Leonor Espinosa: el arte de convertir la biodiversidad en una cocina de talla mundial
La artista plástica de origen sucreño supo beber de la tradición para construir una narrativa de alcance universal, que le ha valido ser la mejor chef del mundo, según The World’s 50 Best Restaurants
La única colombiana que ha ostentado el título de la Mejor Chef del Mundo se matriculó dos veces en la Escuela de Bellas Artes y jamás estudió gastronomía. Por eso no sorprende que su cocina sea tan cercana al arte contemporáneo, un performance culinario con rasgos de instalación.
Ir por primera vez a Leo, el restaurante que esta pelirroja de orígenes sucreños fundó en Bogotá hace 20 años, es una experiencia conmovedora. En un menú de degustación compuesto por 8 o 12 pasos, que cambia tres veces al año, pueden desfilar arawanas, pianguas, mojojoyes, seje y cacay, entre muchas otras “especies biológicas promisorias para la culinaria”, como ella las llama, además de codornices, búfalo y cuy. Es difícil prever que una propuesta bautizada “Ciclo-Biomas-Restaurar”, que habla de la etnobotánica y que recurre a tantos insumos desconocidos en las ciudades, sea tan satisfactoria para el gusto y para el intelecto.
“Lo que hago es una curaduría que busca plasmar la belleza de los ecosistemas colombianos a través de la cocina. No se trata solamente de contar la historia de los ingredientes, empleados de manera sustentable, sino de revelar el entramado natural y cultural del que provienen. Y es algo muy visual: mi mirada de artista convierte la belleza en una reflexión sobre la necesidad de amar y cuidar aquello que reconocemos como bello”, explica Leonor Espinosa (Cartago, Valle, 62 años).
Ninguno de sus colegas colombianos tiene un palmarés como el suyo. Además de haber sido la cocinera número uno del planeta entre 2022 y 2023, según The World’s 50 Best Restaurants, en marzo recibió el premio del Congreso Internacional de Gastronomía Rural Terrae, en Gran Canaria (España), por visibilizar a las comunidades indígenas y afro. El año pasado se convirtió en la segunda mujer con un Sferic Award, que reconoce la innovación científica en la cocina, y en la última edición de The Best Chef volvió a obtener tres cuchillos, la máxima calificación.
Semejantes distinciones contrastan con su llegada al mundo de los fogones, tardía y casi fortuita. Después de una adolescencia bohemia, durante la que recreó el centro de Cartagena en su cuaderno de dibujos y se sumergió en la cultura popular de fritos, dulces, guarapo, boxeo, béisbol y bailaderos de champeta y terapia, probó con la Ingeniería Industrial y estudió Economía. Quedó embarazada y se casó a los 22 años, se separó, dejó a su hija bajo el cuidado de sus abuelos y se mudó a Bogotá. Quería comerse el mundo.
Cansada de la falta de variedad en los domicilios de La Candelaria, donde vivía, desempolvó las memorias culinarias que recogió de niña en Sucre, al lado de su abuela, y empezó a cocinar. Eran los tiempos del Nuevo Latino y del auge de los sabores asiáticos. Invitaba amigos para preparar recetas y empezó a notar que su sazón gustaba. Mientras leía, experimentaba y pulía su técnica a punta de ensayo y error, a veces bajo la tutela de la chef cartagenera Estrella de los Ríos, se obsesionó con la gastronomía tai.
“Fue un proceso de búsqueda intuitiva más que de aprendizaje formal –recuerda–. Yo no estudié cocina. Llego después de ser artista visual y economista, como una consecuencia casi orgánica de mi manera de pensar el mundo. Lo que me movía era la posibilidad de crear algo propio. Para mí la cocina es un lenguaje y una forma de pensamiento, porque no llegué a ella buscando recetas, sino sentido”.
Debutó en la restauración a los 35 años, en Barranquilla, donde montó un local de comida tailandesa. En medio del rechazo de su familia, se quebró. Entonces vendió platos sencillos en un parador de carretera en Baranoa, hasta que se cansó de que los dueños no le pagaran. Vivió un tiempo en Sabanilla, un poblado de pescadores, y decidió regresar a Cartagena.
