Taxista y redentor
Manejaba una camioneta Toyota con la que prestaba el servicio de Uber. Tenía un centro para rehabilitación de adictos al alcohol y a las drogas. Transcribo nuestra conversación

Me dejó en el aeropuerto poco antes de las cuatro de la mañana. Manejaba una camioneta Toyota con la que prestaba el servicio de Uber. Era un hombre robusto, con una voz lenta, pero llena de espíritu. Hablaba sin aspavientos, con convicción y no rehuía las preguntas. Transcribo nuestra conversación.
Le pregunté por qué trabajaba tan temprano. Dijo que a veces lo llamaban a deshoras para ir a recoger jóvenes, y que se había habituado a estar disponible, y de ahí a trabajar desde temprano hubo solo un paso. Le pregunté por qué recogía jóvenes. Me contó que tenía un centro para rehabilitación de adictos al alcohol y a las drogas. Desde adolescente fue alcohólico, cosa de la que no pudo zafarse por espacio de dieciocho años. Ya llevaba quince años sobrio. Esa experiencia lo llevó a dedicarse a ayudar a jóvenes que estaban atrapados por las adicciones.
Le pregunté si había unos patrones en las experiencias que llevan a los adolescentes a la adicción. “Lo primero es que nunca les gustó como son”, respondió. “Siempre mantuvieron frustraciones y pensaron que querían ser como aquel amigo, o como un primo o un hermano que tiene una vida mucho mejor. Como si el prado del vecino siempre fuera más verde. Ese es el primer elemento”, dijo. Yo quería tal papá, como el de un amigo, que sí lo sacaba a pasear y lo recogía en el colegio. Yo quería que mi papá fuera a recogerme, y nunca fue. Ese es el síndrome del abandono, cuando los papás trabajan y los niños se quedan con la abuelita, con una niñera o con una empleada.
Lo que un chico necesita son cosas tan elementales como ayudarle a hacer una tarea, o llevarlo al parque, o ir juntos a ver una película. Muchas veces el papá piensa que con dinero basta, que es suficiente. Pero la educación es otra cosa. Una palabra oportuna, como decirle: “Tú eres el mejor y te amo, te quiero”. O una explicación. Decirle: “No fui porque tengo que trabajar”, y contarle cómo son las cosas en la vida. Pero los papás no hacen eso. Muchas veces no dan esas explicaciones. No le dan importancia a la historia que los niños construyen en su cabeza. Ese es el segundo factor.
El tercer factor son los papás divorciados, papás alcohólicos, papás drogadictos. ¿Con quién se van a quedar los niños? Con quien más les convenga, con el que menos los regañe. Los papás hacen que el pleito de ellos se vuelve al pleito de los hijos. El papá le dice: “Mira, tu mamá te hace esto o lo otro, vente conmigo”. La mamá le dice: “Tu papá anda con otra, nunca nos ve, no responde por la familia”, y vuelven a los hijos el campo de batalla.
Le pregunté cómo él se volvió alcohólico. “Mi papá siempre ha sido un cavernícola”, dijo. “Mi papá nunca me dijo, ´te quiero´, nunca me ayudó a hacer las tareas. Siempre llegaba a tragar y a dormir. Mi mamá era sumisa, obediente, de esas de antes, miedosa. Mi papá nunca me pegó, pero yo le tenía mucho miedo. Se quedaba solo mirándome“.
“Uno piensa que el problema es cuando uno empieza a beber, y eso no es cierto. Beber es la consecuencia. Los problemas vienen antes de empezar a beber. Uno bebe para fugarse, para olvidarse, para manejar esos miedos. Miedos que trae uno desde niño. Frustrado. Acomplejado. Con una soledad increíble, que es la soledad interna que uno siente. ¿Cuántas veces has chillado debajo de las cobijas?”
“La gente no entiende eso, que el problema viene desde la niñez. El papá y la mamá concluyen que hay que llevar al niño a una psicóloga, y si la psicóloga no está preparada para ese tipo de eventos, no sirve de nada. Al final, los papás muchas veces le quieren dejar su trabajo a otros”.
“La educación es una disciplina. Usted sabe que la gente disciplinada es exitosa. Al final, los papás le quieren dejar el éxito a alguien que no tiene nada que ver. Eso tiene que ser parte de la familia. Porque si en la familia no hay esa comunicación y ese amor hacia los seres que decimos amar, pues lleva a que los niños quieran a otra gente. A veces quieren más al tío porque está más pendiente de ellos. Eso es un mundo”.
”¿Qué fue lo que te ayudó a salir del trago cuando estabas alcoholizado?“, le dije. ”El miedo, fue el miedo“, respondió. “No me dejaba hacer lo que yo quería hacer. Ese niño que sonreía. En el sentido de saber que yo sí podía hacer las cosas. Que yo tenía fe en Dios. Yo no soy creyente en la iglesia, pero yo sé que Dios existe y le creó a Dios, hoy. Yo tenía fe en mí, pero a mí esa fe se me perdió. Con el alcohol, con las amistades”.
”¿Cómo recuperaste la fe en ti?“, pregunté. ”Mi padrino fue el que me ayudó bastante. Me dio amor adulto. Él me mentaba la madre día de por medio. Me decía: ´Usted, cabrón, deje ya de estar así´. Porque ¿usted sabe cuál es un síntoma de nosotros? Sentir lástima de nosotros mismos. Porque esa lástima nos sirve para conseguir lo que queremos. Esos regaños de mi padrino me llevaron a conocerme. Saber quién era yo. Si tú tienes un poquito de dignidad, trabaja eso, trabaja la humildad. Es bien importante. Eso es un mundo. Al final le doy gracias a Dios que me permitió salir de eso“.
Por último, ya llegando al aeropuerto, le dije: “¿Qué proporción de chicos y chicas puedes sacar al otro lado, la mayoría?“. ”De diez se quedan dos”, dijo. ”¿La mayoría se salvan?“, pregunté. ”Al contrario, dos se salvan, los otros siguen en eso. La mayoría no quiere salir, porque tienen que vivir más experiencias. Muchas veces tiene que ver que la familia no se da cuenta de que nosotros somos los más mentirosos del mundo. Los más manipuladores. La familia se emociona de ver a su hijo saliendo al otro lado, cuando eso es mentira. El chico habla de Dios y de que está cambiando. Pero está cambiando realmente de estrategia, el cabrón, y la familia quiere creerle. ¡La familia debe dejar que se parta la madre! Pero siempre lo están apapachando. Al final tiene que ser uno. Todas las veces que la familia te salvó, vuelves a caer".
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