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Bombardeos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Bombardeos, menores reclutados y un dilema ético que Colombia no puede seguir evadiendo

Mientras sigamos discutiendo estos hechos como si hubiera una alternativa plenamente inocente, el país permanecerá atrapado en una pesadilla moral en la que los niños terminan siendo arma y argumento a la vez

Bombardeos en Colombia

En medio de la contienda preelectoral, el país vuelve a enfrentarse a una verdad que nos ha perseguido durante décadas: la guerra en Colombia exige decisiones imposibles. Una vez más, la ofensiva militar contra las disidencias de las FARC abrió una herida nacional cuando, tras bombardeos recientes en Guaviare, se confirmó la muerte de al menos siete menores de edad que al momento del ataque se encontraban en un campamento del grupo armado al mando de alias Iván Mordisco. La Defensoría del Pueblo, en cabeza de Iris Marín, lamentó la tragedia en términos rotundos: la guerra, dijo, afecta a los más vulnerables, a quienes fueron reclutados sin protección y convertidos en objetivos militares.

El presidente Gustavo Petro, por su parte, defendió la operación. Según su explicación, permitir el avance de los 150 combatientes disidentes habría significado exponer a tropas jóvenes a una emboscada letal. La disyuntiva planteada por Petro es brutal en su sencillez: ¿bombardear y arriesgar la vida de menores reclutados o abstenerse y poner en peligro a soldados del Estado? El mandatario afirmó haber tomado una decisión dolorosa pero necesaria: salvar vidas de sus tropas.

El país ha pasado por este mismo lugar antes. En 2019, durante el gobierno de Iván Duque, el senador Roy Barreras reveló que en un bombardeo en Caquetá murieron también menores de edad. Se comprobó que entre los cuerpos había una niña de 12 años y adolescentes de 15 y 16.

Hoy, como entonces, los sectores políticos reaccionan desde la lógica implacable de la guerra moral: unos condenan el ataque y señalan directamente al Gobierno por la muerte de los menores; otros acusan a las disidencias de valerse del reclutamiento como escudo humano. El resultado es el mismo: se trata de una decisión que, en sentido estricto, no admite inocencia plena.

Aquí se encuentra el núcleo del debate: estamos frente a un dilema ético real. No una excusa, no un recurso retórico, sino un escenario en que cualquiera de las alternativas tiene consecuencias profundamente dañinas.

Un dilema ético surge cuando valores de gran importancia entran en conflicto y no existe una opción enteramente justa. Al bombardear un campamento con presencia de menores reclutados, el Estado arriesga ser responsable de la muerte de niños utilizados como combatientes. Pero abstenerse de actuar cuando un grupo armado avanza también tiene efectos perversos: incentiva el uso sistemático de menores como protección militar, favorece la expansión territorial de organizaciones criminales y pone en peligro a soldados y civiles.

Esto obliga a una reflexión honesta: la condena absoluta al bombardeo puede reforzar involuntariamente el incentivo para reclutar menores. Si los comandantes guerrilleros saben que su presencia en los campamentos impide ataques, entonces los niños se convierten en blindaje estratégico, en garantía de supervivencia. El costo moral de esa consecuencia rara vez se menciona en el debate político.

En cambio, el discurso público suele plantear una falsa dicotomía: bombardear equivaldría a asesinar niños; no bombardear equivaldría a defender la vida. Esa simplificación elimina la complejidad del conflicto armado colombiano y reduce el análisis a un juicio sumario que sirve para destruir adversarios políticos, pero no para proteger a los menores en riesgo.

Si el país quiere ser capaz de evaluar decisiones tan delicadas, necesita aceptar que ninguna estrategia militar o de seguridad puede ignorar el dilema ético del reclutamiento infantil. Esto implica reconocer que los menores son víctimas, admitir que la inacción también puede matar, aunque la responsabilidad sea menos visible y superar la tentación de usar estas tragedias como munición electoral.

La ética para tiempos de guerra no puede construirse desde trincheras partidistas. Requiere comprender que el enemigo —en este caso, el reclutamiento forzado— no se elimina con indignación selectiva, sino con instituciones fuertes, políticas de prevención y un compromiso absoluto con la verdad, incluso cuando es incómoda para quienes gobiernan, para quienes negocian o para quienes se oponen.

El primer paso para transformar estas tragedias en algo más que munición política es reconocer la complejidad. Mientras sigamos discutiendo estos hechos como si hubiera una alternativa plenamente inocente, el país permanecerá atrapado en una pesadilla moral en la que los niños terminan siendo arma y argumento a la vez.

Colombia necesita un debate ético que no explote el dolor políticamente, que acepte que en la guerra verdadera hay vidas que se salvan y vidas que se pierden en decisiones complejas inevitables.

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