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Las mil vidas de Álvaro Uribe

El expresidente, absuelto de todos los cargos, regresa al centro del debate público después de estar de nuevo cerca de perder todo su poder

Álvaro Uribe en su casa de Rionegro (Antioquia), el 21 de octubre. Foto: Esteban Vanegas (EL PAÍS) | Vídeo: Reuters
Camila Osorio

Entre 2002 y 2010, un comentario usual en las mesas de los colombianos era que el entonces presidente, Álvaro Uribe Vélez, gozaba del llamado “efecto teflón”: sin importar los escándalos que afectaran al Gobierno, por corrupción o por abuso de poder, el mandatario lograba mantener su popularidad.

Pese a que dejó de ser presidente hace 15 años, Uribe optó por no retirarse de la esfera pública y ha logrado mantenerse como un político determinante elección tras elección. Por eso, el pasado primero de agosto, cuando fue condenado en primera instancia a 12 años de prisión domiciliaria por los delitos de fraude procesal y soborno a testigos, muchos colombianos pensaron que su retiro finalmente había llegado. Sin embargo, la sentencia de segunda instancia de este martes, que absuelve a Uribe, ha vuelto a darle vida a su proyecto político. Para unos, la absolución es la muestra de que la justicia nunca llega a los poderosos. Para otros, es la victoria justa de un político a quien muchos han intentado, infructuosamente, sacar de la vida pública. El expresidente, concuerdan todos, tiene mil vidas. Vicky Dávila, una de las decenas de candidatos de la derecha, celebró horas después en sus redes sociales con una ranchera que hizo famosa Vicente Fernández y evoca la invencibilidad: El Rey, con su famoso coro “pero sigo siendo el Rey”.

La primera vez que una decisión judicial frenó el enorme poder del expresidente ocurrió en 2009, cuando la Corte Constitucional negó la posibilidad de permitirle al popular presidente buscar una segunda reelección. Uribe ya había logrado cambiar las reglas del juego para las elecciones del 2006, convirtiéndose en el primer mandatario en empalmar dos mandados en más de un siglo. Su poder era tal que ese año también impulsó una enorme bancada legislativa con un nuevo partido, bautizado con la primera letra de su apellido: el partido de La U. Oficialmente la U era de Unidad, pero el guiño real era a Uribe.

El frenazo, sin embargo, no fue su derrota política. En 2010, Uribe hizo elegir a Juan Manuel Santos, uno de los fundadores de La U y quien había sido su ministro de Defensa. La victoria de Santos, en realidad, era de Uribe. Pero ese logro fue también el segundo gran revés a su poder: Santos nombró en su gabinete a críticos de Uribe, marcó su propio camino y, sobre todo, abrió una mesa de negociación con la guerrilla de las FARC, la que Uribe había debilitado a punta de golpes militares. Su sucesor incluso se quedó con casi todo el partido La U, que apoyó el proceso de paz.

Pero Uribe aceptó el desafío. En 2014 casi logra derrotar a un Santos que buscaba su reelección con el apoyo de la mayoría de partidos, tras darle su bendición al exministro y candidato Óscar Iván Zuluaga. Logró casi la misma votación de su antiguo partido con uno nuevo, creado a su imagen y semejanza y en el que él encabezó la lista al Senado: el Centro Democrático. Pasó a ser un poderoso opositor de derechas, con la segunda bancada más poderosa del legislativo.

Su gran victoria electoral llegó en 2016, cuando impulsó el no en un referendo que convocó Santos para refrendar el logro de la negociación con las FARC, los acuerdos de paz de La Habana. Ante la estupefacción de muchos, la negativa superó a un sí que impulsaba el Ejecutivo. La resurrección de Uribe era tan obvia que Santos lo convocó a una reunión en la Casa de Nariño (la residencia presidencial) para intentar definir algunas reformas al acuerdo que lo hicieran más aceptable al uribismo.

Esa puerta nunca se abrió. Santos terminó refrendando el acuerdo por medio del Legislativo, con el Centro Democrático en contra, pero nunca logró la aceptación de Uribe. Y aunque el expresidente finalmente no logró frenar el pacto de paz, sí volvió al poder, de nuevo en segunda persona, en 2018. Ese año fue elegido su pupilo, Iván Duque, quien, a diferencia de Santos, no tenía una carrera política propia ni traicionó a su padrino político.

En todos esos años, al invencible Uribe no parecían tocarle las investigaciones judiciales a quienes fueron sus subordinados. Tres de sus altos funcionarios fueron condenados por la llamada Yidispolítica, una trama de compra de votos de congresistas para aprobar la reelección presidencial. Dos de sus exdirectores del DAS, la antigua entidad de inteligencia, fueron condenados por interceptar ilegalmente a jueces y políticos de oposición. Varios de los militares estrella durante su periodo enfrentan casos en la justicia transicional por los mal llamados “falsos positivos”: asesinatos de jóvenes civiles que fueron presentados como guerrilleros muertos en combate. El presidente ha defendido en unos casos a quienes trabajaron para él, en otros ha negado saber de sus delitos, y ninguno de los señalamientos en su contra como presidente han avanzado en la criticada Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, donde ninguna investigación contra los jefes de Estado avanza, hasta el punto de que se le conoce como “comisión de absoluciones”.

El caso contra Uribe por manipulación de testigos, que abrió la Corte Suprema de Justicia en 2018, parecía ser la excepción. Los magistrados le podían investigar porque los hechos ocurrieron cuando era senador, no presidente, y luego recolectaron la suficiente evidencia como para que dos jueces negaran el pedido de la Fiscalía de Francisco Barbosa, aliada del uribismo, de archivar el caso. Luego, Sandra Heredia parecía pasar a la historia como la jueza que había enviado a la cárcel al presidente más poderoso de Colombia en el siglo XXI.

Pero las vidas políticas de Uribe son muchas. Absuelto, su nombre ahora jalonará votos en la lista al Senado del Centro Democrático en las elecciones de marzo. Y los precandidatos presidenciales de la derecha, adentro o afuera de su partido, saben que, si la bendición de Uribe Vélez antes era importante, ahora es imperativa.

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Sobre la firma

Camila Osorio
Corresponsal de cultura en EL PAÍS América y escribe desde Bogotá. Ha trabajado en el diario 'La Silla Vacía' (Bogotá) y la revista 'The New Yorker', y ha sido freelancer en Colombia, Sudáfrica y Estados Unidos.
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