Las mujeres protagonizan el nuevo pulso de la revolución salsera de Bogotá
Eimmy Téllez y Valentina Padilla son dos de las jóvenes selectoras musicales que lideran un resurgir del género en la capital de Colombia


El delirio comenzó a las siete de la noche del último jueves de octubre. Para ser más exactos, cuando por los altavoces de El Bochinche, uno de los bares que sirven de refugio a los salseros bogotanos, empezaron a sonar a todo volumen las notas de Llegamos (1981), canción de los Hermanos Lebrón. “Yemayá” –dice– “ahora que nosotros llegamos, la rumba va a empezar”. Era una escena premonitoria. En la segunda planta del edificio, Eimmy Téllez y Valentina Padilla, de 25 y 26 años, terminaban de prepararse para dirigir la parranda. Los 70 vinilos de Téllez habían quedado ordenados junto a la consola digital de Padilla. Solo faltaban los asistentes para empezar la batalla.
Eimmysounds y Valkandela, como las conocen los más de 80.000 seguidores que suman en Instagram, se han convertido en protagonistas del nuevo boom de la salsa en Bogotá. Y la contienda que libran –en las redes sociales y en los bares– no ha sido menos que agresiva. En efecto, ser mujeres jóvenes las ha puesto en la mira de los salseros más viejos y puristas. La salsa crea un ambiente que aman, pero que ambas describen como “machista”, y en el que, además, no son pocos quienes les cobran el hecho de ser bogotanas. “No sería igual ser una selectora caleña”, inicia Padilla, en referencia a la tradicional capital del género en Colombia.
A ella, además, le han criticado el hecho de ser “una salsera supertatuada”. Desenfadada y directa, critica –con una que otra grosería– que “todavía hay una noción muy cerrada de lo que es verse femenina” en la salsa. Entre risas, explica que nunca ha calzado unos tacones y que, hasta hace poco, lucía un “capul de burro” de medio centímetro: “Para los salseros eso es inconcebible”.

Téllez es menos extrovertida, pero demuestra una fuerza latente que explotará en un par de horas cuando, desde la tarima, reviente al público con la potencia de Justo Betancourt: “Yo te lo digo… ¡Pa’ bravo yo!”. La clave es la camiseta de Superman que lleva, una estampa de lo que viene. La razón: el álbum que eligieron homenajear esa noche es Indestructible (1973), en el que aparece el percusionista Ray Barretto personificando a un Clark Kent en plena transformación. “Con sangre nueva, ¡indestructible!”, dice la canción que le da título al disco.
Las dos amigas se conocieron “en el peor lugar en el que han trabajado”, donde, cuentan, las trataron “horrible” y les pagaron poco. Este hecho ha marcado su vocación: disputarle la salsa a los hombres que dominan la “estructura económica” de un negocio en el que son ellos los dueños o administradores de los bares y, por ende, “los que contratan a las mujeres y les proponen pautas laborales absurdas”, cuenta Padilla.
Aquí radica el experimento de El Bochinche, que Valkandela administra junto con su madre, y en el que “entra la mujer que quiera y se le paga lo que toca pagarle”. Sobre este punto, la antropóloga Laura Angélica Sánchez advierte que se trata de procesos en los que “las mujeres están haciendo una apropiación del espacio desde la libertad de expresión”. En su lectura, “se reivindica el poder disfrutar de la música más allá de los códigos heteronormados que se han construido en torno a los bares de salsa”.
Las madres están presentes a lo largo de toda la conversación. Fueron ellas quienes les enseñaron a bailar –“siempre está esto de enseñarnos entre nosotras”– y quienes les dieron su bautismo salsero; en ambos casos, con la música del colombiano Grupo Niche. La primera canción que escuchó Padilla fue Gotas de Lluvia (1995); en la casa de Téllez, su mamá guardaba todos los discos del grupo que fundó Jairo Varela.

Al contrario de lo que pudiera pensarse, no es una coincidencia aleatoria. Niche forma parte de la historia salsera de Bogotá: nació a finales de 1979 en la casa de Bertha Quintero, una de las fundadoras de la primera agrupación de salsa bogotana conformada exclusivamente por mujeres. Se llamó Yemayá –cantaban los Lebrón–, como la diosa yoruba de la fertilidad. Quintero fue percusionista, y en el París de finales de los ochenta, se dio el gusto de ganarle un reto al homenajeado de esta noche, Ray Barretto.
La parranda bogotana
La salsa ha sido parte del paisaje de la ciudad durante más de 40 años. “Así un bogotano no sea salsero, se sabe al menos una canción, porque en todos lados suena”, sostiene Padilla. En la tienda, en la buseta, en la peluquería. También en los barrios populares donde crecieron: entre el 20 de Julio, Las Cruces, el Quiroga y La Perseverancia, en el centro. La salsa suena tanto que Padilla niega que los bogotanos bailen mal: “El rolo baila precioso como baila el rolo, que es diferente”.
A las nueve de la noche, más de un centenar de personas les daban la razón. El Bochinche era un hervidero de parejas enamoradas, bailarines solitarios y universitarios tristes. La parranda era juvenil, y les respondía con fervor a cada tema. Era una comunicación impecable, en la que replicaban armados de campanas, guacharacas, congas y maracas. En la pista, aficionados como Alexis Sánchez, de 27 años y natural de Pradera, cerca de Cali, se convertían en estrellas. “El baile es inherente a nuestra cultura”, explicaba Sánchez, frente a la incesante fila de personas que quería bailar con él.
Con Un Verano en Nueva York (1975), un himno de El Gran Combo de Puerto Rico sampleado hace poco en la NUEVAYoL de Bad Bunny, la fiesta alcanzó uno de sus momentos más eufóricos. “La salsa estaba en decadencia entre la juventud”, había explicado Padilla. “Nosotras buscamos formas de hibridar lo que escuchan con lo que hemos escuchado toda la vida”. En El Bochinche, la noche siguiente sonaría también reggaetón. Además, experimentos como NUEVAYol replican una característica de la salsa: la resistencia política que, para Bad Bunny, se concreta en el apoyo a los inmigrantes que persigue Donald Trump.

Porque la salsa no es solo parranda. “Cuenta la pobreza, la desigualdad… Todo lo que pasa en el barrio que no se conoce afuera del barrio”, afirma Téllez. Allí también radica la vigencia del género; como asegura Padilla, El Negro Bembón (1958) sigue visibilizando hoy el racismo. Es una resistencia que no se queda en el pasado: las selectoras resaltan cómo están transformando “un espacio machista para incluir a otros públicos”.
—En una fiesta de salsa ahora ves a drags y a manes besándose mientras escuchan Sin Sentimiento (1990). Ve tú a los bares de la Primera de Mayo [una popular zona de fiesta no salsera] a ver dónde ves eso, o si lo ves, cómo lo miran los otros hombres.
“Acá entra todo el mundo y nadie repara en eso”, concluye Padilla. Es el delirio de un género sincrético desde su origen. Es africano, latinoamericano, neoyorquino y bogotano. En los bares que sirven de refugio a los nuevos salseros capitalinos, ninguna distinción es admisible.
“¿Vienes a disfrutar de la salsa? No nos importa ni a quién te comes ni qué te entra”, concluye Valkandela, mientras que al son de Timbalero (1972), canción de Héctor Lavoe y Willie Colón, se despide la noche en las palmas de Eimmysounds: “En-tren… que ca-ben 100”.
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