En La Heroica dirigió la cocina de Quinta Galería, una sala de exposiciones con restaurante, y volvió a las Bellas Artes. Tenía casi 40 años. En esa época llevó al Salón Nacional de Artistas el videoperformance Intríngulis, en el que entraba a un cine porno disfrazada de hombre. Su hija estaba a punto de terminar el colegio. Había llegado “la hora de escoger entre la plástica y la cocina”, como rememora en su libro Lo que cuenta el caldero.
Convencida de que como chef sería más factible ganar dinero para pagar la universidad de Laura, su decisión fue “hacer de ello una práctica artística”. Instalada de nuevo en la capital, se empleó como jefa de cocina de Claroscuro. Luego ayudó a crear el menú de Matiz, que la dio a conocer en la escena bogotana. Le ofrecieron ser socia, pero ella tenía otros planes.
“Inmersiones geográficas” para actuar y comprender
En junio de 2005 abrió Leo Cocina y Cava en un callejón entre la plaza de toros y el Museo Nacional, fuera de las zonas de moda. De manera rigurosa preparaba platos de la cocina tradicional, como posta negra y helado de Kola Román, y los enriquecía con una puesta en escena muy estética y un servicio intachable.
En medio de la revolución de la cocina colombiana promovida por expertos como el gastrónomo Lácydes Moreno y el crítico escocés Kendon MacDonald, ya fallecidos, Espinosa entendió que ofrecer una experiencia de clase mundial requería conocer a fondo los productos nacionales y la forma en que las comunidades los preparan. Y para eso había que viajar mucho.
Con colegas de Cali, como Catalina Vélez y Carlos Yanguas, profundizó en la culinaria del Pacífico. Su primera travesía fue al Chocó, con la entonces primera dama, Lina Moreno, quien se convirtió en su mecenas. Fue ella quien la invitó a cocinar para los entonces príncipes de Asturias, Felipe y Letizia, quienes probaron un carpacho de caracol con aceite de inchi (maní amazónico) y un sancochito de gallina criolla ahumada con leche de coco, entre otras delicias.
En esos periplos decantó su discurso gastronómico, y sus conocimientos se fueron ordenando en una propuesta coherente. “Desde el arte visual aprendí a observar, a componer, a valorar el oficio y el detalle. La economía me dio una estructura para entender los sistemas que sostienen la cultura alimentaria, así como las dinámicas sociales, la producción y el territorio detrás de cada ingrediente”, reflexiona.
En su viaje al Amazonas tuvo una revelación: la biodiversidad sería el eje de su trabajo. En su restaurante –reubicado en Chapinero Alto desde 2021 y rebautizado Leo, a secas– la innovación ya no consistiría en reinterpretar platos tradicionales, sino en desarrollar pequeñas obras de arte que plantearan una reflexión sobre la riqueza natural y cultural de Colombia. Esto incluiría las bebidas, a las que su hija extendió la revolución iniciada por ella, para crear vermús, fermentados, hidrolatos e hidromieles de origen.
En cuanto a los territorios, la innovación aplicada a la biodiversidad debía traducirse en desarrollo. Con ese fin, en 2008 dio vida a la Fundación Leo Espinosa (Funleo) en Bahía Cupica, el primer destino de sus “inmersiones geográficas”. Desde esta plataforma ha sellado un centenar de alianzas comerciales entre pequeños productores y restaurantes de Bogotá, ha organizado más de 140 talleres creativos –que permiten mejorar la nutrición de comunidades vulnerables– y ha promocionado el patrimonio gastronómico del país.
En 2017, Funleo le mereció el prestigioso Basque Culinary World Prize, creado para distinguir a cocineros que hacen de su oficio un motor de transformación. El jurado, presidido por el célebre Joan Roca, dijo que buscaban “es premiar a quienes trabajan porque el campo y la ciudad se abracen a través de la gastronomía, demostrando las posibilidades que surgen cuando los chefs reconocen que la biodiversidad y la herencia de las comunidades locales importan”.
“El reconocimiento internacional se afianzó en el momento en que el mundo empezó a mirar hacia América Latina buscando autenticidad. Y ahí ya teníamos una voz construida”, dice Espinosa. “Lo que he hecho es construir una narrativa desde la biocultura, entendiendo al ingrediente como portador de sentido, y al territorio como un cuerpo vivo que se puede interpretar. Abrir ese camino implicó asumir riesgos y romper con clichés. Pero también ha sido profundamente gratificante ver cómo esa mirada ha resonado, dentro y fuera del país, como una forma distinta de entender lo que somos”.
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