en un complejo sistema de riego basado en canales excavados a mano”. Este hallazgo les llevó a reforzar la idea de que la conservación de las aves migratorias depende, en gran medida, de la colaboración con las comunidades locales.
En un mundo cada vez más dividido, los estudios de estos científicos sobre aves migratorias son una muestra de la interconexión de los ecosistemas: lo que les sucede en una selva tropical durante el invierno puede repercutir hasta en los bosques boreales. La conservación debe abordarse con una mirada global.